miércoles, 28 de septiembre de 2011

La "generosidad" neurótica.




El individuo egoísta no se ama demasiado, sino muy poco; en realidad, se odia. Tal falta de cariño y cuidado por sí mismo, que no es sino la expresión de su falta de productividad, lo deja vacío y frustrado. Se siente necesariamente infeliz y ansiosamente preocupado por arrancar a la vida las satisfacciones que él se impide obtener. Parece preocuparse demasiado por sí mismo, pero, en realidad, sólo realiza un fracasado intento por disimular y compensar su incapacidad de cuidar de su verdadero ser. Freud sostiene que el egoísta es narcisista, como si negara su amor a los demás y lo dirigiera hacia sí. Es verdad que las personas egoístas son incapaces de amar a los demás, pero tampoco pueden amarse a sí mismas.

Esta teoría de la naturaleza del egoísmo surge de la experiencia psicoanalítica con la "generosidad" neurótica, un síntoma de neurosis observado en no pocas personas, que habitualmente no están perturbadas por ese síntoma, sino por otros relacionados con él, como depresión, fatiga, incapacidad de trabajar, fracaso en las relaciones amorosas, etc. No sólo ocurre que no se consideran esa generosidad como un "síntoma"; frecuentemente es el único rasgo caracterológico redentor del que esas personas se enorgullecen. La persona "generosa" "no quiere nada para sí mismo"; "sólo vive para los demás"; está orgullosa de no considerarse importante. Le intriga descubrir que, a pesar de su generosidad, no es feliz, y que sus relaciones son los más íntimos allegados son insatisfactorias. La labor analítica demuestra que esa generosidad no es algo aparte de los otros síntomas, sino uno de ellos -de hecho, muchas veces es el más importante-; que la capacidad de amar o de disfrutar de esas persona está paralizada; que está llena de hostilidad hacia la vida y que, detrás de esa fachada de generosidad, se oculta un intenso egocentrismo, sutil, pero no por ello menos intenso. Esa generosidad sólo puede curarse si también su generosidad se interpreta como un síntoma junto con los demás, de modo que su falta de productividad, que está en la raíz de su generosidad y de las otras perturbaciones, pueda corregirse.

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Cuando el desconocido se ha convertido en una persona íntimamente conocida, ya no hay más barreras que superar, ningún súbito acercamiento que lograr. Se llega a conocer a la persona "amada" tan bien como a uno mismo.

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Tales individuos suelen ser muy afectuosos y encantadores cuando tratan de lograr una mujer que los ame, y aun después de haberlo logrado. Pero su relación con la mujer (como, en realidad, con toda la gente) es superficial e irresponsable. Si finalidad es ser amados, no amar. Suele haber mucha vanidad en ese tipo de hombres e ideas grandiosas más o menos soslayadas. Si han encontrado a la mujer adecuada, se sienten seguros, en la cima del mundo, y pueden desplegar gran cantidad de afecto y encanto, por lo que suelen ser engañosos. Pero cuando, después de un tiempo, la mujer deja de responder a sus fantásticas aspiraciones, comienzan a aparecer conflictos y resentimientos.
...

Esos hombres suelen confundir su conducta afectuosa, su deseo de complacer, con genuino amor, y llegan así a la conclusión de que se los trata injustamente; imaginan ser grandes amantes y se quejan amargamente de la ingratitud de su compañera.

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Una pareja se puede sentir hondamente conmovida por los recuerdos de su pasado amoroso, aunque no haya experimentado amor alguno cuando ese pasado era presente, o por las fantasías de su amor futuro.

Fragmentos de El arte de amar, Erich Fromm.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Duele mucho. Attila József

Lucy Schwob


De la muerte,
que te acecha por dentro y por fuera
(asustado ratón, corre a tu agujero),

huyes apasionado
hacia aquella que amas
para que te proteja con brazos, rodillas, y senos.

No sólo sus senos te atraen,
cálidos y blandos; no sólo
la pasión: la necesidad también.

Por eso besan
con la sangre ardiendo en sus venas
todos aquellos que encuentran mujer.

Es una doble carga
y un doble tesoro para el hombre.
Quien ama y no logra hacerse amar,

es tan desamparado
como una fiera herida
sin asilo ni refugio.

Ya no tienes otra salida
aunque bien hubieras podido
matar a tu madre antes del parto.

Pero mira: hubo una mujer
que comprendía estas palabras,
y, no obstante, me echó de su lado.

Así pues, no tengo lugar
entre los vivos. La cabeza me zumba;
mi dolor y ansiedad, son un enredo.

Soy como el niño que,
dejado solo por sus padres,
agita un sonajero entre sus dedos.

¿Qué podría hacer yo
por ella y contra ella?
No me avergüenza imaginarlo

pues el mundo rechaza
a los que el sueño atemoriza
y son cegados por el día claro.

De mí se despoja
la cultura, como de sus ropas
aquel que en amor es dichoso.

¿Pero dónde está escrito
que tenga que sufrir solo
mientras ella me contempla estremecido por la muerte?

Sufre el recién nacido
con su madre en el parto:
el dolor se disminuye al compartirlo.

En cuanto a mí,
el canto doloroso solo me traerá dinero
acompañado por vergüenza y agonía.

¡Socorredme chiquillos!,
que cuando ella pase
revienten vuestros ojos puros.

¡Inocentes niños!,
chillad como si os pisoteasen, por favor,
y decidle: ¡Duele mucho!

¡Perros fieles!,
caed bajo las ruedas
y ladradle: ¡Duele mucho!

