NARRATIVA
FANTÁSTICA CENTROAMERICANA
Por
Moisés Elías Fuentes
Vanguardista,
insolente, veinteañero, hacia 1926 Luis Cardoza y Aragón escribió, en su
extenso poema en prosa Maelstrom (Films
telescopiados):
“Es difícil explicarse: aún tienen poco talento las palabras. ¿Comprenderán
bien mi pensamiento los españoles? Para ellos la dificultad es doble: ¡hablan
tan mal el idioma hispanoamericano!”. Con descarada ironía, el joven poeta
guatemalteco festejaba la concreción de una labor que iniciaron los modernistas
en las últimas décadas del siglo XIX, y que coronaron con iconoclasia
renovadora y sagaz los vanguardistas: la reinvención del español, que dejaba de
ser dominio de España, para transfigurarse en patrimonio de España e
Hispanoamérica.
“El
idioma hispanoamericano” apuntó Cardoza y Aragón, pero bien sabía él mismo que
se trataba y se trata de muchos hispanoamericanos, creados no a partir del
hieratismo academicista, sino con base en la espontaneidad de los apuros
comunicativos que tuvieron que resolver los españoles y los habitantes
originarios de América durante la Conquista y la Colonia. Acentos, modismos,
acepciones, derivaciones y adopciones poblaron al idioma español, a grados
tales que se empobrecería esta lengua si negáramos la existencia y la fuerza
creativa del español de México, de Colombia o de Argentina, por señalar tres
casos.
Como
Cardoza y Aragón, otros vanguardistas centroamericanos comprendieron el
advenimiento definitivo y definitorio del idioma hispanoamericano y, por ende,
del idioma centroamericano, o, para mejor decir, de los idiomas
centroamericanos. Poemas, cuentos, novelas, piezas teatrales surgieron en los
países del istmo con discursos expresados en los españoles nativos, abundosos
en vocablos y expresiones mayas, garífunas, pipiles, misquitos y un etcétera no
tan breve como se pensaría.
Centroamérica
es una colectividad, sí, pero formada por individualidades muy bien
diferenciadas, como se manifiesta en las experiencias literarias de cada uno de
los siete países. Es decir, no existe tal cosa como una homogeneidad que
uniforma los intereses, preocupaciones formales y estrategias creativas de los
escritores, sino que lo que existe y se refleja es la otredad, y es por su
reflejo que los escritores centroamericanos han percibido los enigmas
particulares que entrañan las siete naciones del istmo.
Porque
los países centroamericanos son, en efecto, siete enigmas, como enigmas son los
países habitados por pueblos actuantes, vitales, hechos de carne y hueso, de sangre y alma. Son pueblos al claroscuro,
luminosos en la carcajada y el abrazo francos, al mismo tiempo que ensombrecidos
por el misterio de sus temores, furias y tristezas. Y si una vertiente literaria
ha vislumbrado las raíces del misterio (de los misterios) que entrañan las
naciones centroamericanas, esa ha sido la narrativa fantástica, narrativa en la
que se verifica el diálogo abierto y permanente entre la tradición cuentística
oral, de ascendencia popular, y los movimientos literarios de origen
intelectual.
Los
catorce escritores que se reúnen en esta antología se han formado en el diálogo
de lo popular con lo intelectual. Se han formado también en el idioma
hispanoamericano que exaltó Cardoza y Aragón. Además, han vivido algunos de los
procesos sociales que sacudieron y transformaron y que, aun hoy, sacuden y
transforman a Centroamérica en sus distintos órdenes: político, económico,
cultural.
Catorce
voces convergentes en el espacio centroamericano, pero sobre todo convergentes
en la paradoja de transitar la realidad centroamericana por intermedio de la
narrativa fantástica. Paradoja vital, intensa, sensible, que se adentra en la
realidad para corroborar que ésta no es única, sino que se triza y se reinventa
en vericuetos y encrucijadas. Una realidad que se revuelve y se alza contra sus
límites, que marca y borra sus fronteras.
