miércoles, 31 de diciembre de 2014

El marinero perdido. Oliver Sacks



Jimmie se daba cuenta y no se la daba a la vez de esta pérdida interior trágica y profunda, pérdida de sí mismo. (Si un hombre ha perdido una pierna o un ojo, sabe que ha perdido una pierna o un ojo; pero si ha perdido el yo, si se ha perdido a sí mismo, no puede saberlo, porque no está allí ya para saberlo.) Así que yo no podía interrogarlo intelectualmente sobre estas cuestiones. Al principio lo había desconcertado el hecho de verse entre pacientes, siendo así que, según decía, él no se sentía mal. Pero ¿cómo se sentía? nos preguntábamos. Tenía una constitución robusta y estaba en buena forma física, poseía una especie de energía y de fuerza animal, pero mostraba también una inercia, una pasividad, y (todos lo subrayaban) una «despreocupación» extrañas; nos producía a todos una sensación abrumadora de que «faltaba algo», aunque aceptaba esto, si es que se daba cuenta de ello, también con una «despreocupación» extraña. Un día le pedí que me hablase no sobre su memoria o sobre su pasado, sino sobre los sentimientos más simples y más elementales:

—¿Cómo se siente?
—Cómo me siento —repitió y se rascó la cabeza—. No puedo decir que me sienta mal. Pero no puedo decir que me sienta bien. No puedo decir que me sienta de ninguna manera.
—¿Es usted desgraciado? —continué.
—No puedo decir que lo sea.
—¿Disfruta de la vida?
—No puedo decir que disfrute...

Vacilé, con miedo a estar yendo demasiado lejos, a estar desnudando a un hombre hasta dejar al descubierto alguna desesperación oculta, inadmisible, insoportable.

—No disfruta usted de la vida —repetí, un poco titubeante—. ¿Cómo se siente usted, entonces, respecto a la vida?
—No puedo decir que sienta nada.
—¿Pero se siente usted vivo?
—¿Que si me siento vivo? En realidad no. Hace muchísimo tiempo que no me siento vivo.
La expresión era de una resignación y una tristeza infinitas.

Posteriormente, después de advertir sus aptitudes para los rompecabezas y los juegos rápidos, el placer que le proporcionaban y su capacidad para «fijarlo», al menos mientras duraban, y para facilitar, durante un rato, una sensación de camaradería y de competición (no se había quejado de soledad, pero parecía tan solo; nunca expresaba tristeza, pero parecía tan triste) propuse que lo incluyesen en los programas recreativos de la Residencia. Esto funcionó mejor... mejor que el diario. Se involucraba intensa y brevemente en los juegos, pero pronto dejaron de significar un reto: resolvía todos los rompecabezas, y era capaz de resolverlos fácilmente; y era muchísimo mejor y más hábil que los demás en los juegos. En cuanto descubrió esto, volvió a mostrarse inquieto e irritable y empezó a vagar por los pasillos, nervioso, aburrido, con una sensación de ridículo: los rompecabezas y los juegos eran para niños, una diversión. Él quería, clara y apasionadamente, tener algo que hacer: quería hacer, ser, sentir... y no podía; quería sentido, quería una finalidad... en palabras de Freud: «Trabajo y amor».