¡Mujeres embarazadas!,
abortad vuestra carga,
y lloradle: ¡Duele mucho!

¡Hombres íntegros!
cambiad golpes brutales
y gemidle: ¡Duele mucho!

¡Y vosotros, muchachos!
que os destrozáis por mujeres,
no lo calléis: ¡Duele mucho!

Toros, caballos,
que para uncir al yugo castran,
bramadle: ¡Duele mucho!

Peces mudos, morded
el anzuelo bajo el agua helada
y boqueadle: ¡Duele mucho!

Y vosotros, vivientes,
conmovidos por el dolor,
que ardan vuestros techos y surcos,

y, en torno de su lecho,
calcinados, mascullad conmigo
mientras ella duerme: ¡Duele mucho!

Que mientras viva lo escuche.
Ha rechazado lo mejor de sí misma. Ella ha actuado mal,
y por su comodidad ha despojado de este mundo

el último refugio
de un hombre que trata de esconderse
por dentro y por fuera.

martes, 20 de septiembre de 2011

25 secretos literarios de Latinoamérica en la FIL


María Eugenia Ramos (foto de Otoniel Natarén)


El secreto se ha desvelado. La Feria del Libro de Guadalajara (México) acaba de anunciar cuáles son los 25 narradores latinoamericanos poco conocidos más allá de sus países pero con un gran potencial. Esa es la apuesta con la que piensa celebrar sus 25 años, del 26 de noviembre al 4 de diciembre. Junto a esta plataforma-presentación de autores latinoamericanos, la feria tiene como país invitado a Alemania y entregará el premio FIL al escritor colombiano Fernando Vallejo.

      La noticia en otros webs

      Los autores de América Latina que, según la FIL, garantizan el relevo de los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX y de los que ya siguen sus pasos en el XXI, reflejan la diversidad y el multiculturalismo en sus apellidos: desde Casas y Muñoz, hasta Umpi y Wynter, pasando por Juárez, Tarazona, Monge, Varas... Seis mujeres y 19 hombres, de entre los 27 y 55 años de edad, comprometidos básicamente con la literatura y la exploración de nuevas formas de contar. Abordan la condición humana y su entorno a través de mundos íntimos protagonizados por gente común y corriente. Ese sería un retrato panorámico de un grupo de escritores conectado con los derroteros de la literatura internacional contemporánea. Estos son los elegidos por la feria mexicana:

      Juan Álvarez (Colombia, 1978), Luis Alberto Bravo (Ecuador, 1979), Andrés Burgos (Colombia, 1973), Fabián Casas (Argentina, 1965), Miguel Antonio Chávez (Ecuador, 1979), Carlos Cortés (Costa Rica, 1962), Francisco Díaz Klaassen (Chile, 1984), Jacinta Excudos (El Salvador, 1961), Nona Fernández (Chile, 1971), Fernanda García Lao (Argentina, 1966), Ulises Juárez Polanco (Nicaragua, 1984), Roberto Martínez Bachrich (Venezuela, 1977), Emiliano Monge (México, 1978), Javier Mosquera (Guatemala, 1961), Diego Muñoz Valenzuela (Chile, 1956), Enrique Planas (Perú, 1970), María Eugenia Ramos (Honduras, 1959), Luis Miguel Rivas (Colombia, 1969), Giovanna Rivero (Bolivia, 1972), Hernán Ronsino (Argentina, 1976), Pablo Soler Frost (México, 1965), Daniela Tarazona (México, 1975), Dani Umpli (Uruguay, 1974), Eduardo Varas (Ecuadro, 1979) y Carlos Oriel Wynter Melo (Panamá, 1971).

      Todos ellos estarán presentes en Guadalajara donde participarán en cinco mesas de diálogo. "Los autores fueron elegidos luego de un proceso que involucró la lectura de decenas de libros y un amplio proceso en el que se consultó a otros escritores, editores, libreros, periodistas y críticos literarios de América Latina. La selección final recayó en un comité de lectores que dio forma a este grupo de autores, quienes han tomado la escritura como una opción vital y representan propuestas literarias de quince países de la región latinoamericana", señala la FIL. Este proyecto ha contado con la asesoría de los escritores Gonzalo Celorio y Sergio Ramírez.

      La representación por países es la siguiente: con tres narradores, Colombia, Ecuador, Argentina, México y Chile; y con uno Costa Rica, El Salvador, Nicaragua, Venezuela, Guatemala, Perú, Honduras, Bolivia, Uruguay y Panamá. Algunos de ellos han estado presentes en Babelia, la revista cultural y literaria de EL PÁIS, a través de entrevistas o artículos o con las críticas a sus libros.

      Fuente: Diario El País

      Para leer cuentos de María Eugenia Ramos: El arca

      Los 25 secretos mejor guardados de América Latina: Feria Internacional del Libro en Guadalajara

      viernes, 16 de septiembre de 2011

      Carta a los poderes. Antonin Artaud.


      No podemos vivir eternamente
      rodeados de muertos
      y de muerte.
      Y si todavía quedan prejuicios
      hay que destruirlos
      "el deber"
      digo bien
      EL DEBER
      del escritor, del poeta, no es ir a
      encerrarse cobardemente en un texto,
      un libro, una revista de los que ya
      nunca más saldrá, sino al contrario
      salir afuera
      para sacudir
      para atacar
      al espíritu público
      si no
      ¿para qué sirve?
      ¿Y para qué nació?

      ANTONIN ARTAUD
      (Carta a los Poderes. Ediciones Insurrexit. Buenos Aires, 1974)

      El asco. Horacio Castellanos Moya.