Tales
revueltas y alzamientos impulsan y signan los relatos que aquí se dan cita,
como se advierte en “Mangoo Daalin”, el cuento que desde Belice nos comparte
Myrna Manzanares. Catedrática, promotora cultural, investigadora y defensora de
la literatura oral y escrita en creole beliceño,
Manzanares ha incorporado a su narrativa mitos y leyendas en que se entrecruzan
las tradiciones criollas, garífunas y mayas. “Mangoo Daalin”, de hecho, enlaza
una leyenda popular, la de los pájaros gigantes, amigos de los humanos, con una
problemática social, la ludopatía:
Él y su mujer tuvieron dos semanas magníficas amándose
y aprendiendo cada uno del otro. Después, llegó la realidad. Mangoo Daalin
debió regresar al trabajo. Su trabajo era la jugada, ya que es ahí donde había
hecho su dinero, además de que sentía crecer y crecer la cosquilla de su ansia.
No estaba preocupado por su amada mujer ya que tenía todo lo que ella
necesitaba. Comenzó a ir a diferentes casas de juego, pero trataría de llegar a
casa cada par de días. Al principio, su mujer lo entendió. Ella solamente
quería asegurarse de que la casa estuviera en la mejor condición cuando él se
fuera, y pasar el resto del tiempo con él cuando viniera a casa.
“Después,
llegó la realidad”, apunta Manzanares, y dicha realidad es confusa; nubla la intuición
de hombres y mujeres, quienes no atisban la presencia del infortunio. Sólo
hasta la intervención del pájaro Bowman (cuyo nombre podría traducirse como
“hombre del arco”), es decir de un ser fantástico, es que Mangoo Daalin
comprende cómo su fiebre por el juego le está arrebatando la vida a Anna. Para
emprender la busca de Mangoo, Bowman se encierra dentro de sí mismo y realiza
un ritual que lo retrotrae a los orígenes africanos:
A los tres días, Bowman salió a su misión. Su plan era
dirigirse más allá de las poblaciones donde Anna había vivido; pero antes de
que pudiera volar debía cumplir con un ritual que era costumbre de la gente y
de los animales con poderes especiales. Tenía en su haber los tres barriles de
agua bajo una de sus alas y los tres de maíz en la otra durante la repetición
de este ritual:
Bumbu sehsehseh bum
Bumbu sehsehseh bum
Bumbu sehsehseh Bowman gaan
Bumbu sehsehseh bum
Si
en el cuento de Manzanares la fantasía devela a los seres humanos las
limitaciones de su realidad cotidiana, en “Que el muerto entierre a su muerto”,
del también beliceño David Nicolás Ruiz Puga, la realidad y la fantasía juegan
a la mascarada a partir de las significaciones del número tres.
Narrador,
ensayista, profesor universitario, promotor cultural, Ruiz Puga ha sido uno de
los principales difusores de la literatura beliceña, tanto dentro como fuera
del istmo. Perspicaz estudioso de las tradiciones culturales que se enlazan en
la actual nación beliceña, en su narrativa y en su ensayo Ruiz Puga ha
reflejado los intercambios y mezclas emanados de la diversidad. Así, en “Que el
muerto entierre a su muerto” el número tres cobra significados que van de lo
ordinario a lo esotérico. La señal del tres que hace como despedida un
moribundo, deviene en interpretaciones disímbolas a la hora de su velorio:
Un tropel de mujeres entró al cuarto. En seguida
volvió a la realidad. Ponían cara de lástima mientras le daban el pésame a su
mujer. La última, una vieja gorda y fea, vociferó que el cura estaba loco, que
Dios era quien juzgaba. -¡Llévenlo con los Nazarenos¡ -promulgó otra,
chupándose las encías desdentadas. Esta se refería a los Evangélicos que tenían
su templo por la plaza dedicada a la Reina Isabel II. La que echaba maldiciones
contra el cura se le acercó, se le quedó viendo apaciblemente, y le susurró al
oído: -Tres no eran tus hijos, acertaste anoche.
