lunes, 31 de marzo de 2014

Devolución de la fe al más escéptico. Héctor Abad Faciolince




"Siento que otros, y no yo, son capaces de escribir una buena novela. Y sé que para emprender esa travesía del desierto que es escribir una novela hay que empezar por lo menos con la ilusión de que uno será capaz de no morirse de sed en el intento. Aunque no estoy seguro ni siquiera de esto: Javier Cercas, Rosa Montero y el mismo Vargas Llosa insistieron en que uno siempre debe seguir adelante, y escribir y escribir, así se ahogue en la mitad del océano. Pienso hacerles caso: escribir una novela es de todos modos una aventura fascinante; incluso una novela fallida nos puede decir mucho sobre lo que somos realmente. Un entusiasmo como el de Vargas Llosa es capaz de devolverle la fe al más escéptico."


Seguir leyendo: Un cura sin fe

jueves, 20 de marzo de 2014

Náufragos o el talento narrativo de Dennis Arita. Hernán Antonio Bermúdez



Dennis Arita
 
                                                                                                                   
                                                Hernán Antonio Bermúdez


“náufragos que sólo alcanzan a reconocerse cuando logran
confluir en una danza o juego” (p. 96)
                                                                                                                        
En el 2008 Dennis Arita inició su trayectoria como narrador al publicar Final de invierno, libro que agrupa cinco cuentos, el último de los cuales le da el título al volumen. Cabe decir que su voz autoral no se parece a ninguna otra. Impregnado de atmósferas y personajes de clara estirpe onettiana, Dennis Arita pareciera trabajar en un taller secreto del lenguaje, fraguando una estética peculiar que traspasa las inflexiones de la lengua a su propia búsqueda expresiva.

El linaje de Juan Carlos Onetti en estos relatos se detecta por el clima de derrota, confinamiento y hastío de los personajes principales. Y aun cuando ocasionalmente puedan adoptar un inusual aire de liviandad, tiemblan y hacen relucir su fragilidad subterránea.

Lo que sucede en Final de invierno es un continuo fracaso, una comprobación tras otra de la inutilidad de actuar. La comunicación no tiene cabida en este universo cerrado y gélido (allí, además, para mayor énfasis, siempre hace frío y llueve), y se la rehúye de manera constante. Así, cuando se desencadena cualquier situación en que cabría esperar un diálogo, el protagonista se desconecta y deambula en un ámbito propio y ajeno. Las raras veces en que se intenta establecer una aproximación con algún interlocutor, ésta ineluctablemente fracasa o se malogra.

Aparte está el terrible aburrimiento o desazón existencial que domina a todos los personajes que siempre parecen querer desligarse del sombrío lugar en que se encuentran (“la vida está en otra parte”, como diría Milan Kundera). Estos gesticulan como mónadas aisladas, y, si acaso, los diálogos lacónicos marcan la distancia que escinde al protagonista de los demás personajes o, como suele decirse, “el mutuo enigma de un ser frente a otro”.

En el territorio literario de Dennis Arita refulge permanentemente la imagen de oscuridad. Se trata de una opacidad irremediable y de un misterio difuso que corroe el hábitat de estos cuentos. Es más, se está en presencia de una manera elusiva, oblicua, de narrar, donde la soledad resulta un fenómeno del todo pesaroso (desastroso quizá), pero sin bordear el patetismo. A veces con una trama próxima a la de los sueños, con su lógica alucinada y sus apariciones (y desapariciones) inexplicables.

En tal sentido, en los relatos de Final de invierno, emparentados por su textura depresiva y su crispación febril, la acción narrativa y el contexto que la rodea poseen una cierta condición onírica: las figuras se coagulan en torno a una lúcida y delirante obsesión de pesadilla.

En todos ellos, el protagonista, Figueroa en “El río”, Sierra en “Casas”, Peralta en “Monstruo”, Juan Mendoza en “Edificios después de la lluvia” y el de “Final de invierno” (cuyo nombre se escamotea), es un individuo angustiado o bien desmoralizado: se trata de sujetos exhaustos, desengañados, suspicaces, con los afectos rotos o al borde de la zozobra.

   Así en “El río”, “Figueroa no puede decir si acaba de perder la noción del tiempo y de las distancias o si ha sido siempre así” (p. 19) y “las sensaciones le llegan como atravesando distancias cubiertas de niebla” (p. 20). “Todo es para él como un río llevándoselo hacia la nada” (pp. 24 y 25).
  En “Casas”, “Sierra se sentía cada vez más lejos, como si se lo llevara la corriente de un río, igual que un tronco o una rama” (p. 47), y “es incapaz de recordar” (p. 46).
  En “Monstruo”, a Peralta “lo perturbó la sospecha de que por alguna razón estaba perdiendo contacto con la realidad” (p. 55) y “todo quedaría en el límite de lo indefinido” (p. 58).
  Mendoza en “Edificios después de la lluvia” se mueve en “la sombra verdosa y casi submarina en que parecían flotar los objetos” (p. 76).  