¿Era capaz de hacer un trabajo «normal»? Según su hermano se había «desmoronado» cuando había dejado de trabajar en 1965. Había dos cosas que dominaba con sorprendente perfección: el alfabeto morse y la mecanografía al tacto. Nada podíamos hacer con el morse, salvo que le inventásemos una utilidad; pero un buen mecanógrafo nos venía bien, si era capaz de desplegar su antigua pericia: y esto sería trabajo de veras, no un simple juego. Jimmie recuperó enseguida su destreza con la máquina de escribir y llegó a hacerlo muy de prisa (despacio no podía) y halló en ello, en parte, el estímulo y la satisfacción de un trabajo. Pero aún seguía siendo una tarea superficial; era algo trivial, no llegaba a las profundidades. Y lo que mecanografiaba, lo mecanografiaba mecánicamente (no podía fijar el pensamiento), las breves frases se sucedían unas a otras en un orden que no tenía sentido. Uno tendía a hablarle, instintivamente, como si se tratase de una baja espiritual... «un alma perdida»: ¿era posible realmente que la enfermedad lo hubiese «desalmado»? «¿Ustedes creen que tiene alma?» les pregunté una vez a las monjas. Se escandalizaron con aquella pregunta, pero entendían muy bien por qué se las hacía. «Vaya a ver a Jimmie en la capilla», me dijeron, «y juzgue usted mismo». Lo hice y quedé conmovido, profundamente conmovido e impresionado, porque vi entonces una intensidad y una firmeza de atención y de concentración que no había visto nunca en él y de la que no lo había creído capaz. Lo observé un rato arrodillado, le vi comulgar y no pude dudar del carácter pleno y total de aquella comunión, la sincronización perfecta de su espíritu con el espíritu de la misa. Plena, intensa, quedamente, en la quietud de la atención y la concentración absolutas, entró y participó en la sagrada comunión. Estaba plenamente fijado, absorbido por un sentimiento. No había olvido, no había síndrome de Korsakov entonces, ni parecía posible o concebible que lo hubiese; porque no estaba ya a merced de un mecanismo defectuoso y falible (el de las secuencias sin sentido y los vestigios de memoria) sino que estaba absorto en un acto, un acto de todo su ser, que aportaba sentimiento y sentido en una unidad y una continuidad orgánicas, una continuidad y una unidad tan inconsútiles que no podían admitir la menor quiebra. Era evidente que Jimmie se encontraba a sí mismo, encontraba continuidad y realidad en el carácter absoluto del acto y de la atención espiritual. Las monjas tenían razón: allí hallaba su alma. Y la tenía Luria, cuyas palabras recordé entonces: «Un hombre no es sólo memoria. Tiene sentimiento, voluntad, sensibilidad, yo moral... Es ahí... donde puede usted conmoverlo y producir un cambio profundo». La memoria, la actividad mental, la mente sólo, no podía fijarlo; pero la acción y la atención moral podían fijarlo plenamente. Pero quizás «moral» sea un término demasiado limitado... porque en aquello se incluían también lo estético y lo dramático. Ver a Jimmie en la capilla me abrió los ojos a otros campos donde se convoca al alma y se la fija y apacigua en atención y comunión. La música y el arte provocaban la misma intensidad de atención y de absorción: comprobé que Jim no tenía ningún problema para «seguir» la música o piezas dramáticas sencillas, porque cada instante de música y arte contiene otros instantes, remite a ellos. Le gustaba la jardinería, y se había hecho cargo de algunas tareas en nuestro jardín. Al principio el jardín le parecía nuevo todos los días, pero por alguna razón acabó haciéndosele más familiar que el interior de la Residencia. Ya no se sentía perdido o desorientado en el jardín casi nunca; yo creo que lo estructuraba basándose en otros jardines amados y recordados de su juventud en Connecticut. Jimmie, tan perdido en el tiempo «espacial» extensional, estaba perfectamente organizado en el tiempo «intencional» bergsoniano; lo fugaz, insostenible como estructura formal, era perfectamente estable, se sostenía perfectamente, como arte o voluntad. Además había algo que persistía y que sobrevivía. Si bien lo «fijaba» brevemente una tarea o un rompecabezas, un juego o un cálculo, por el estímulo puramente mental, se desmoronaba en cuanto terminaba esa tarea, en el abismo de su nada, su amnesia. Pero si se trataba de una atención emotiva y espiritual (la contemplación de la naturaleza o el arte, oír música, asistir a misa en la capilla) la atención, su «talante», su sosiego, persistía un rato, así como una introspección y una paz que raras veces mostró por lo demás en su período de estancia en la Residencia, quizás ninguna.

Hace ya nueve años que conozco a Jimmie y neurológicamente no ha cambiado en absoluto. Aún tiene un síndrome de Korsakov gravísimo, devastador, es incapaz de recordar cosas aisladas más de unos segundos y tiene una profunda amnesia que se remonta hasta 1945. Pero humana y espiritualmente es a veces un hombre completamente distinto, no se siente ya agitado, inquieto, aburrido, perdido, se muestra profundamente atento a la belleza y al alma del mundo, sensible a todas las categorías kierkegaardianas... y estéticas, a lo moral, lo religioso, lo dramático. La primera vez que le vi me pregunté si no estaría condenado a una especie de espuma «humeana», una agitación carente de sentido sobre la superficie de la vida, y si habría algún medio de trascender la incoherencia de su enfermedad humeana. La ciencia empírica me decía que no... pero la ciencia empírica, el empirismo, no tiene en cuenta al alma, no tiene en cuenta lo que constituye y determina el yo personal. Quizás haya aquí una enseñanza filosófica además de una enseñanza clínica: que en el síndrome de Korsakov o en la demencia o en otras catástrofes similares, por muy grandes que sean la lesión orgánica y la disolución «humeana», persiste la posibilidad sin merma de reintegración por el arte, por la comunión, por la posibilidad de estimular el espíritu humano: Y éste puede mantenerse en lo que parece, en principio, un estado de devastación neurológica sin esperanza.


Oliver Sacks, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero