Jimmie se daba cuenta y no se
la daba a la vez de esta pérdida interior trágica y profunda, pérdida de sí mismo.
(Si un hombre ha perdido una pierna o un ojo, sabe que ha perdido una pierna o
un ojo; pero si ha perdido el yo, si se ha perdido a sí mismo, no puede
saberlo, porque no está allí ya para saberlo.) Así que yo no podía interrogarlo
intelectualmente sobre estas cuestiones. Al principio lo había desconcertado el
hecho de verse entre pacientes, siendo así que, según decía, él no se sentía
mal. Pero ¿cómo se sentía? nos preguntábamos. Tenía una constitución robusta y
estaba en buena forma física, poseía una especie de energía y de fuerza animal,
pero mostraba también una inercia, una pasividad, y (todos lo subrayaban) una
«despreocupación» extrañas; nos producía a todos una sensación abrumadora de
que «faltaba algo», aunque aceptaba esto, si es que se daba cuenta de ello,
también con una «despreocupación» extraña. Un día le pedí que me hablase no
sobre su memoria o sobre su pasado, sino sobre los sentimientos más simples y
más elementales:
—¿Cómo se siente?
—Cómo me siento —repitió y se
rascó la cabeza—. No puedo decir que me sienta mal. Pero no puedo decir que me
sienta bien. No puedo decir que me sienta de ninguna manera.
—¿Es usted desgraciado?
—continué.
—No puedo decir que lo sea.
—¿Disfruta de la vida?
—No puedo decir que
disfrute...
Vacilé, con miedo a estar
yendo demasiado lejos, a estar desnudando a un hombre hasta dejar al
descubierto alguna desesperación oculta, inadmisible, insoportable.
—No disfruta usted de la vida
—repetí, un poco titubeante—. ¿Cómo se siente usted, entonces, respecto a la
vida?
—No puedo decir que sienta
nada.
—¿Pero se siente usted vivo?
—¿Que si me siento vivo? En
realidad no. Hace muchísimo tiempo que no me siento vivo.
La expresión era de una
resignación y una tristeza infinitas.
Posteriormente, después de advertir
sus aptitudes para los rompecabezas y los juegos rápidos, el placer que le
proporcionaban y su capacidad para «fijarlo», al menos mientras duraban, y para
facilitar, durante un rato, una sensación de camaradería y de competición (no
se había quejado de soledad, pero parecía tan solo; nunca expresaba tristeza,
pero parecía tan triste) propuse que lo incluyesen en los programas recreativos
de la Residencia. Esto funcionó mejor... mejor que el diario. Se involucraba
intensa y brevemente en los juegos, pero pronto dejaron de significar un reto:
resolvía todos los rompecabezas, y era capaz de resolverlos fácilmente; y era
muchísimo mejor y más hábil que los demás en los juegos. En cuanto descubrió
esto, volvió a mostrarse inquieto e irritable y empezó a vagar por los
pasillos, nervioso, aburrido, con una sensación de ridículo: los rompecabezas y
los juegos eran para niños, una diversión. Él quería, clara y apasionadamente,
tener algo que hacer: quería hacer, ser, sentir... y no podía; quería sentido,
quería una finalidad... en palabras de Freud: «Trabajo y amor».
¿Era capaz de hacer un trabajo
«normal»? Según su hermano se había «desmoronado» cuando había dejado de
trabajar en 1965. Había dos cosas que dominaba con sorprendente perfección: el
alfabeto morse y la mecanografía al tacto. Nada podíamos hacer con el morse,
salvo que le inventásemos una utilidad; pero un buen mecanógrafo nos venía
bien, si era capaz de desplegar su antigua pericia: y esto sería trabajo de
veras, no un simple juego. Jimmie recuperó enseguida su destreza con la máquina
de escribir y llegó a hacerlo muy de prisa (despacio no podía) y halló en ello,
en parte, el estímulo y la satisfacción de un trabajo. Pero aún seguía siendo
una tarea superficial; era algo trivial, no llegaba a las profundidades. Y lo
que mecanografiaba, lo mecanografiaba mecánicamente (no podía fijar el
pensamiento), las breves frases se sucedían unas a otras en un orden que no
tenía sentido. Uno tendía a hablarle, instintivamente, como si se tratase de
una baja espiritual... «un alma perdida»: ¿era posible realmente que la
enfermedad lo hubiese «desalmado»? «¿Ustedes creen que tiene alma?» les
pregunté una vez a las monjas. Se escandalizaron con aquella pregunta, pero
entendían muy bien por qué se las hacía. «Vaya a ver a Jimmie en la capilla»,
me dijeron, «y juzgue usted mismo». Lo hice y quedé conmovido, profundamente
conmovido e impresionado, porque vi entonces una intensidad y una firmeza de
atención y de concentración que no había visto nunca en él y de la que no lo
había creído capaz. Lo observé un rato arrodillado, le vi comulgar y no pude