En
“Que el muerto entierre a su muerto” los vivos especulan sobre la nueva
realidad del recién fallecido, con lo que hacen interpretaciones “fantasiosas”;
sólo el muerto conoce los alcances y límites de su nueva condición, por lo que
sólo él puede interpretar la señal para separar al espíritu del cuerpo. Y dicha
señal no estriba en la simple separación de lo etéreo y lo corpóreo, sino en la
bifurcación de la realidad y la fantasía, que se convierten en una misma
experiencia vital que enlaza a la infancia y a la vejez,
Debía decidirlo él. Lo había dicho el cura en su
escrito. Al momento sintió que una fuerza lo elevaba en el aire, y de un salto
cayó a tierra. Se echó a correr así como de niño huía de las monjas cuando
trataban de cuerearlo por sus travesuras. Se detuvo ante las puertas pesadas de
la iglesia y las golpeó tres veces con el puño. Al instante chirriaron las
bisagras y las puertas comenzaron a abrirse lentamente como cuando sale la
procesión del Santo Entierro. Eran las tres de la tarde.
Realidad
y fantasía establecen alianzas inadvertidas, alianzas descalificadas por la
razón y el buen juicio, porque aceptarlas sería tanto como darle carta de
autenticidad a lo inaudito, como inaudita es la alianza que vislumbramos en
“Retrato”, del guatemalteco Francisco Solares-Larrave, narrador, ensayista,
catedrático, quien ha conjuntado en varias de sus mejores páginas la creación
literaria con la crítica de la literatura guatemalteca.
Con
un guiño de ojo a su propia vida, el narrador presenta la historia de Víctor, un
catedrático de literatura exiliado en Estados Unidos, que regresa a Guatemala
por el inminente fallecimiento de su padre. Sin embargo, a lo que en verdad
regresa es a enfrentarse con una inexplicable fotografía:
No recordaba la foto. Definitivamente, se la sacaron
después de su partida, en alguno de sus viajes. No parece parte de las
excursiones que recuerda, pero sus padres se ven tan jóvenes que bien podría
hacer sido una foto de un viaje familiar. ¿Pero solos? Su hermano sabría.
-¿Y esta foto?
-Ni idea. Un día apareció ahí. A mi mamá le gusta
porque están sólo ellos dos. Al viejo… no sé. Nunca dijo nada. ¿Por qué?
-No sé, no la recuerdo, no puedo pensar en dónde puede
ser este lugar.
La
fotografía en cuestión de días desestabiliza los sentimientos de Víctor
respecto de la cercana muerte de su padre. Intrusa obviada por los familiares,
la foto siembra en Víctor la ambigua sensación de pertenencia y desarraigo frene
a su país, a su familia, a su historia particular. Con prosa coloquial y
precisa, Solares-Larrave resume la otredad del exiliado:
La ciudad mojada se veía diferente y ajena, no como la
había dejado, cuando años antes saliera para estudiar en el paisote. Esta
ciudad ya no tenía el encanto pueblerino pero auténtico de antes; más bien
parecía pariente pobre, vestida a la última pero a crédito, con ropa que
parecía cara pero era imitación. Tal vez, por otra parte, esta ya no era su
ciudad porque él ya no era quien había sido (…)
Si
en el cuento de Solares-Larrave la certidumbre de la propia otredad desmorona
el constructo emocional de Víctor, en “A quien interese”, de Jessica Masaya
Portocarrero, es tal certidumbre la que da basamento y propósito a la otredad
del anónimo narrador protagonista, quien declara su singularidad mediante un
discurso plagado de errores gramaticales, errores que marcan su ruptura con las
limitaciones de la realidad real:
Pero esta carta no pretende ser efectiva, pretende,
más bien, ser rabiosa. Tampoco pretende tener una redacción perfecta, ni
siquiera buena redacción ni ortografía. No tendrá, tampoco, ni pies ni cabeza.
boy a hescrivir todocomoseme dé la putezca y regaladesca y cabronesca y maldita
gana, ya vasta de tanta delycadesa i korrexión.