El cuento titular del libro, “Final de invierno”, es a mi juicio el más logrado. No por casualidad éste dio su nombre al libro entero. Además, tanto en él como en “Edificios después de la lluvia” se destaca un “yo” más cargado de importancia individual: es el narrador. En efecto, estos dos relatos están escritos en primera persona del singular: cuentan las vivencias y las reacciones de figuras protagónicas (proto/agónicas) que son, de alguna manera, una delegación del autor aunque, por supuesto, sin confundirse con ellas. Es decir, el autor les presta su voz, su estilo, pero los personajes (como no podía ser de otra manera) poseen las dimensiones de creaturas literarias, con su peso específico propio.

En definitiva, los protagonistas difieren poco entre sí y parecen variaciones de un modelo compartido. Eso sí, la hilación de los hechos discurre lenta, lo que carga a la prosa de una dramaticidad a ratos exasperante. La valía de los relatos depende más de su ciclo verbal que de los consabidos componentes anecdóticos que puedan contener. Con todo, el último cuento es un prodigio de intensidad y de dosificación de los efectos, como un mecanismo destinado a culminar con el manotazo de la frase final.

Dennis Arita posee, en suma, una escritura depurada, precisión de vocabulario, pudor expresivo, continuos hallazgos descriptivos y casi ausencia total de tanteos o vacilaciones (las excepciones son minúsculas). Final de invierno es un excelente primer libro y le abre paso, además, a Música del desierto (2011) que confirma y consolida su enorme talento narrativo.


                                                                                         Tegucigalpa, marzo del 2014


Continuación de ideas diversas. César Aira



"Lo difícil es escribir, no escribir bien. En los talleres literarios se puede aprender a escribir bien, pero no a escribir. Para escribir bien hay recetas, consejos útiles, un aprendizaje. Escribir, en cambio, es una decisión de vida, que se realiza con todos los actos de la vida."

César Aira, "Continuación de ideas diversas", Ediciones Universidad Diego Portales, 2014.

miércoles, 12 de marzo de 2014

Página al azar. Gustavo Campos





 Fotograma: Amor en fuga. François Truffaut

Página al azar: 

Y cada vez que digo te amo, es una vez menos que te amo. Y a cada acto de decir amor y de repetirlo hasta inundar tu incredulidad de mujer sagaz, herida y susceptible, le restás credibilidad a una palabra que no es palabra, y que desapareció de mis labios desde su pronunciamiento, y tu escepticismo aprovecha esa fórmula de resta, y vuelvo a decirte te amo, y cada vez que lo digo es una vez menos que te amo y agoto en mi proceder el amor que sentía por vos, como si el énfasis mío en pronunciarlo tuviera por fin ir desasiéndome de vos, irme yendo, poco a poco, de la gravedad que ejerce tu cuerpo en mi cuerpo, y el amor se vuelve un punto fijo, repelido por tus desaires protectores, que son tu muro, y cada vez que siento decirte algo nacido desde este vacío que por momento ocupás, lo desechás y amenazás cada acto o gesto que pudiera devolverte la fe en el amor, y quedo lanzado al vacío como piedra que espera caer en las aguas, y aguarda, mientras la gravedad acelera su velocidad y visualiza un tsunami de tu corazón que la devolverá; y no quedará rastro en tus venas ni desdichas ni mal de amores, pero cada vez que pronuncie te amo, a pesar de que sé que me evadirás, cada vez que te ame exigirás tu liberación, y no me creerás, por eso, hoy, después de analizar la forma adecuada para que creás comprendo que pronuncio lo que retrotraerá una respuesta negativa; y me remachás que no creés en eso de repetir incansablemente te amo porque las palabras se gastan, pero te pregunto ¿quién las gasta?, ¿quién va royendo el te amo en el tiempo?, ¿en el espacio de tu memoria?, ¿lo deshacen la saliva, las cuerdas vocales, la lengua y los dientes?, ¿o el aliento cansado de un hombre que cree en su fortaleza? Lo que llamás palabras para el viento no son sino palabras que huyen de nosotros, que deciden salvarse, de nuestra naturaleza de humanos, y la palabra busca su propia salvación, busca en qué boca anidarse y ser creíble para un oído que le pertenezca no a hombre o mujer, sino al mismo amor, que pertenezca a ese antes del subconsciente, que no le pertenece a la memoria ni al hombre, sino a la esencia, a la necesidad de su hallazgo y resonancia y multiplicación celular de amor —hasta científico puedo sonar—, y tenés razón, pero si en el ideal los te amo huyen de nuestra frialdad, de nuestro  desentendimiento, el te amo se hará frase y se hará de nuevo y volverá a nacer y quedará estático en el sitio correcto del sentimiento, será amor, dejándonos solos, exiliándose de nuestras mentes, de nuestra incomprensión, entonces seremos nosotros, al darse vuelta de tuerca, quienes quedemos solos y sin timón y sin razón, sin una mirada que amortigüe lo perdido, sin una soledad que ofrecer y una compañía que exigir, y, sin embargo, descubrimos que aún hay quien nos rescate: esa palabra que se extinguió y en la que no creímos volverá a socorrernos, posesionándose nuevamente de nuestra boca, corazón, ojos, glándulas y oídos, solo para que volvamos a perder ese amor en el renacimiento del te amo que desaparece tan pronto lo pronunciamos, cada vez que lo declaramos quedamos al margen de nosotros mismos; más adelante, con la esperanza trunca, los brazos abajo, las rodillas contra el suelo y la cabeza contra las manos como reteniendo el llanto, en idéntica posición que un feto, buscaremos con insistencia ese eco dentro de nosotros, para borrarnos la incredulidad de la que fuimos objeto, y creeremos de nuevo, y pronunciaremos te amo, una, dos, tres, cien veces, para que pronto deje de existir, y nos amemos, con regularidad, una vez menos, para dejar de amarnos por siempre, en el ciclo de la vida.  