      "Moya, con esos cuentitos famélicos no vas a ninguna parte, no es posible que a tu edad sigás publicando esos cuentitos famélicos que pasan absolutamente desapercibidos, que no los conoce nadie, que nadie ha leído porque a nadie le interesan, esos cuentitos famélicos que pasan absolutamente desapercibidos, que no los conoce nadie, que nadie ha leído porque a nadie le interesan, esos cuentitos famélicos no existen, Moya, sólo para tus amigos del barrio, ninguno de esos cuentitos famélicos con sexo y violencia vale la pena, te lo digo con cariño... No perdás el tiempo, Moya, éste no es un país de escritores, resulta imposible que surjan escritores que valgan la pena en un país donde nadie lee, donde a nadie le interesa la literatura, ni el arte, ni las manifestaciones del espíritu. Basta con revisar el caso de los famosos, de los mitos de provincia, para descubrir que se trata de escritores regulares, medianos, sin talla universal, siempre más preocupados por la ideología que por la literatura; no hay que hacerse el tonto, Moya, nada más tenés que comparar con los países vecinos para darte cuenta que los mitos locales son de segunda: Salarrué a la par de Asturias se convierte en ese provinciano más interesando en un esoterismo trasnochado que en la literatura, un tipo más dedicado a convertirse en santón de pueblo que a escribir una obra vasta y universal; Roque Dalton a la par de Rubén Darío parece un fanático comunista cuyo mayor atributo fue haber sido asesinado por sus propios camaradas, un fanático comunista que escribió alguna poesía decente pero que en su obcecación ideológica redactó los más vergonzosos y horripilantes poemas filocomunistas, un fanático y cruzado del comunismo cuya vida y obra estuvieron postradas con el mayor entusiasmo a los pies del castrismo, un poeta para quien la sociedad ideal era la dictadura castrista, un zoquete que murió en su lucha por establecer el castrismo en estas tierras asesinado por sus propios camaradas hasta entonces castristas, me dijo Vega... Ya sé que no estás de acuerdo, Moya, pero no vale la pena discutir, no tiene ningún sentido discutir sobre la literatura de un país que no existe literariamente, no tiene el mínimo sentido discutir sobre algo que a nadie le interesa, me dijo Vega..."


      Fragmento de El asco, Horacio Castellanos Moya

      jueves, 15 de septiembre de 2011

      "Teleshakespeare": El TV Guide crítico y necesario.


      El siguiente es un fragmento del ensayo de Joserra Ortiz sobre el libro de Jorge Carrión.


      "En los últimos cinco años de mi vida he convivido, sorpresivamente, con muchas personas que dicen despreciar la televisión y se jactan no solo de no verla, sino de no poseer uno de esos aparatos. Me sorprende, porque vivo rodeado de universitarios, ya sean estudiantes o profesores, dedicados a alguna de las disciplinas de las humanidades, sobre todo a la literatura y a los estudios culturales. Nunca he sabido qué tan verdaderas son esas jactancias y, sinceramente, dudo de lo que sean completamente ciertas. En realidad me importan poco. Me desagrada el desprecio por lo popular, por lo masificado, por la cultura producida en serie y para vender, porque supongo ese posicionamiento como una actitud agotada y estéril. Pero sobre todo, porque en la pretensión de la exclusividad de alta cultura, tan modernamente arcaica, se enraíza una ignorancia fatal que solo empobrece la fertilidad y la renovación de nuestros artefactos culturales y artísticos, sobre todo en la literatura en todas sus formas y sus fondos. Teleshakespeare es una llamada de atención para todos esos ilusos."

      Joserra Ortiz, Brown University


      Para continuar leyendo: www.papelenblanco.com

      miércoles, 14 de septiembre de 2011

      Mi negro. Edouard Osmont.


      Un día recibí una carta de Tombuctú. Era Latapy, que me escribía contándome novedades y anunciándome la próxima llegada de una magnifico sudanés.

      “Si le das casa y comida –me decía- te servirá voluntariamente de criado sin exigir sueldo, pues lo que realmente quiere es pasar una temporada en París.”

      ¡Un doméstico sin sueldo! No estaba mal. Esperé, por lo tanto, al sudanés.

      Una mañana oí que llamaban a la puerta. Salí a abrir y me encontré frente a un individuo tan negro, pero tan negro, que retrocedí espantado. El me tendió una carta. Reconocí la letra de Latapy.

      -¡Ah…! ¿Usted es el sudanés?

      -Sí, sinor.

      -¡Lindo aspecto tiene, pobre amigo!

      Lo hice entrar, y como se quedaba mirándome, lo urgí:

      -Vaya pronto a lavarse. Está todo negro.

      -Sí, yo todo negro.

      Esto no parecía preocuparlo mucho. Lo arrastré entonces delante de un espejo.

      -Pero mírese, desdichado, ¿Dónde diablos se ha metido?

      -Sí, yo todo negro.

      Y sonreía, muy tranquilo. Sus dientes eran de un blanco deslumbrante. Me asombró que un individuo tan poco preocupado por la higiene de su cara fuera a tal punto cuidadoso de su dentadura. Luego le pregunté qué le había pasado, de dónde provenía esa capa increíble de suciedad que cubría su rostro. ¿Era tinta u hollín, pomada o carbón? Pareció no comprender.

      Le dije que se desnudara e hice calentar agua para el baño. Cuando lo vi desnudo, comprobé con estupor que la piel de su cuerpo era tan negra como la de sus manos y su cara. Posiblemente no se había lavado por lo menos durante los últimos veinte años. Lo interrogué nuevamente. Pero me fue imposible obtener una explicación aunque fuere aproximada. Era completamente idiota.