Masaya
Portocarrero ha combinado la labor periodística con la literaria, lo que le ha
permitido el contacto directo con las fantasías que pululan por los callejones
de la realidad. De ahí que en “A quien interese” la historia devela otro tipo
de fantasía, no impregnado por la magia y lo sobrenatural, sino por la
egolatría de un ser que podría ser cualquiera. Escribano, el anónimo
protagonista alternadamente disfruta y sufre su poder: si por un lado puede observar
las intimidades de los demás, por otro lado está condenado a mirar esas vidas
desde lejos, pero no a vivirlas:
De esa suerte,
de tanto escribir las cartas de los demás, casi siempre burlándome en el fondo,
no sólo sabía los detalles de las vidas ajenas sino que tenía cierto poder
sobre ellas. Vivía las vidas de otros por medio de sus cartas. Tal vez de tanto
ser testigo y cómplice de tal mezquindad, hipocresía y estupidez nació este
odio, el cual he disfrutado más que todo porque nadie sospecha que yo, gran
motivador y manipulador de especies inferiores de vida, que vivo de sus
miserias y de sus ridículas expectativas, pueda tener semejante rabia por
dentro.
Entidades
de fronteras irresolutas, fantasía y realidad nos persiguen incluso en sitios
que consideramos inexpugnables. En “Prolongación del fin de semana”, el
salvadoreño Luis Alfredo Castellanos presenta una persecución en la que no
sabemos si la fantasía salta de la pantalla del televisor a la sala de una
casa, o si es la realidad que se ha deslizado de la sala casera a la fantasía
bidimensional del televisor:
En una de las escenas, la lluvia arreció. Se levantó
de su mueble a cerrar las ventanas y al disponerse a volver a su lugar escuchó
un ruido por sobre los sonidos del agua que caía y de los que emitía el aparato
electrónico. La sensación que eso provocó lo perturbó, porque pudo establecer
con una claridad que hablaba del día o de la nieve, que eran cosas que no caían
al piso de madera de forma accidental, sino que daba la impresión que alguien
las hubiera lanzado a propósito y con una extraordinaria furia.
El
relato de Castellanos deviene en un juego de escenas alternas, engaño cinematográfico en que fantasía y
realidad se armonizan: el protagonista no puede anticiparse al antagonista
porque sus “escenas” ya han sido sincronizadas. La evasión es improbable además
porque protagonista y antagonista parecieran ser las mismas personas, víctima y
victimario que han intercambiado sus papeles. Con dominio de la tensión
narrativa, el salvadoreño despliega con inteligencia este juego de escenas:
Todo esto ocurrió segundos antes del instante cuando
tumbaron la puerta.
La lluvia aumentó su intensidad y la televisión peleó
para hacerse oír entre el forcejeo del habitante de la casa y el usurpador que
era recibido con la loza del baño que ágilmente esquivaba, alzando su brazo
izquierdo, mientras que con la otra, el atacante, le entregaba a su costado una
filosa navaja.
Y luego, nada.
En
ocasiones, la realidad se torna insoportable hasta lo irreal, y entonces sólo
la fantasía ayuda a integrarnos a aquélla. Se trata, por supuesto, de una
integración igual de destructiva que la realidad, pero que, al ser nuestra
fantasía, al menos podemos controlar, o creer que la controlamos. En “Androide
nacional”, Vanessa Núñez Handal, salvadoreña avecindada en Guatemala,
desenvuelve en dos planos la vida de un anónimo ex militar, cuya infancia y
adolescencia transcurrieron durante la guerra civil de su país, tan anónimo
como él mismo:
Ahí, donde una vez el sol había dejado de calentar el
aire o la brisa tardía había comenzado a soplar, correteaba con sus hermanos.
Desde entonces jugaban a las balaceras y a las minas. No le gustaba ser el
herido pero, por ser el menor, casi siempre le tocaba quedarse en una silla con
las piernas dobladas simulando un muñón o con la mano vendada y teñida con el
último culito de café que quedaba en la olla antes de que la mamá la lavara.
