El campo es un país extranjero. Esto no debería ser así, pero lo es; habría podido no ser así, pero así ha sido y así será siempre: es demasiado tarde para cambiar cualquier cosa en este sentido.
Soy un hombre de ciudad; he nacido, he crecido y he vivido en una ciudad. Mis costumbres, mis ritmos y mi vocabulario son costumbres, ritmos y vocabulario de un hombre de ciudad. La ciudad es lo mío. En ella estoy como en mi casa: el asfalto, el cemento, las verjas, la red de calles, la grisalla de las fachadas que hace perder la vista, son cosas que pueden extrañarme o escandalizarme, pero igual que podría escandalizarme o extrañarme, por ejemplo, la extrema dificultad que hay en querer ver la propia nunca o la injustificable existencia de los senos (frontales o maxilares). En el campo no me escandaliza nada; convencionalmente podría decir que todo me extraña; de hecho todo me deja más o menos indiferente. Aprendí muchas cosas en la escuela y sé que Metz, Toul y Verdun formaban los Tres Obispados, que delta es igual a b 2 menos 4 a c, y que ácido más base da sal más agua, pero no aprendí nada sobre el campo, a menos que haya olvidado todo lo que aprendí. Incluso he llegado a leer en algún libro que los campos estaban poblados de campesinos, que los campesinos se levantaban y se acostaban al mismo tiempo que el sol y que su trabajo consistía entre otras cosas, en abonar, en margar, en barbechar, en desbarbechar, en fertilizar, en rastrillar, en cavar, en escardar, en vinar o en trillar. Las operaciones a que aluden estos verbos para mí son más exóticas que las que dirigen por ejemplo la revisión de una caldera mixta de calefacción central, dominio en el que sin embargo no estoy versado en absoluto.
(fragmento.)