      Lo hice entrar en la bañera y comencé a fregarlo vigorosamente. Pero no salía nada. Sin dejarme amedrentar por esta primera tentativa fallida, redoblé mis esfuerzos. Al cabo de cinco minutos me di cuenta de que el jabón resultaba insuficiente y que debía encontrar otra cosa. Quise rascarlo con un cuchillo para sacar lo más grueso, pero empezó a lanzar alaridos de dolor. Algo descorazonado, me pregunté si no era mejor dejarlo cocinar en su propia salsa. Pero me dije que no podía dejar a un ser humano en semejante estado de abyección, y que mi deber más elemental consistía, por lo menos, en limpiarlo.

      Lo froté con piedra pómez; recurrí al esmeril, usé agua de lavandina. ¡Esfuerzo inútil! Sin embargo no desesperaba, ya que su piel comenzaba a caerse en distintos lugares. Inicié la búsqueda de los más diversos detersivos. Sucesivamente, la soda caústica, la bencina, la terebentina, la potasa se ensañaron vanamente con la epidermis de mi sudanés. Noche a noche yo llegaba con un producto nuevo. En cuando me oía, el sudanés se escondía en el otro extremo del departamento, pero yo lo arrastraba y recomenzaba mis experiencias. Mientras lo frotaba, elevaba hacia mí sus ojos de perro apaleado y lanzaba gemidos dolorosos. Sus miradas y sus quejas me hacían daño. Muchas veces estuve a punto de llorar, pero me burlaba de mi propia sensiblería, diciéndome que la salud de este desdichado bien valía esas torturas pasajeras, y que él sería el primero en darme las gracias.

      Su cuerpo ya no era más que una inmensa llaga. Calenté el agua de la bañera a temperaturas fantásticas. Sus llagas se volvieron horribles. Lo froté con arena mojada. La sangre brotaba de todos los poros. Lo raspé con vidrio molido. Se transformó en un conejo despellejado.

      Entonces comprendí que nunca llegaría a limpiarlo y que debía hallar otros medios, y me hice esta reflexión:

      “Los albañiles que limpian un edificio no se entretienen raspando una a una las partes sucias hasta hacer desaparecer la última. Se conforman con blanquearlo. Blanqueemos, pues, a mi sudanés.”

      Compré blanco de plata y le di varias manos a mi sudanés. Cuando se vio todo blanco, de pies a cabeza, su alegría no tuvo límites. Hacía cabriolas frente a los espejos, diciendo:

      -Tú, dueño bueno. Yo, lindo, lindo.

      Yo, dueño bueno… ¡Claro, ya que me tomaba tanto trabajo por su salud pedazo de animal…” El lindo, lindo, era harina de otro costal. Se lo hubiera tomado por un Pierrot enfermo. Pero tenía aspecto de limpio, lo que ya era un progreso.

      No alcanzo a explicarme si fue el blanco de plata que desapareció o si el polvo exterior lo cubrió; lo cierto es que al cabo de unos días, el blanco ya no existía en varios puntos. Mi sudanés parecía un tablero de damas con los escaques mal alineados. Lo usé para jugar al ajedrez.

      Después, los colores se mezclaron. Su cuerpo se transformó en una masa grisácea, espantosa, más horrible a la vista que el tinte negro del comienzo. Entonces me dije: “Está claro que el blanco no durará. Veamos… Los que pintan balcones, usan primero material colorado y encima pintan. Quiere decir que hacen falta varias manos. Debo empezar por el colorado que, probablemente, tiene más mordiente.”

      Compré minio. Fue un verdadero placer embadurnar a mi sudanés. Comprendí la alegría de los chicos cuando colorean sus álbumes de figuras. ¡Es realmente divertido!

      Cuando se vio todo colorado, de la cabeza a los pies, mi sudanés se mostró exultante y, mientras saltaba hasta el techo, repetía:

      -Tú, dueño bueno. Yo, lindo, lindo.

      Al día siguiente comenzó a quejarse de picazón en todo el cuerpo. Al segundo día lo agobiaron dolores espantosos. Al tercero, sus alaridos hicieron temblar la casa. Lo exhorté para que tuviera paciencia, haciéndole ver los progresos que habíamos logrado y prometiéndole un pronto fin a todos su males. Dejó de quejarse. Cuando juzgué que estaba suficientemente seco, le pasé una mano gris perla. Este color me gustaba y era un sensible progreso hacia el blanco.

      La vista de su persona gris perla de los pies a la cabeza, lo maravilló. De hecho, resultaba único, y yo estaba casi tan contento como él. Nadie tiene idea del espectáculo que representa un cuerpo humano totalmente pintado de gris perla. Les aconsejo que ensayen algún domingo que no tengan nada que hacer. Es simplemente maravilloso.

      Como debía salir de viaje, escribí en una hoja “Pintura fresca” y pegué el cartel sobre la espalda de mi sudanés. Cuando volví lo encontré en cama.

      ¿Era a causa del colorado? ¿Era a causa del gris? Lo cierto es que su epidermis ardía y, además, el color comenzaba a desaparecer. La espalda y las nalgas, a causa sin duda del roce con el colchón, eran casi negros; el vientre, casi colorado; la cara, casi gris; los brazos y las piernas, casi blancos. Y no cito los miles de matices intermedios. Nunca había visto tantos.

      Comprendí que todos mis esfuerzos pictóricos eran vanos y que debía encontrar otra solución. Y me dije: “Los colores no duran. Ensayemos con el dorado.”