Con
atinado manejo del equilibrio, Núñez Handal alterna la historia de este niño
obligado a enrolarse en el ejército, con la del ex militar que debe imponerse
otra fantasía más para sobrellevar su nueva realidad, la de combatiente
desmovilizado, abandonado a la suerte con su carga de odios y contradicciones a
cuestas:
Yo no soy un humano, dijo al tiempo que se rascaba los
genitales que le picaban por el calor que hacía y porque llevaba el cuerpo
pegajoso. Soy un sistema que no envejece, ni se enferma, ni muere. Me creó una
entidad invisible e individual. He sido clasificado como un sistema androide
anónimo. Yo soy un androide especializado y programado para la vigilancia
militar.
Un día también llegaron por él. Y como ya su mamá no
los podía mantener a todos, ni tampoco se iba a poner a alegar con los
guardias, no dijo nada cuando se lo llevaron en el camión militar junto a otro
montón de cipotes de por ahí cerca. Era una boca menos que alimentar y, al
menos así, le dijo antes de darle el atado de sus pocas pertenencias, iba a
aprender oficio y le iba a poder enviar unos cuantos centavos a fin de mes.
Realidad
y fantasía se entrelazan también para comprender la finitud de la vida, pero
sobre todo para darle razones de ser a una existencia que pareciera incompleta,
como hecha a retazos que no se corresponden. En “Infinito”, de la cuentista
peruana hondureña Jessica Sánchez, Ana y su abuela se sirven de la cercanía de
la muerte para rescribir el final de la vida. Por ello son las tres las que
relatan la historia de una agonía cuyo comienzo se remonta en el tiempo y está
arraigada en el alma misma de las protagonistas:
Sólo sabía que
lo descubierto aquella tarde me había dejado sin habla y así empecé a llorar
junto a la fuente añosa que se alzaba en medio del patio, donde una vieja
sirena de cemento languidecía rodeada de tierra y hierbas enredadas.
Afortunadamente nadie podía verme, lo cual en mi situación era una ventaja,
porque la muerte no es indivisible y eterna, existen pequeñas muertes que
caminamos día tras día por el mundo, creyéndonos libres y poderosas, sólo para
darnos cuenta que las cosas y las casas nos atrapan por un tiempo, sin que
podamos decidir adónde vamos o lo que hacemos.
Las
narradoras de “Infinito” nos dejan escuchar sus odios, dudas, miedos,
frustraciones, con lo que exteriorizan que tanto la vida como la muerte
sobrellevan la incertidumbre de sus propias naturalezas, y es por ello que
Sánchez sitúa la reunión de Ana y la abuela con la muerte en una casa que se siente
pesada y enorme, cuna y ataúd a un tiempo. Sin aceptarlo, se observan, no con
miedo, sino con desazón:
Y sin embargo, entre el silencio ocasional que se daba
entre ataque y ataque, lo que más me molestaba no era el propio silencio, si no
la impresión de esa muerte sentada en los barrotes de la cama, en el sillón del
cuarto, suspendida en el techo, de pie sobre la almohada. Devolviéndome la
mirada cuando me la encontraba, ausente, como esperando algo.
Mientras
que para Jessica Sánchez la fantasía es un proceso de introspección para
dimensionar nuestra finitud, para otro hondureño, Gustavo Campos, la fantasía
emerge en el momento en que la criatura adquiere conciencia de su otredad
respecto de su creador. En el relato “De impulsos internos” un personaje
entabla juicio contra el autor que quiere eliminarlo, negarle su derecho a ser,
pero sobre todo a vivir su realidad individual, no por ficticia menos sensible:
El personaje acusó con alevosía y venganza al autor
ante el sindicato de personajes por su poca valentía ante el riesgo. Citó
ejemplos claros de antihéroes y de insanos personajes con complejas
personalidades y trastornos sicológicos. Citó primeramente a Caín y al
insoportable pan dulce de Abel, el crimen de Raskolnikov en perjuicio de una
avarienta anciana, también al lujurioso Amnón cuyo amor por su hermana se
asemejaba al de Clodia por su hermano Clodio {…}
Entusiasta
del relato corto, mismo que ha cultivado con creces, Campos aprovecha la breve
extensión para plasmar selfies en que
el guiño de ojo intelectual y la ironía se confunden. Y digo selfies porque en el fondo de esas
imágenes rápidas podemos intuir la presencia del escritor, que se ríe de los demás
y de sí mismo, al verificar las desesperadas batallas que emprendemos por
arrancarle a la fantasía el secreto de su otredad. En el relato “La máquina
reproductora de sueños” la idea queda plasmada con burlona solemnidad
científica:
Para que no volviera a ocurrirme, y lo que pudiera ser
mi obra trascendente no quedara atrapada en el mundo de los sueños, decidí
crear la máquina reproductora de sueños.
Me ocurría a menudo que cuando soñaba escribía textos
tan impresionantes que quería traérmelos a la realidad. Sabía que era imposible
hacerlo, pero en mis sueños la posibilidad se daba como quien lleva una libreta
de apuntes a un seminario.
Una
de los fundamentos de la literatura fantástica estriba sin duda en la
ductilidad con que otorga voz a los otros. Así es como la nicaragüense María
del Carmen Pérez Cuadra, en el relato “Emelina”, nos permite asomarnos a la
intimidad de una familia, desde el punto de vista de una perrita que sobrelleva
las iniquidades humanas:
El hermano de la Eme se convirtió en un insoportable
adolescente, consentido a más no poder, sin interés por las cosas buenas de la
vida como el trabajo honesto, el ejercicio, la vida saludable, que eso es lo
que era la vida de su madre “hermana mayor”. Y la niña se había transformado en
una jovencita dependiente, problemática y mal humorada, pero lo más raro era
que con el pasar de los días se volvía más y más cobarde {…}
Narradora
testigo, la perrita Milú contrasta la realidad de la familia, sostenida por
puerilidades, con su propia realidad, iluminada por una fertilidad tan
improbable como próspera. Esterilizada, Milú está sin embargo preñada y su
preñez subyuga a las personas todavía más a la futilidad, mientras que a ella
la libera, la hace conocer lo sólido y lo aéreo, lo estable y lo frágil.
Alentada por un ser -¿humano, animal, energía?- que le ha aconsejado alejarse
de la gente con energía negativa, la perrita Milú crea su propia narrativa:
Comencé a identificar a los seres negativos de los
positivos, para huir de unos y acercarme a los otros, y al hacer eso como que
algo me creció nutritivo, confiable y saludable, estaba en mis tripas y en mi
luminosidad interior, dejé de estar de mal humor, y aprendí a sonreírle a la
vida. Y también aprendí a escaparme cuando quería, y así fue que descubrí la
ruta por la que él transitaba, las rutas que él evitaba y las rutas que me
llevaban hasta él.
La
fantasía como recurso para diferenciar fertilidad y esterilidad en el alma
humana, según Pérez Cuadra, o la fantasía como recurso para comprobar nuestras
inconsistencias emocionales, tal y como lo plantea otro nicaragüense, José
Adiak Montoya, en “El cuarto blanco”, donde el autor nos conduce por las
aflicciones de un veterano y reconocido pintor, Orozco, agobiado por el peso de
su propia leyenda, carga que pareciera atenuarse cuando se asoma a su vida un
nuevo aspirante a aprendiz, Brechera:
Brechera había aparecido hacía una semana por el bar,
entró como un pequeño explorador, enjuto y reducido, una maraña de pelo negro
denotaba aún más su figura escuálida y su rostro demacrado que adornaba con un
leve bigotillo. Cuando el pintor lo vio entrar, cuando lo vio poner un pie
dentro de su santuario de roconola y enjambres de alcohol supo que lo buscaba a
él.
