Eres un ocioso, un sonámbulo, una ostra. Las
definiciones varían según la hora, según el día, pero el sentido queda más o
menos claro: te sientes poco preparado para vivir, para actuar, para crear; no quieres
más que durar, no quieres más que la espera y el olvido. La vida moderna
generalmente aprecia poco semejantes inclinaciones: a tu alrededor has visto,
desde siempre, cómo se privilegiaba la acción, los grandes proyectos, el
entusiasmo: hombre que avanza hacia adelante, hombre con los ojos fijos en el
horizonte, hombre mirando directamente frente a sí. Mirada límpida, mentón
voluntarioso, andar firme, vientre contraído. La tenacidad, la iniciativa, el golpe
de genio, el triunfo, trazan el camino demasiado límpido de una vida demasiado
ejemplar, dibujan las sacrosantas imágenes de la lucha por la vida. Las
piadosas mentiras que acunan los sueños de todos aquellos que patalean y se
atascan, las ilusiones perdidas de los miles de relegados, los que llegaron
demasiado tarde, los que dejaron su maleta sobre la acera y se sentaron sobre
ella para enjugarse la frente. Pero no necesitas ya excusas, ni remordimientos,
ni nostalgias. No rechazas nada, no rehúsas nada. Has dejado de avanzar, pero
el hecho es que no avanzabas, no sigues adelante, has llegado, no ves para qué
tendrías que ir más lejos: bastó, casi bastó, un día de mayo en que hacía demasiado
calor, la inoportuna conjunción de un texto del cual habías perdido el hilo, un
tazón de Nescafé de pronto demasiado amargo, y una palangana de plástico rosa
llena de agua negruzca en la cual flotaban seis calcetines, para que algo se
rompiera, se alterara, se deshiciera, y apareciera a plena luz -pero la luz
nunca es plena en la buhardilla de la rue Saint-Honoré- esta verdad
decepcionante, triste y ridícula como un gorro con orejas de burro, pesada como
un diccionario Gaffiot: no tienes ganas de continuar, ni de defenderte, ni de
atacar.
Tus amigos se han cansado y ya no llaman a tu
puerta. Ya casi no andas por las calles donde podrías encontrarlos. Evitas las
preguntas, la mirada de aquel que el azar pone a veces en tu camino, rehúsas la
cerveza o el café que se te ofrece. Tan sólo la noche, tu habitación, te
protegen: el estrecho banco en el que permaneces acostado, el techo que
redescubres a cada instante; la noche, cuando, solo en medio de la multitud de
los Grands Boulevards, llegas casi a sentirte feliz con el ruido y las luces,
el movimiento, el olvido. No tienes necesidad de hablar, ni de desear. Sigues
el flujo que va y viene, de la République a la Madeleine, de la Madeleine
a la République.
Un hombre que duerme (1967)