dudar del carácter pleno y total de aquella comunión, la sincronización
perfecta de su espíritu con el espíritu de la misa. Plena, intensa, quedamente,
en la quietud de la atención y la concentración absolutas, entró y participó en
la sagrada comunión. Estaba plenamente fijado, absorbido por un sentimiento. No
había olvido, no había síndrome de Korsakov entonces, ni parecía posible o
concebible que lo hubiese; porque no estaba ya a merced de un mecanismo
defectuoso y falible (el de las secuencias sin sentido y los vestigios de
memoria) sino que estaba absorto en un acto, un acto de todo su ser, que
aportaba sentimiento y sentido en una unidad y una continuidad orgánicas, una
continuidad y una unidad tan inconsútiles que no podían admitir la menor
quiebra. Era evidente que Jimmie se encontraba a sí mismo, encontraba
continuidad y realidad en el carácter absoluto del acto y de la atención
espiritual. Las monjas tenían razón: allí hallaba su alma. Y la tenía Luria,
cuyas palabras recordé entonces: «Un hombre no es sólo memoria. Tiene
sentimiento, voluntad, sensibilidad, yo moral... Es ahí... donde puede usted
conmoverlo y producir un cambio profundo». La memoria, la actividad mental, la
mente sólo, no podía fijarlo; pero la acción y la atención moral podían fijarlo
plenamente. Pero quizás «moral» sea un término demasiado limitado... porque en
aquello se incluían también lo estético y lo dramático. Ver a Jimmie en la
capilla me abrió los ojos a otros campos donde se convoca al alma y se la fija
y apacigua en atención y comunión. La música y el arte provocaban la misma
intensidad de atención y de absorción: comprobé que Jim no tenía ningún
problema para «seguir» la música o piezas dramáticas sencillas, porque cada
instante de música y arte contiene otros instantes, remite a ellos. Le gustaba
la jardinería, y se había hecho cargo de algunas tareas en nuestro jardín. Al
principio el jardín le parecía nuevo todos los días, pero por alguna razón
acabó haciéndosele más familiar que el interior de la Residencia. Ya no se
sentía perdido o desorientado en el jardín casi nunca; yo creo que lo
estructuraba basándose en otros jardines amados y recordados de su juventud en
Connecticut. Jimmie, tan perdido en el tiempo «espacial» extensional, estaba
perfectamente organizado en el tiempo «intencional» bergsoniano; lo fugaz,
insostenible como estructura formal, era perfectamente estable, se sostenía
perfectamente, como arte o voluntad. Además había algo que persistía y que
sobrevivía. Si bien lo «fijaba» brevemente una tarea o un rompecabezas, un
juego o un cálculo, por el estímulo puramente mental, se desmoronaba en cuanto
terminaba esa tarea, en el abismo de su nada, su amnesia. Pero si se trataba de
una atención emotiva y espiritual (la contemplación de la naturaleza o el arte,
oír música, asistir a misa en la capilla) la atención, su «talante», su
sosiego, persistía un rato, así como una introspección y una paz que raras
veces mostró por lo demás en su período de estancia en la Residencia, quizás
ninguna.
Hace ya nueve años que conozco
a Jimmie y neurológicamente no ha cambiado en absoluto. Aún tiene un síndrome
de Korsakov gravísimo, devastador, es incapaz de recordar cosas aisladas más de
unos segundos y tiene una profunda amnesia que se remonta hasta 1945. Pero
humana y espiritualmente es a veces un hombre completamente distinto, no se
siente ya agitado, inquieto, aburrido, perdido, se muestra profundamente atento
a la belleza y al alma del mundo, sensible a todas las categorías
kierkegaardianas... y estéticas, a lo moral, lo religioso, lo dramático. La
primera vez que le vi me pregunté si no estaría condenado a una especie de
espuma «humeana», una agitación carente de sentido sobre la superficie de la
vida, y si habría algún medio de trascender la incoherencia de su enfermedad
humeana. La ciencia empírica me decía que no... pero la ciencia empírica, el
empirismo, no tiene en cuenta al alma, no tiene en cuenta lo que constituye y
determina el yo personal. Quizás haya aquí una enseñanza filosófica además de
una enseñanza clínica: que en el síndrome de Korsakov o en la demencia o en
otras catástrofes similares, por muy grandes que sean la lesión orgánica y la
disolución «humeana», persiste la posibilidad sin merma de reintegración por el
arte, por la comunión, por la posibilidad de estimular el espíritu humano: Y
éste puede mantenerse en lo que parece, en principio, un estado de devastación
neurológica sin esperanza.
Oliver Sacks, El hombre que confundió a su mujer con un
sombrero