      Compré, pues, litros y litros de oro líquido, que cuesta tremendamente caro. Pero yo no retrocedo ante ningún gasto cuando se trata del bien de mi prójimo.

      Cuando se vio reluciente de oro de pies a cabeza, fue el delirio. Balbuceaba sin cesar:

      -¡Yo, rico! ¡Yo, rico!

      Parece que nos veían desde la calle, pues vinieron a avisarme que dos sargentos de policía me buscaban. Me presenté ante los representantes de la ley, que me acusaron de haber robado el fantasma de la Bastilla. Les respondí que antes de hacer pesar sobre mí una acusación tan infamante, harían bien en asegurarse de la realidad de la desaparición. Entonces me dijo que iría a cerciorarse, mientras el otro hacía guardia en el corredor de mi departamento para impedir que me fugara.

      Mientras tanto, mi sudanés no dejaba de saltar delante de los espejos cantando: “¡Yo, rico! ¡Yo, rico!”

      Él sería rico, pero yo me di cuenta, al cabo de quince días, de que su fortuna comenzaba a declinar a ojos vista.

      Quedaban rastros sobre todos los muebles. Sembraba su oro por toda la casa. Tuve entonces la idea de nombrarle un consejero legal, pero me di cuenta de que cuando se iniciaran las formalidades judiciales haría ya mucho que había desparramando todo su oro y ya no le quedaría nada.

      Me pareció llegado el momento de probar con otra cosa y me hice el siguiente razonamiento:

      “Los colores no duran. El dorado tampoco. Sólo me queda una camino: voy a niquelarlo.”

      Sin pérdida de tiempo lo sumergí en un baño de níquel. Como al cabo de un cuarto de hora no daba señales de vida, fui a informarme de su estado. No me respondió. Debí esforzarme para sacarlo de la bañera. Estaba terriblemente pesado. Lo senté frente a mí. Permanecía, sin embargo, absolutamente inmóvil. Vagamente preocupado, lo sacudí por un brazo. Pero todo su cuerpo se sacudió, pues formaba un solo bloque rígido. El choque de los pies sobre el piso tenía resonancias metálicas. Apoyé la mano sobre su corazón. Estaba muerto. Entonces le hice colocar una hoja de parra, y ahora lo uso como pisapapeles.


      Edouard Osmont (1855-1909)

      Nota: La artista Sara Gavioli ilustró en el año 2010 La Governante de E. Osmont .

      lunes, 12 de septiembre de 2011

      Sobre la literatura popular. Harold Bloom.

      "Todos hemos experimentado la sensación de vacío que nos deja la lectura de literatura popular, en la que encontramos nombres sobre una página pero no personas. Con el tiempo, sin importar cuántas alabanzas haya recibido, este tipo de literatura se vuelve anticuada y finalmente se convierte en basura."

      Fragmento de Genios. Un mosaico de cien mentes creativas y ejemplares.

      domingo, 11 de septiembre de 2011

      Aparición. Leopoldo María Panero.

      Nuncio que entras abriendo las paredes de mi cuarto
      ¿eres del hombre o eres de la nada?

      (fragmento)

      Clásicos: Rap, Hip- Hop, Funk, Reggaeton, Playero,










































      lunes, 5 de septiembre de 2011

      Literatura, cultura y tiempo histórico. Mijaíl Bajtin


      "Las grandes obras literarias se preparan durante siglos, y en la época de su creación se recogen sólo los frutos de una prolongada y compleja maduración."


      Correo sentimental. Mark Twain .

      Mark Twain

      Los hechos que voy a narrar están consignados en la carta que me ha enviado una muchacha que vive en la hermosa ciudad de San José. No la conozco, y firma simplemente Aurelia María. También puede ser un seudónimo, pero poco importa. La pobre tiene el corazón destrozado por los infortunios que ha sufrido. Está tan perturbada por los consejos contradictorios de falsos amigos y de enemigos insidiosos, que no sabe qué partido tomar para librarse de la red de dificultades en que parece estar presa sin esperanzas. En su desesperación ha recurrido a mí. Me suplica que la aconseje, con una elocuencia que ablandaría hasta el corazón de una estatua. Esta es su triste historia.

      Tenía dieciséis años cuando conoció a un joven de Nueva Jersey, llamado Williamson Breckinridge Caruthers, unos diez años mayor que ella, y se enamoró de él con todo el ardor de un alma apasionada. Se pusieron de novios con el beneplácito de amigos y parientes, y por un tiempo su vida pareció inmunizada contra la desdicha, aun superando la cuota normal. Pero un día cambió la cara de la fortuna.

      El joven Caruthers contrajo una viruela de la especie más virulenta, y cuando se recuperó su rostro había quedado agujereado como una criba: su belleza había desaparecido definitivamente.

      Al principio, Aurelia pensó romper el noviazgo; pero, por piedad, se limitó a aplazar el casamiento para el año siguiente, dando una oportunidad al desdichado.

      La víspera del día en que debía realizarse el casamiento, Breckinridge, mientras miraba ensimismado un globo, cayó en un pozo y se quebró una pierna que hubo que amputarle más arriba de la rodilla. Aurelia pensó de nuevo en romper el compromiso, pero otra vez triunfó el amor, y el casamiento fue aplazado nuevamente para permitir que su novio se restableciera.

      Pero un nuevo infortunio se abatió sobre el desdichado novio. Perdió un brazo a causa de un cañonazo perdido durante los festejos patrios, y, tres meses después, una máquina cardadora le arrancó el otro.