Con
crueldad sutil, Montoya reduce al pintor a un apellido, rúbrica celebrada por el
arte pero obviada por la vida, realidad a la que el pintor opone toda una
fantasía, basada en un amor fugaz y la reproducción de un cuadro de Degas, del
que ha preferido ignorar el nombre. Esa muchacha, Mala y la litografía que ella
le obsequiara, conforman un refugio íntimo que lo rescata de los lugares
comunes del genio y su leyenda, hasta que Brechera destruye el refugio interior
cuando revela el nombre del cuadro, porque entonces queda sólo una realidad
burlona, descarnada:
Quiso matar a Brechera, destrozar a aquel muchacho
flaco, arrancar cada uno de sus cabellos de melena alborotada, mientras, dentro
de él, toda su vida se iba desmoronando como un doloroso castillo de cristal
hiriendo sus entrañas. Orozco se levantó indignado de la mesa, tembloroso como
si hubiese recibido una noticia de muerte, retuvo un caudal de lágrimas tras de
sus ojos ancianos.
Si
en el cuento de Montoya la fantasía se triza contra la realidad, en
“Nochevieja”, de la costarricense Laura Fuentes-Belgrave, lo que se triza es la
idea de la naturaleza prodigiosa del mundo fantástico. En su relato,
Fuentes-Belgrave nos hace andar por un mundo fantástico lleno de
convencionalidades, monotonía e incluso prejuicios:
El barsucho del chino estaba a reventar. Unas
poquísimas estelas de seres lumínicos dejaban el rastro de su luz entre la
oscuridad de las mesas. Se fueron congregando en una esquina hasta que la
explosión de magmas las dispersó en el espacio. Tres de estos seres, se deslizaron
sobre las calles para adentrarse en los ámbitos del humo. Fumaron monte hasta
que sus pulmones tan terrenales, tan mortales, colapsaron de frente a la
materia de la que estaban hechos sus sueños.
Como
los seres humanos, estos seres fantásticos parecen extraviados, buscando las
razones de sus existencias sin atisbar signos o evidencias que les ofrezcan
certidumbre. Como los hombres y las mujeres, la única certidumbre que los
acompaña es la conciencia de su vulnerabilidad. Dispuesto como un recital de
música, “Nochevieja” abre con un andante
y cumple su ciclo con una coda, que
insinúa apenas el posible encuentro con la certidumbre:
El gnomo y vos nacieron en el mismo instante en que
acabó todo. El sonido de la flauta nocturna, invisible, me recuerda a vos en
esta extraña noche en la que escribo sin precisar ubicaciones. En mi aposento
lunar te miro, como cada noche de luna llena desde que un baúl azul que ya no
recordás, nos trajo una ventisca tan eterna, que aún me permite escuchar los
mudos golpes del ciclista que resuenan furiosos, a veces suplicantes, dentro
del baúl que perdimos.
Pero
mientras en el relato de Fuentes-Belgrave deben afrontar la monotonía y las
limitaciones de sus vidas, en “Rotulación nocturna”, de su coterráneo Guillermo
Barquero, el protagonista debe afrontar la oscura repetición de un asesinato,
trizado a lo largo de la noche como un haz de luz que choca contra el asfalto:
Sintió que la cabeza era de otro, un otro
extraterrestre. Hizo el ademán de acomodarse los lentes, pero no los tenía en
la cara. Tanteó rápida y agitadamente varios puntos, pero prefirió ponerse de
pie y seguir el rastro mitad negro, mitad rojo. La luz de la lámpara apenas si
llegaba hasta la puerta del cuarto, después de la cual notó que seguía el
rastro.
Con
lenguaje distante, Barquero describe el periplo del anónimo asesino, quien odia
las luces de los rótulos comerciales enseñoreados a lo largo de la carretera,
no tanto porque iluminen la monotonía de la carretera, como por el hecho de que
acrecientan el rastro de sangre que simboliza su oscilación entre la conciencia
y el delirio, entre la realidad y la fantasía:
Escaló. Fue destruyendo los bombillos que, vistos en
esa atmósfera gelatinosa, parecían cabecitas azules de pájaro. Era un
rectángulo enorme, caliente. Las masas de gas que salían de los bombillos
quebrados despedían un aroma que no podía comparar con nada que antes hubiera
percibido. Descendió. Siguió caminando.