del extraviado libro Vidas posibles
pp 82-83, Katastrophé (HN, 2012)

sábado, 8 de marzo de 2014

Prodigios. Luis Eduardo Aute




Letras
De pronto vi prodigios,
mareas de sombra y de luz
subiendo por tu cuerpo
en el centro de un contraluz...
Oculto, a tus espaldas,
el sol levantaba un altar...
La luna en tu pupila
era una perla flotando en el mar...
Y desperté
del sueño o maravilla,
no lo sé...
Y me volví,
dormías dulcemente
junto a mí...
"Despierta, amor..."
te dije y todo ardía
alrededor.
Volvieron los prodigios,
pero ahora eran pura verdad...
tu cuerpo era la tierra
y yo, el centro de gravedad...
El tiempo se detuvo
creando un instante inmortal...
Tu cuerpo era el principio
y el mío, su punto final...
Y me dormí,
vencido por el sueño
junto a ti...
luego soñé,
soñé que despertaba
y te busqué
Te fuiste, amor...
y sólo hubo ceniza
alrededor.
Y ya no vi prodigios
ni luces, ni sombras, ni mar
Tu cuerpo era un vacío
y su centro, el frío polar...
El sol de medianoche
cayó en un eclipse total...
La luna dibujaba una guadaña
de juicio final..
Y desperté
del sueño o pesadilla,
no lo sé...
Te descubrí
velando mis terrores
junto a mí...
Volviste, amor
Y ardía el Universo
alrededor...

miércoles, 5 de marzo de 2014

LA LABOR DE SARA ROLLA. Hernán Antonio Bermúdez




      
Foto: J. R.



Hernán Antonio Bermúdez

Desde hace varios años vive entre nosotros Sara Rolla, profesora de literatura, crítica y ensayista. De nacionalidad argentina, se caracteriza por la lucidez irónica, el desasosiego y la inconformidad constantes, la finura de las comparaciones y la capacidad para derivar conclusiones reveladoras a partir de ellas.

En sus escritos hace ver que el arte literario tiene que poseer un mundo propio para convencer al lector, así como un estilo capaz de proveer la unidad orgánica de una sola pieza.

Sara Rolla también hace ver que la escritura y lectura de textos de ficción produce un efecto bienhechor en la mente humana, al profundizar y refinar la percepción, además de enriquecer (nos) tanto en el plano emocional como en el intelectual.

Por lo demás, ella posee algo vital: una visión anti-provinciana, producto de su sólido y matizado marco de referencias culturales que deriva del ámbito rioplatense en que se formó. Sus aptitudes le permiten siempre trazar un diagrama crítico de la obra considerada, rescatando su vivacidad, a diferencia de los modelos basados en simples análisis de sangre fría, que nunca satisfacen, salvo  quizá a algunas secas mentes académicas.

  Su obstinada labor ha tenido una incidencia para nada despreciable en la literatura hondureña y ha actuado como fermento y espuela de la ola de creatividad literaria que experimenta actualmente San Pedro Sula, ciudad donde reside ya jubilada como docente universitaria.

  ¡Bravo, Sara! 

                                                Tegucigalpa, marzo del 2014