      El corazón de Aurelia quedó casi paralizado ante estas nuevas calamidades. No podía dejar de sentir una tremenda aflicción al ver cómo su enamorado la abandonaba pedazo a pedazo, pensando que de seguir con ese sistema de progresiva reducción pronto no quedaría nada y no sabiendo de qué modo detenerlo en tan funesto camino. En su terrible desesperación, casi lamentaba, como un comerciante que se obstina en un negocio y cada vez pierde más, no haber aceptado a Breckinridge al principio, antes de que hubiese sufrido tan alarmante depreciación. Pero su corazón venció y resolvió esperar una vez más la recuperación de su novio.

      Nuevamente se acercaba el día del matrimonio, y una vez más aparecieron los nubarrones de la desilusión. Caruthers se enfermó de erisipela y perdió completamente la visión de un ojo. Los amigos y los parientes de la muchacha, considerando que había demostrado más generosidad de la que podía exigírsele, intervinieron otra vez e insistieron para que rompiera de una vez por todas el compromiso. Pero, tras una breve vacilación, impulsada por toda la generosidad de sus honorables sentimientos, dijo que había reflexionado largamente sobre el asunto y que no podía hacer a su novio ningún reproche. En consecuencia, aplazó una vez más la fecha y Breckinridge se rompió la otra pierna.

      Fue un día realmente doloroso para la pobre muchacha, aquel en que los cirujanos le llevaron con respeto la bolsa cuyo uso ya conocía por experiencias anteriores, y su corazón vislumbró la cruel verdad: otra vez había desaparecido algo de su novio. Comprendió que el campo de su afecto disminuía día a día, pero insistió y renovó su compromiso.

      Finalmente, pocos días antes del término fijado para el casamiento, ocurrió una nueva desgracia.

      El único hombre a quien los indios de Owen River hayan arrancando el cuero cabelludo, fue Williamson Breckinridge Caruthers, de Nueva Jersey. Iba a reunirse con su novia, exultante de alegría, cuando perdió para siempre su cabellera. Y en esa hora de amargura, maldijo la irónica situación que le permitió salvar la vida.

      En definitiva, Aurelia se encuentra perpleja ante la conducta a seguir. Ama todavía a su novio, me escribe –o, al menos, lo que resta de él-, pero su familia se opone tenazmente al casamiento. Breckinridge no posee fortuna y está imposibilitado para cualquier trabajo. Ella, por su parte, no tiene medios suficientes como para subvenir cómodamente a las necesidades de ambos. “¿Qué hago?” me pregunta en su duda cruel.

      Es una cuestión delicada. Es una cuestión de cuya respuesta puede depender la vida de una mujer y de casi los dos tercios de un hombre. Pienso que sería asumir una responsabilidad demasiado grande si respondiera con algo más que una sugestión.

      ¿Cuánto costaría reconstituir un Breckinridge completo? Si Aurelia puede afrontar los gastos, que compre para su mutilado enamorado piernas y brazos de madera, un ojo de vidrio y una peluca para que quede presentable. Que le conceda entonces veinticuatro días, sin postergación, y si en ese lapso no se rompe la crisma, que corra el riesgo de casarse con él. De cualquier modo, no creo que al hacerlo se exponga a un riesgo muy grande.

      Si su novio, Aurelia, cede todavía a la loca tentación que lo impulsa a quebrarse algo cada vez que se le presenta la ocasión, su próxima experiencia le resultará, seguramente, fatal, y entonces usted quedará tranquila, casada o no. Casada, las piernas de madera y otros objetos, propiedad del difunto quedan en poder de su viuda y de este modo usted no pierde nada, como no sea el último fragmento viviente de un esposo honesto y signado por el destino, que intentó toda su vida hacer lo mejor pero que tuvo en su contra sus extraordinarios instintos de destrucción. Haga el intento, María. He pensado largamente al respecto. Es la única conducta razonable.

      En realidad, Caruthers hubiera procedido mucho más cuerdamente si en su primera experiencia hubiera comenzado por romperse el cuello. Pero ya que ha elegido otro método, decidido a sobrevivir el mayor tiempo posible, no creo que podamos reprocharle haber hecho lo que más le gustaba. Lo que sí debemos hacer, es sacar el mayor provecho de las circunstancias dadas sin sentirnos amargados contra él.

      viernes, 2 de septiembre de 2011

      Solititos en todo el universo. Horacio Castellanos Moya.

      Fuente: Bend me over

      Ha llegado, expansiva, los ojos brillosos, un poco despeinada, su minifalda negra ajustadísima, las piernas torneadas, morenas, tentadoras, quizás aún erizadas por el tacto de unas manos sin duda demasiado ansiosas.

      -Estuve con Guillermo anuncia, triunfal, fresca, con la culpa hecha una pelusilla en el fondo de su bolsa de mano-, el director de cine del que te he hablado.

      Cierro la revista y me repantigo en el sillón, a escuchar una historia redonda, sin aristas ni flancos, en la cual yo debería hurgar casi con delicadeza.

      -Estoy contentísima –afirma-. Me propuso que adaptara un cuento de Ben Caso, ¡Imaginate! Guillermo es uno de los directores más importantes del país. La producción está asegurada, con publicidad y todo. Aún me cuesta creerlo…

      Se tira en el sofá, despatarrada; su calzoncito rojo, el más sensual, apenas un cordón entre las nalgas, estará húmedo, impregnado de placer, oloroso a semen.

      -¿Fue a tu oficina? –aventuro.

