——— ¿Cómo ha podido usted, señora,
estar tan distraída durante la lectura del último capítulo? Le he dicho a usted
en él que mi madre no era papista. ———¡Papista! Usted no me ha dicho tal cosa,
señor. —Señora, le ruego que me permita volver a repetírselo una vez más: se lo
he dicho por lo menos con tanta claridad como las palabras, por inferencia
directa, se lo podían decir a usted. ——En ese caso, señor, debo de haberme
saltado una página.——No, señora,—no se ha saltado usted ni una palabra.———Entonces
es que me he quedado dormida, señor.——Mi orgullo, señora, no puede consentirle
este recurso.——Pues le aseguro que no sé nada en absoluto acerca de esa cuestión.——Ese
es un fallo, señora, que le achaco enteramente a usted: es justamente lo que le
reprocho; y, en castigo, insisto en que retroceda inmediatamente —es decir, en
cuanto llegue usted al próximo punto y aparte— y vuelva a leer de cabo a rabo
el capítulo anterior.
No le he impuesto esta penitencia
a la señora ni por capricho ni por crueldad, sino por el mejor de los motivos;
y en consecuencia no pienso pedirle ningún tipo de disculpas por ello cuando
regrese:—lo he hecho para escarmentar a la viciosa costumbre, que con ella
comparten miles de personas en las que subrepticiamente se ha introducido y
asentado,—de leer todo seguido hacia delante, más en busca de las aventuras que
de la profunda erudición y conocimientos que un libro de esta índole, si se lo
leyera todo entero y como es debido, impartiría indefectiblemente junto con aquéllas.——La
mente debería estar acostumbrada a ir haciendo sabias reflexiones y sacando
interesantes conclusiones a medida que avanzara en la lectura; este hábito hizo
afirmar a Plinio el joven ‘que nunca leía libros tan malos como para no sacar
ningún provecho de ellos’[106]. Las historias de Grecia y Roma, recorridas sin
estas disposición y aplicación,—sirven de menos, afirmo, que la historia de Parismus
y Parismenus, o que la de los Siete Campeones de Inglaterra leídas con ellas[107].
———Pero aquí llega ya mi bella
dama. —¿Ha vuelto usted a leer el capítulo de cabo a rabo, señora, como le
encomendé?—Lo ha hecho. ¿Y no ha reparado usted, a la segunda lectura, en el párrafo
que admite la inferencia?———¡Ni en una palabra tan siquiera! —Entonces, señora,
haga usted el favor de examinar bien a fondo la antepenúltima línea del capítulo,
en la que me encargo de decir ‘que para que yo fuera bautizado sería necesario
que naciera antes’. Si mi madre, señora, hubiera sido papista, no habríase
seguido consecuencia tal (108).
Es una desgracia terrible para
este libro mío (pero todavía lo es mucho más para la República de las Letras,—así
que mi propio caso particular queda con creces englobado en esta segunda
consideración)—que el ya mencionado y vil prurito de nuevas aventuras en todos
los órdenes esté tan arraigado en nuestros hábitos y humores;—y, así, estamos
todos tan ávidos de satisfacer la impaciencia de esta faceta de nuestra
concupiscencia—que sólo las partes más indecorosas y más carnales de una composición
serán bien recibidas[113]. —Las sutiles insinuaciones y las veladas enseñanzas
de corte científico se evaporan, como espíritus, hacia arriba;——la pesada
moraleja se precipita hacia abajo; y tanto las unas como la otra se pierden
para el mundo tanto como si se hubieran quedado en el fondo del tintero[114].
Confío en que el lector varón no
haya dejado pasar por alto demasiadas insinuaciones, enseñanzas y moralejas tan
singulares y curiosas como ésta en que la lectora hembra ha sido pillada.
Confío en que todo esto surta sus efectos;—y en que todas las buenas personas,
tanto varones como hembras, aprendan, merced al ejemplo de la señora, tanto a
pensar como a leer.
Sterne Laurence