¿Por qué escribir? Siempre tengo
la sensación, al mismo tiempo muy modesta e hiperbólicamente presuntuosa, de no
tener qué decir. No pienso que tenga en mí algo interesante que me autorizaría
a decir: “He aquí el libro que yo mismo proyecté, sin que nadie me lo pidiera”.
¡Cuánta vanidad se requiere para decir: “He aquí lo que pienso, lo que escribo,
y que merece ser publicado y lanzado al mundo”; y cuánta serenidad para decidir
publicar algo, enviar un mensaje a la humanidad! Para esas cosas siempre tengo
una suerte de sonrisa escéptica e impaciente. Lo que en parte me exime de esa
sospecha de vanidad es que me pidieron que viniera, me plantearon una pregunta,
y entonces me siento menos ridículo, menos presuntuoso, porque respondí
educadamente a una ocasión, a una invitación. Desde luego, esta modestia no
fingida es compatible con una suerte de hiperbólica presunción, como si en definitiva
cualquier cosa que dijera fuera interesante. Habrá una ocasión, se dirá que
hablé, y será signado o signante, hará historia, hará acontecimientos; no será
interesante porqué habré develado una verdad, sino porque habrá habido una performance. Todos estos textos son performances performativas, y basta una performance así para que la filosofía de
la historia encuentro su límite: la filosofía de la historia dice aquello que
fue, aquello que es y aquello que será; no da cabida a la performance. No bien
se da un performativo, y algo acontece gracias al discurso y en el discurso, la
filosofía de la historia queda menoscabada.
Jacques Derrida y
Maurizio Ferraris, El gusto del secreto,
pp. 88-89.