      -Pasó por mí –explica-. Fuimos a una cantina preciosa, en el centro. Ahí estaba buena parte del grupo que siempre trabaja con Guillermo. Son unos tipos alivianadÍsimos, entusiastas… Me tomé tres tequilas; vengo medio japi…

      Calculo la hora: si salió de la oficina como a la una, pudo haber pasado revolcándose en un motel, o en el apartamento del director lo más probable, el tiempo suficiente como para que sus labios vaginales estén encarnados, exhaustos.

      -Para mí es un reto –dice-. Por primera vez tengo la oportunidad de demostrar mi capacidad como guionista. Y no con cualquiera, sino con un director de prestigio. No sabés cómo me alegra que Guillermo tenga fe en mí, que me apueste en serio…

      Ahora se tiende sobre el sofá, boca abajo, el trasero voluptuoso ceñido a la perfección.

      -El cuento es muy loco –continúa-. Ahí está en mi cartera. Me gustaría que lo leyeras para que me dieras tu opinión.

      Me pongo de pie, como si fuera por su cartera, pero enfilo hacia el sofá. De un brinco me siento horcajadas sobre su cintura, cabalgándola; presiono su nuca y la increpo:

      -La verdad, putía…

      -¡Me hacés daño! –exclama, tratando de darse vuelta para tirarme al suelo-. ¡Soltame!

      Sin aflojar la presión, me acerco a su oreja y le susurro:

      -La verdad…

      -¡Te digo que me soltés, pedazo e idiota!

      Caigo sobre la alfombra. Vuelvo al sillón.

      -Por eso no me gusta contarte nada –dice, indignada, mientras se arregla la falda, la cabellera-. Sos un mugriento celoso. Para vos todo el mundo es como vos, que te acostás con la primera que se te pone enfrente…

      Se dirige a las escaleras, soberbia; los muslos inflamados podrían reventar esa faldita. Cierra la puerta del baño.

      Alcanzo su cartera. Reviso su agenda, los cierres laterales, el cuaderno de apuntes. Nada. Tomo el libro de cuentos. La dedicatoria es suficiente. “Para Pamela, con la certeza de esta intensidad”.

      Vuelvo al sillón. Entonces comprendo. Subo a los brincos las escaleras. Toco la puerta del baño.

      -Me estoy meando. Podrías apurarte por favor…

      En este momento ella ha echado el agua. En seguida sale, empurrada. Apenas expelo un chorrito. Abro el grifo al máximo y destapo el bote de basura. Mi suerte no puede ser mejor: la sirvienta, Natalia, recién limpió el bote. Sólo veo un papelito higiénico arrugado y un minikotex. Éste tiene un olor agrio, pero el otro despide un vago aroma a semen.

      Ha bajado las escaleras y ahora pone un disco de Miguel Bosé.

      Salgo del baño con el papelito en la mano. Lo huelo de nuevo y lo guardo en el armario, entre mi ropa interior. -¿Viste los cuentos? –grita desde la sala.

      -Ese tipo te ha tomado el pelo –digo mientras bajo las escaleras-. No creo que exista ningún guionista que pueda hacer algo mínimamente decente con esos cuentos…

      -Ni que ya los hubieras leído…

      -Basta con la portada del libro.

      Tomo el teléfono y marco el número en el que dan la hora: son casi las cinco de la tarde. Vuelvo a mi sillón, a la revista, al artículo sobre comunicación en el espacio.

      -Este artículo dice que nunca hemos podido comunicarnos realmente con otros mundos allá en el espacio sideral –comento.

      -Voy a hacerme algo de comer –dice.

      Debe estar hambrienta. La sigo a la cocina.

      -Nunca se ha detectado una señal definida de que alguien quiera comunicarse con nosotros –agrego-. ¿Captás? Solititos en todo el universo. Deberían hacer una película sobre eso.

      Me siento en un banco.

      -Con vos no se puede hablar –dice, con fastidio.

      Le paso la sal. El dichoso director se la habrá cogido con la faldita puesta, así de pie, con los brazos apoyados en la estufa, el culo parado y el calzoncito en el suelo. Empiezo a excitarme. Me paro detrás de ella, como si fuera a inspeccionar lo que está preparando.

      -¡Dejame! –gruñe cuando le sobo el trasero.

      -No sé por qué en lugar de escribir tus ideas tenés que adaptar ese ripio –regreso al banco-. Alguien te está tomando el pelo. No hay duda. A menos que vos seás la deseosa de quedar bien. O quizás todo sea un tremendo cuento que venís a recetarme.

      Ahora me ve con seriedad, preocupada. Pero no dice nada. Termina de sazonar la carne y se empina a buscar la cacerola en la alacena. Nada tan sensual como la curva donde inicia su trasero. Tiene que haberle mordisqueado esas nalgas, ensalivado los muslos, ni dudarlo.

      Salgo e la cocina, subo las escaleras, entro al cuarto, abro el armario, saco el papelito higiénico, lo aspiro una y otra vez: por momentos el olor resulta escabullizo, inasible.

      Entonces suena el teléfono.

      Ella corre desde la cocina.

      -Aló –dice, agitada.

      Guardo de nuevo el papelito entre mi ropa interior. Sigiloso, evitando el menor ruido, me desplazo hasta el borde de las escaleras.

      -Esperame un momento, que voy a apagar lo que tengo en el fuego –dice.

      Me acomodo en el escalón para hurgar en sus murmullos.

      2

      -Describime a Guillermo –le pido.

      Estamos acostados, frente al televisor. Un tipo habla con entusiasmo sobre la próxima serie mundial de beisbol.

      Recién la he besado, he acariciado su vientre, como en el inicio de una tregua. Pero ahora ella está alerta de nuevo.

