miércoles, 28 de septiembre de 2011

La "generosidad" neurótica.




El individuo egoísta no se ama demasiado, sino muy poco; en realidad, se odia. Tal falta de cariño y cuidado por sí mismo, que no es sino la expresión de su falta de productividad, lo deja vacío y frustrado. Se siente necesariamente infeliz y ansiosamente preocupado por arrancar a la vida las satisfacciones que él se impide obtener. Parece preocuparse demasiado por sí mismo, pero, en realidad, sólo realiza un fracasado intento por disimular y compensar su incapacidad de cuidar de su verdadero ser. Freud sostiene que el egoísta es narcisista, como si negara su amor a los demás y lo dirigiera hacia sí. Es verdad que las personas egoístas son incapaces de amar a los demás, pero tampoco pueden amarse a sí mismas.

Esta teoría de la naturaleza del egoísmo surge de la experiencia psicoanalítica con la "generosidad" neurótica, un síntoma de neurosis observado en no pocas personas, que habitualmente no están perturbadas por ese síntoma, sino por otros relacionados con él, como depresión, fatiga, incapacidad de trabajar, fracaso en las relaciones amorosas, etc. No sólo ocurre que no se consideran esa generosidad como un "síntoma"; frecuentemente es el único rasgo caracterológico redentor del que esas personas se enorgullecen. La persona "generosa" "no quiere nada para sí mismo"; "sólo vive para los demás"; está orgullosa de no considerarse importante. Le intriga descubrir que, a pesar de su generosidad, no es feliz, y que sus relaciones son los más íntimos allegados son insatisfactorias. La labor analítica demuestra que esa generosidad no es algo aparte de los otros síntomas, sino uno de ellos -de hecho, muchas veces es el más importante-; que la capacidad de amar o de disfrutar de esas persona está paralizada; que está llena de hostilidad hacia la vida y que, detrás de esa fachada de generosidad, se oculta un intenso egocentrismo, sutil, pero no por ello menos intenso. Esa generosidad sólo puede curarse si también su generosidad se interpreta como un síntoma junto con los demás, de modo que su falta de productividad, que está en la raíz de su generosidad y de las otras perturbaciones, pueda corregirse.

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Cuando el desconocido se ha convertido en una persona íntimamente conocida, ya no hay más barreras que superar, ningún súbito acercamiento que lograr. Se llega a conocer a la persona "amada" tan bien como a uno mismo.

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Tales individuos suelen ser muy afectuosos y encantadores cuando tratan de lograr una mujer que los ame, y aun después de haberlo logrado. Pero su relación con la mujer (como, en realidad, con toda la gente) es superficial e irresponsable. Si finalidad es ser amados, no amar. Suele haber mucha vanidad en ese tipo de hombres e ideas grandiosas más o menos soslayadas. Si han encontrado a la mujer adecuada, se sienten seguros, en la cima del mundo, y pueden desplegar gran cantidad de afecto y encanto, por lo que suelen ser engañosos. Pero cuando, después de un tiempo, la mujer deja de responder a sus fantásticas aspiraciones, comienzan a aparecer conflictos y resentimientos.
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Esos hombres suelen confundir su conducta afectuosa, su deseo de complacer, con genuino amor, y llegan así a la conclusión de que se los trata injustamente; imaginan ser grandes amantes y se quejan amargamente de la ingratitud de su compañera.

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Una pareja se puede sentir hondamente conmovida por los recuerdos de su pasado amoroso, aunque no haya experimentado amor alguno cuando ese pasado era presente, o por las fantasías de su amor futuro.

Fragmentos de El arte de amar, Erich Fromm.