Los escritores antologados:
Guatemala:
- Eduardo Halfon
- Maurice Echeverría
- Denise Phé-Funchal
- Javier Payeras
El Salvador:
- Mauricio Orellana Suárez
- Vanessa Núñez Handal
- Alberto Pocasangre
- Jessica Sánchez
- Kalton Harold Bruhl
- Gustavo Campos
- José Manuel Torres Funes
- María del Carmen Pérez Cuadra
- Berman Bans
- Ulises Juárez Polanco
- Roberto Carlos Pérez
- Jessica Clark Cohen
- Guillermo Barquero
- Warren Ulloa
- Carla Pravisani
- Carlos Winter Melo
- Melanie Taylor
- Lili Mendoza
- Lucy Cristina Chau
- Juan Dicent
- Rey Andújar
- Frank Báez
- Rita Indiana Hernández
Prólogo
Un espejo roto
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Prólogo de la antología de nuevos cuentos centroamericanos
"Zwischen Süd und Nord. Neue Erzähler aus Mittelamerika" compilado
por Sergio Ramírez.
Los países de Centroamérica parecen distantes entre sí a
pesar de su vecindad geográfica, y de que tienen un pasado común que se remonta
a los tiempos precolombinos; esta historia siguió siendo común a lo largo de la
colonia, y aún lo fue para el tiempo de la independencia de 1821, antes de la
catástrofe de la enconada separación que puso fin al proyecto de la República
Federal encabezado por el general Francisco Morazán, quien terminó fusilado en
1842 por querer una Centroamérica unida.
Somos desde entonces pedazos de un espejo roto. Países
marginales y desvalidos, divididos por prejuicios mezquinos, y, aún en la
segunda mitad del siglo veinte, enfrentados en conflictos bélicos inútiles,
como la célebre guerra del futbol entre Honduras y El Salvador en 1969, que
lejos de la aparente banalidad de su causa, la disputa por una plaza para el
Mundial de México, tuvo sus raíces en la desigualdad social, que provoca
siempre migraciones de los más pobres de uno a otro país, y que de paso
desmoronó el proyecto de integración económica iniciado en 1960.
Pero aunque se trata de un espejo roto sigue siendo un
espejo común. Un sistema de vasos comunicantes en el que cada parcela guarda su
propio peso específico, pesos que podemos advertir a lo largo del siglo veinte,
desde la sociedad de rasgos feudales de Guatemala con una de las mayores
poblaciones indígenas del continente, sometida a un virtual apartheid, a la más
moderna sociedad caficultora costarricense, con instituciones democráticas más
firmes y orgullosa se sentirse más europea; todo bajo el denominador de una
cultura rural de carácter patriarcal en la que señoreaban las oligarquías
amparadas en la fuerza de los caudillos y de las casta militares. Y esta
realidad tuvo una respuesta triple en la narrativa.
Nuestras sociedades seguían siendo en muchos sentidos
rurales, pero la temática campesina e indígena se sujetaba a un enfoque
arcaico, que se volvía en muchos sentidos romántico, un territorio vernáculo
idealizado que separaba de manera tajante a la literatura de la realidad. Por
otro lado estaba la narración de denuncia social y política, centrada en la
presencia de los enclaves bananeros y la intervención de los Estados Unidos que
sostenía o derrocaba gobiernos e imponía dictadores. Y por fin, con la misma
persistencia, la narrativa en la que el hombre letrado se enfrenta a la
naturaleza salvaje que busca dominar para que surja la civilización.
Yolanda Oreamuno, novelista costarricense de vanguardia,
escribía en 1943: “literariamente confieso que estoy HARTA, así con mayúsculas,
de folklore. Desde este rincón de América puedo decir que conozco bastante bien
la vida agraria y costumbrista de casi todos los países vecinos y en cambio sé
poco de sus demás problemas. Los trucos colorísticos de esta clase de arte están
agotados…es necesario que terminemos con esa calamidad”.
Hoy, cuando navegamos las aguas del siglo veintiuno, hay un
cambio generacional de consecuencias profundas, y el viejo reclamo de Yolanda
Oreamuno ha sido respondido. Las búsquedas son ahora múltiples, como el lector
alemán podrá advertir, y la escritura salta por encima de las casillas
tradicionales, haciéndose cargo de la realidad contemporánea que enfrenta la
sociedad, y que por consecuencia enfrenta los escritores que viven insertos en
ella. Son temas cada vez más diversos, se atienen menos a esquemas
preestablecidos, y no se ven forzados por los alineamientos. Nuestros
escritores buscan insertarse en la modernidad, y ser entendidos en todas
partes. La universalidad como un reclamo.
