Los hechos que voy a narrar están consignados en la carta que me ha enviado una muchacha que vive en la hermosa ciudad de San José. No la conozco, y firma simplemente Aurelia María. También puede ser un seudónimo, pero poco importa. La pobre tiene el corazón destrozado por los infortunios que ha sufrido. Está tan perturbada por los consejos contradictorios de falsos amigos y de enemigos insidiosos, que no sabe qué partido tomar para librarse de la red de dificultades en que parece estar presa sin esperanzas. En su desesperación ha recurrido a mí. Me suplica que la aconseje, con una elocuencia que ablandaría hasta el corazón de una estatua. Esta es su triste historia.
Tenía dieciséis años cuando conoció a un joven de Nueva Jersey, llamado Williamson Breckinridge Caruthers, unos diez años mayor que ella, y se enamoró de él con todo el ardor de un alma apasionada. Se pusieron de novios con el beneplácito de amigos y parientes, y por un tiempo su vida pareció inmunizada contra la desdicha, aun superando la cuota normal. Pero un día cambió la cara de la fortuna.
El joven Caruthers contrajo una viruela de la especie más virulenta, y cuando se recuperó su rostro había quedado agujereado como una criba: su belleza había desaparecido definitivamente.
Al principio, Aurelia pensó romper el noviazgo; pero, por piedad, se limitó a aplazar el casamiento para el año siguiente, dando una oportunidad al desdichado.
La víspera del día en que debía realizarse el casamiento, Breckinridge, mientras miraba ensimismado un globo, cayó en un pozo y se quebró una pierna que hubo que amputarle más arriba de la rodilla. Aurelia pensó de nuevo en romper el compromiso, pero otra vez triunfó el amor, y el casamiento fue aplazado nuevamente para permitir que su novio se restableciera.
Pero un nuevo infortunio se abatió sobre el desdichado novio. Perdió un brazo a causa de un cañonazo perdido durante los festejos patrios, y, tres meses después, una máquina cardadora le arrancó el otro.
El corazón de Aurelia quedó casi paralizado ante estas nuevas calamidades. No podía dejar de sentir una tremenda aflicción al ver cómo su enamorado la abandonaba pedazo a pedazo, pensando que de seguir con ese sistema de progresiva reducción pronto no quedaría nada y no sabiendo de qué modo detenerlo en tan funesto camino. En su terrible desesperación, casi lamentaba, como un comerciante que se obstina en un negocio y cada vez pierde más, no haber aceptado a Breckinridge al principio, antes de que hubiese sufrido tan alarmante depreciación. Pero su corazón venció y resolvió esperar una vez más la recuperación de su novio.
Nuevamente se acercaba el día del matrimonio, y una vez más aparecieron los nubarrones de la desilusión. Caruthers se enfermó de erisipela y perdió completamente la visión de un ojo. Los amigos y los parientes de la muchacha, considerando que había demostrado más generosidad de la que podía exigírsele, intervinieron otra vez e insistieron para que rompiera de una vez por todas el compromiso. Pero, tras una breve vacilación, impulsada por toda la generosidad de sus honorables sentimientos, dijo que había reflexionado largamente sobre el asunto y que no podía hacer a su novio ningún reproche. En consecuencia, aplazó una vez más la fecha y Breckinridge se rompió la otra pierna.
Fue un día realmente doloroso para la pobre muchacha, aquel en que los cirujanos le llevaron con respeto la bolsa cuyo uso ya conocía por experiencias anteriores, y su corazón vislumbró la cruel verdad: otra vez había desaparecido algo de su novio. Comprendió que el campo de su afecto disminuía día a día, pero insistió y renovó su compromiso.
Finalmente, pocos días antes del término fijado para el casamiento, ocurrió una nueva desgracia.
El único hombre a quien los indios de Owen River hayan arrancando el cuero cabelludo, fue Williamson Breckinridge Caruthers, de Nueva Jersey. Iba a reunirse con su novia, exultante de alegría, cuando perdió para siempre su cabellera. Y en esa hora de amargura, maldijo la irónica situación que le permitió salvar la vida.
En definitiva, Aurelia se encuentra perpleja ante la conducta a seguir. Ama todavía a su novio, me escribe –o, al menos, lo que resta de él-, pero su familia se opone tenazmente al casamiento. Breckinridge no posee fortuna y está imposibilitado para cualquier trabajo. Ella, por su parte, no tiene medios suficientes como para subvenir cómodamente a las necesidades de ambos. “¿Qué hago?” me pregunta en su duda cruel.
Es una cuestión delicada. Es una cuestión de cuya respuesta puede depender la vida de una mujer y de casi los dos tercios de un hombre. Pienso que sería asumir una responsabilidad demasiado grande si respondiera con algo más que una sugestión.
¿Cuánto costaría reconstituir un Breckinridge completo? Si Aurelia puede afrontar los gastos, que compre para su mutilado enamorado piernas y brazos de madera, un ojo de vidrio y una peluca para que quede presentable. Que le conceda entonces veinticuatro días, sin postergación, y si en ese lapso no se rompe la crisma, que corra el riesgo de casarse con él. De cualquier modo, no creo que al hacerlo se exponga a un riesgo muy grande.
Si su novio, Aurelia, cede todavía a la loca tentación que lo impulsa a quebrarse algo cada vez que se le presenta la ocasión, su próxima experiencia le resultará, seguramente, fatal, y entonces usted quedará tranquila, casada o no. Casada, las piernas de madera y otros objetos, propiedad del difunto quedan en poder de su viuda y de este modo usted no pierde nada, como no sea el último fragmento viviente de un esposo honesto y signado por el destino, que intentó toda su vida hacer lo mejor pero que tuvo en su contra sus extraordinarios instintos de destrucción. Haga el intento, María. He pensado largamente al respecto. Es la única conducta razonable.
En realidad, Caruthers hubiera procedido mucho más cuerdamente si en su primera experiencia hubiera comenzado por romperse el cuello. Pero ya que ha elegido otro método, decidido a sobrevivir el mayor tiempo posible, no creo que podamos reprocharle haber hecho lo que más le gustaba. Lo que sí debemos hacer, es sacar el mayor provecho de las circunstancias dadas sin sentirnos amargados contra él.