Así
como algunos personajes no pueden separar la existencia real de la fantástica,
otros armonizan ambas con tal precisión que, como el Maligno, triunfan al
hacernos creer que no existen. Tal el caso que nos devela el panameño Carlos
Wynter Melo en “El hambre del hombre”, relato en que un analista de negocios
descubre su inclinación por la antropofagia:
Elden Medio siente hoy hambre, pero un hambre inocua,
un fantasmita apenas, juguetón el niño.
Está entonces frente a la oficina, frente a Karla
Deseo, la linda compañera que siempre le ha resultado hechizante. Elmo, quien
por ocho horas al día barre, escucha y no habla, les ronda sin levantar los
ojos. Es una jornada normal.
Pero misteriosamente, las mejillas de Karla Deseo les
gustan a Elden hoy por otra causa. Le recuerdan pechugas de pavo al horno.
Hábil
para el manejo de la prosopopeya, Wynter Melo traza en unas cuantas líneas la
cotidianidad del mundillo de aspiraciones sociales y sexuales en que se mueven
los personajes. El cuento deviene en un juego de máscaras, tan divertido como
cruel, en el que los impulsos antropofágicos se camuflan con las ambiciones
sociales y sexuales:
Ya el aliento de Elden calienta su piel. La saliva
comienza a inundar la boca. Se apartan los labios y los dientes se adelantan.
Los caninos se preparan para darse un clavado en el cuello.
Pero el contacto, en el último instante, se hace beso
tibio. Después de todo, es nuevo en esto de comerse a los compañeros de trabajo
y no se hace bien a la idea.
Pero
si la fantasía es un espacio para la ironía y la crueldad, también lo es para
la esperanza de la redención. En el cuento “Bajo el manguito”, la panameña
Gloria Melania Rodríguez nos lleva a atestiguar los últimos días de Indio, un
caballo de campo que estoico y silencioso espera su muerte a la sombra de un
árbol de mango, a la vera de la carretera interamericana:
-Llévalo al matadero- le decían a Chico los clientes
que se paraban a comprarle cosas.
Cuando se iban, él miraba a “Indio” y lo imaginaba caminando hacia la puerta de
metal del matadero, y en la imaginación, daba la vuelta y se regresaba, halando
su caballo.
Mezquina
a veces, la realidad no puede comprender la amistad entre un hombre y su
caballo, entre Francisco e Indio, esos dos solitarios que han envejecido juntos
a la orilla de una carretera, sin más aliciente que sentirse vivos.
Inteligente, Rodríguez evita el antropomorfismo de Indio y consigue así
reflejarlo en su naturaleza animal, libre de humanizaciones forzadas, por lo
que la amistad del caballo con la niña Sofía fluye de manera espontánea:
-¿Feliz? No, muchacha, este caballo sufre –corrigió el
viejo.
-Me dijo que está contento, que huele agua y pastos
grandes y verdes, sin culebras –afirmó la chiquilla.
Chico se rascó la barbilla. Sí que se le ocurren cosas
a los niños, pero, ¿cómo sabría ella del terror que sentía el caballo por las
serpientes?
Catorce
voces se reúnen en esta antología, con sus modos singulares de comprender la
literatura fantástica y de expresarla. Voces diferenciadas, en efecto, pero no
divorciadas, toda vez que comparten un espacio, el istmo centroamericano, donde
las noches se pueblan lo mismo de fulgores luciferinos que de sombras
angélicas, donde se bifurcan pesadillas de guerras civiles con ensueños de
concordias perdurables. Los relatos aquí propuestos, testimonian así las
diversas formas en que la narrativa fantástica centroamericana conjura y
concilia al leviatán y al arcángel que deambulan por la delgada franja ístmica.
Moisés
Elías Fuentes
Ciudad
de México. Noviembre de 2016
“Mangoo
Daalin” es el único texto de esta antología escrito de origen en inglés. La
versión al español aquí incluida se debe al poeta Bernardo Ruiz.