Esta es, por tanto, una antología del siglo veintiuno, y nos
permite ver al cuento centroamericano lejos ya de sus viejas fronteras. En cada
uno de los autores elegidos, una selección necesariamente rigurosa, hemos
buscado, antes de nada, la excelencia de la individualidad creadora que se basa
en los recursos del lenguaje y la imaginación; es decir, como en toda buena
antología, la calidad de la expresión literaria, para que este conjunto de
voces auténticas pueda abrir un panorama de lo que es Centroamérica hoy, cruzada
por diferentes fenómenos sociales, en su compleja diversidad.
Los narradores de esta antología nos cuentan historias de
seres imaginarios, pero que provienen del mundo real, y pertenecen a una
atmósfera donde las vidas privadas son constantemente intervenidas por la vida
pública. Es decir, las historias corren siempre en el cauce de la Historia.
Porque la literatura no deja de ser nunca una emanación imaginativa de la
realidad, que se presenta siempre como un escenario donde las variaciones son
dinámicas y ocurren no pocas veces de manera sorpresiva.
¿Pero cuánto ha cambiado la sociedad centroamericana en
medio siglo? ¿Y qué es Centroamérica en los inicios del siglo veintiuno? Como
siempre lo fueron a lo largo del siglo veinte, nuestras sociedades no son sino
una superposición de estratos geológicos, sólo que ahora se agregan nuevos
estratos a los anteriores. Nuevas capas de realidad se forman sobre las
antiguas, pero todas conviven al mismo tiempo en una especie de anacronismo
simultáneo, con ciertos rasgos de modernidad que provienen casi todos del
fenómeno de la globalización. Por encima de las arboledas que bordean los
caminos rurales por donde transitan las viejas carretas tiradas por bueyes, se
alzan las antenas parabólicas que recogen las señales de los satélites, y las
antenas de las redes de los teléfonos celulares que han alcanzado ya el viejo
mundo campesino; más teléfonos celulares que habitantes.
Los dictadores arquetípicos que reinaron hasta mitad del
siglo veinte, y en ocasiones más allá, Estrada Cabrera que inspiró El señor
Presidente (1946) de Miguel Angel Asturias; Maximiliano Hernández Martínez, que
ordenó la atroz masacre de miles de indígenas relatada en Cenizas de Izalco
(1964), la novela de Claribel Alegría (1924) Y D.J. Flakoll; Anastasio Somoza,
el fundador de la dinastía que está en mi novela Margarita está lindar la mar
(1998), son ahora parte de un pasado que sin embargo no ha muerto para la
literatura, que es siempre un asunto de recurrencias.
Entre las décadas de los sesenta y los ochenta de ese mismo
siglo, vinieron otras dictaduras, y golpes de estado uno tras otro, para el
tiempo en que los ejércitos, con el respaldo de los Estados Unidos y de las
oligarquías locales, toman el poder y cierran los espacios democráticos,
mientras surgen las luchas guerrilleras inspiradas en el triunfo de la
revolución cubana, y la represión despiadada en contra de la población indígena
y campesina provoca nuevos genocidios en Nicaragua, El Salvador y Guatemala,
donde la insurgencia guerrillera se extiende, y el Frente Sandinista logra
triunfar en Nicaragua en 1979, derrocando a la dictadura de la familia Somoza.
En nombre de la lucha contrainsurgente, miles son asesinados
y enterrados en cementerios clandestinos, cuyas tumbas anónimas empiezan a ser
abiertas a finales del siglo, y se publican los informes de recuperación de la
memoria histórica a cargo de comisiones de derechos humanos que enlistan a las
víctimas y a sus victimarios. En 1998 el obispo Juan Gerardi fue muerto a
golpes con un bloque de cemento por sicarios a sueldo, dos días después que
presentó su informe “Guatemala, nunca más”, en el que aparecen con sus nombres
más de 20.000 asesinados.
Los enfrentamientos de largos años entre los ejércitos y la
guerrilla se convirtieron en verdades guerras civiles, y desembocaron en la
firma de acuerdos de paz, en 1992 en El Salvador y en 1996 en Guatemala, y
abrieron por primera vez, tras década de poder militar, el paso a gobiernos
democráticos que aún no terminan de consolidarse. Y Panamá recuperó la
soberanía sobre el canal interoceánico mediante los tratados Torrijos-Carter,
suscritos en 1977, y luego se produjo en 1989 la intervención militar de
Estados Unidos que depuso al dictador Manuel Antonio Noriega.
Todo este pasado reciente es materia insoslayable de la
literatura, en la medida en que siendo fenómenos sociales y políticos
involucraron a miles de seres humanos, y afectaron sus vidas, creando una
multitud de dramas personales. Extraer de esos dramas historias que contar, es
tarea de quienes fueron contemporáneos de esos fenómenos, y pueden relatarlos
como testigos; pero también es tarea de los escritores de las siguientes
generaciones, que pueden verlos a distancia, y con ojo más crítico.