      -No vayás a comenzar otra vez con esa necedad –advierte.

      -No es necedad –explico, mientras beso sus párpados-. Pura curiosidad. Describilo…

      Le muerdo el labio inferior: lo succiono pacientemente.

      -No en este momento –dice. Empieza a excitarse.

      Le desabotono la blusa. Beso sus senos, pequeños, casi masculinos. Ríe. Afirma que siente muchas cosquillas.

      -¿Es alto? –pregunto, mientras ensalivo el caminito de su ombligo. Le quito la faldita.

      -Necio… murmura, contorsionándose.

      -¿Es alto? –insisto.

      -Ajá…

      Muerdo su pubis, el elástico del calzoncito rojo.

      -Es alto y medio gordo…

      Mordisqueo sus labios vaginales, pero por sobre la tela del calzoncito.

      -¿Blanco o moreno?

      -Pálido…

      Ahora la punta de mi lengua comienza a recorrer sus muslos. La pongo de espalda. Le quito el calzoncito. Ensalivo sus nalgas, las muerdo. Juego con mi lengua en su ano.

      Empieza a gemir.

      Lamo el caminito de su columna hasta la nuca.

      -¿Es peludo? Quiero decir: ¿tiene el pecho velludo? –susurro en su oreja.

      -No sé. Nunca le he visto el pecho… –musita.

      -Teneme confianza. Contame…

      Chupo su oreja, me deshago de mis pantalones, calzoncillos, camisa. Mi lengua se regodea en la curva del caminito donde se quiebra su cintura. Le hurgo su coño ya tremendamente humedecido.

      -¿Coge mejor que yo? –pregunto.

      -Ya dejá eso. No seás tontito… -jadea.

      Me encaramo en ella. Froto mi verga en su culo. Le pido que se ponga de rodillas, en cuatro patas. La penetro y me agarro con fuerza de sus caderas. La vista de ese trasero encumbrado, ensartado, me excita al máximo.

      -¿Te cogió así? –murmuro.

      No dice nada. Agitada, jala aire con la boca. Súbitamente, me salgo y me pongo de pie sobre la cama. Gimotea. La tomo del cabello. La acerco a mi pene palpitante. Lo succiona, casi con ferocidad.

      -¿La tiene más grande que yo? –insisto.

      Parece que no me oye. Glotona, chupa, succiona, da lengüetazos, se lo restriega en las mejillas. Me imagino que soy un tipo alto y medio gordo, pálido, con el pecho velludo. Mi placer se intensifica. La veo distinto, tal como pudo haber sido con él. Soy Guillermo y ella la mujer de un tipo que no sabe que ahora me la está chupando con furor, moviendo cada vez más frenéticamente la cabeza pidiéndome que la llene de semen. Siento que me vengo. La empujo hacia atrás. Pienso en mi abuelita, después de la gorda asquerosa que despacha en la tienda de la esquina.

      Ella está tirada, con las piernas abiertas, anhelando que la penetre. Un poco más relajado, me acuesto sobre ella. Entro despacio en su agujero resbaloso y comienzo a moverme, lenta, delicadamente.

      -Quiero que me hagás un favor… -le soplo al oído.

      -Dejame cerrar las piernas, apretarte… -pide.

      Ahora empiezo a rotar mis caderas. Por momentos sólo la cabeza adentro. Ella gime.

      -Si me prometés cumplir el favor te dejo hacer lo que querrás –musito.

      -¿Qué favor?

      -Te lo explico después, cuando ya me vaya a venir. Nada más se trata de decirme lo que te pida…

      -Quiero apretar las piernas –repite-. Te digo lo que querrás.

      La dejo cerrar las piernas.

      -Me encanta… -gime.

      Imagino que desvirgo a una adolescente; la presión sobreexcita los bordes de mi bálano.

      -¡Más rápido!... –grita.

      De nuevo soy el tipo alto y medio gordo, pálido con el pecho velludo. Me muevo con mayor intensidad.

      -Me voy a venir –anuncia-. ¡Más, por favor, no parés!...

      Reafirmo mis rodillas y arremeto con todo. La verga que tiene adentro no es la mía, sino una más grande, la de Guillermo.

      -Ahora cumplí tu promesa. Decime “¡Más Guillermo, más!”…

      Mis movimientos son terminantes, definitorios.

      -No seás tonto… Besame… ¡Aquí vengo!...

      -“¡Guillermo, mi amor, cógeme hasta que reviente!”. ¡Repetilo! –ordeno.

      Pero ella no responde, en el vórtice del espasmo. Entonces me tiro a un lado de la cama. Se retuerce, de pronto vacía, incontrolable. Se me abalanza, manoteando para agarrar mi verga y meterla entre sus piernas. Forcejeamos hasta que de nuevo quedo sobre ella. Ahora me muevo frenéticamente.

      -Me vas a decir lo que te pida o me salgo otra vez… -advierto.

      Enrolla sus piernas en mi espalda. Se agarra a mis caderas, revolviéndose.

      -¡No parés, por favor!...

      La tomo con ambas manos del cuello. Culeo al máximo, como para destrozar las paredes de su vagina. Una vez más está en los linderos del orgasmo. Sin dejar de moverme, voy apretando su cuello.

      -¡Repetí!: “¡Guillermo, mi amor, sos increíble!…” –la increpo.

      Abre la boca, como si quisiera decir algo, pero tan sólo busca aire, pues mis manos se han cerrado con fuerza.


      Los centroamericanos (antología de cuentos).

      Selección y prólogo de José Mejía.