Pero en la vida cotidiana de hoy, donde el pasado sigue aún
vivo, y se traslapa con el presente, hay también no pocas historias que contar:
la ilusión de la visa soñada que abre las puertas del sueño americano, y
quienes se arriesgan al paso clandestino de la frontera de Estados Unidos en
busca de ese sueño que no pocas veces resulta en engañosa utopía; los pushers
que venden la droga en las calles y en las puertas de los colegios a los
adolescentes; la marginalidad de las barriadas, adultos y niños que sobreviven
vendiendo de todo en las calles, la prostitución y el abuso infantil, la
inseguridad urbana y el crimen organizado, las promesas electorales
fraudulentas y la corrupción que crece como una marea negra; la pobreza extrema
enfrentada a la riqueza extrema, un juego entre el escarnio y la obscenidad. Las
frustraciones y las esperanzas rotas.
Pese a la que la democracia ha ganado terreno, los abismos
de desigualdad siguen abiertos en Centroamérica. El caudillo, el peor de
nuestros males políticos, persiste en sobrevivir, erigiéndose por encima de las
instituciones, y en lugar de transformar la sociedad la mantiene congelada, ya
que los pobres son su mejor capital político, mientras sigan siendo pobres. Es
lo que ocurre en Nicaragua, de regreso al autoritarismo tras haber vivido una
hermosa revolución.
Todo lo que vivimos, es por tanto, fruto de la anormalidad,
y el escritor no tiene otra manera de ver la vida pública más que a través de
una lente turbia y deformada, y tampoco puede escapar, como creador, del peso
de esa anormalidad, porque ella modifica, o altera, sin remedio, la vida de las
gentes que siguen viviendo bajo los arbitrios del poder, y al entrar en la
narración, como personajes, arrastran el peso de esta anormalidad, a la que se
suman otras que los nuevos tiempos traen consigo.
Modernidad a medias y sociedad rural a medias;
alternabilidad civil en el gobierno, y caudillismo persistente; conquista del
voto democrático, y fraudes electorales; crecimiento económico y abismos de
miseria; fortunas ofensivas y marginación; aumento de la población escolar, y
pobreza del sistema educativo; multiplicación de los espacios urbanos, y
población campesina atraída hacia esos mismos espacios urbanos, que parecen
tantas veces campamentos rurales; sociedad informática, y el maíz sembrado
grano a grano con espeque, como en tiempos de los mayas. De esas
contradicciones y contrastes se nutre la literatura centroamericana
contemporánea.
En esta modernidad revuelta, tan llena de fantasma del
pasado, semejantes contradicciones no parecen detenerse. Persiste la corrupción,
los negocios a la sombra del estado, el tráfico de influencias; el lavado de
dinero y el enriquecimiento ilícito se han multiplicado, y los hilos de esta
conspiración oscura parten no pocas veces de los propios palacios
presidenciales. Los carteles del narcotráfico han sentado sus dominios en
Centroamérica, puente natural del paso de la droga desde Sudamérica hacia
México y los Estados Unidos, con todo el dinero del mundo para comprar
voluntades y corromper jueces, fiscales y policías. Pandillas juveniles, como
las maras, convertidas en verdaderas bandas criminales que asesinan y
extorsionan. La banda de los Zetas, que operan en el territorio de México y ya
establecidos también en Guatemala, y que han organizado la industria nunca
antes vista del secuestro de emigrantes pobres que buscan de manera clandestina
llegar a la frontera de Estados Unidos, para cobrar rescates a sus familias,
asesinados y enterrados en tumbas sin nombre cuando no quieren o no pueden
pagar.
No es que la literatura tenga necesariamente que atenerse a
las anormalidades de la vida social, determinada por la arbitrariedad del
poder, toda clase de poder, el poder político, el de las mafias, el de los
carteles del narcotráfico, el de las bandas juveniles; pero la escritura, que
vive de lo singular, no puede desprenderse tan fácilmente de esas anormalidades
que trastornan las vidas privadas. La literatura no existe sino en función de
los seres humanos. Para la literatura lo que cuenta es la vida, y lo que relata
son vidas, en su precariedad.
Esta selección de cuentistas centroamericanos, en la cual
incluimos a escritores de República Dominicana, por su cercanía no sólo en la
lengua, sino también cultural, dará al lector de lengua alemana un panorama de
la diversidad creativa de una región formada por países que, a pesar de todo,
siguen empeñados en borrar sus fronteras. Y sus escritores, empeñados en
encontrar la identidad común extraviada.
Ellos, al mostrar como escribimos, también muestran al mundo
lo que somos y la realidad tan llena de contrastes en que vivimos. Sus palabras
trazan el mapa de Centroamérica.
Sergio Ramírez