Desde que don Juan se ha casado
es casi imposible encontrarlo fuera de su casa, sobre todo por la noche. Los
cabellos ralos y grises, los hombros un poco curvados y también -¿por qué no
decirlo?- un catarro obstinado, ya crónico, lo tienen apartado del mundo y de
sus pompas. Sin embargo, una noche, a mediados de marzo, vi a don Juan Tenorio
hablando en un lugar público con Juan Buttadeo, llamado el Judío Errante.
En medio de la ridícula majestad
de una gran cervecería de tipo germánico, bajo la claridad esfumada de una
redonda lámpara eléctrica, los dos hombres hablaban, meneando sus grises
cabezas, sin mirar a las mujeres de labios rojos y a los jovencitos escuálidos
que se hallaban ganduleando y beborroteando en torno de ellas. Las dos
legendarias apariciones habían bebido su café y no parecía que se diesen cuenta
de que se hallaban en el mundo de los estudiosos del "folclor" y de
los profesores de poesía comparada. Vivían y hablaban como ustedes y como yo, y
sus palabras me llegaron distintas y comprensibles apenas me acerqué a la
mesita de hierro junto a la que se hallaban sentados. Había una silla vacía
cerca de ellos y me senté en ella. Los dos viejos no interrumpieron su
conversación y me miraron con una fugitiva sonrisa, como si hubiese sido un amigo
de la infancia que acabasen de dejar pocos momentos antes.
-No es fácil; no, no es fácil
-afirmaba enérgicamente don Juan- dar una explicación de mi historia, y tal vez
me moriré antes de que se descubra el secreto de mi vida. He ido algunas veces
al teatro donde representaban mis gestas y me he reído mucho más que los otros
al ver aquella ingenua parodia que hace de mí un insaciable libertino, amasijo
de lujuria y de vanidad, arrastrado finalmente al infierno por la venganza del
Comendador y de Dios.
"¡Dulcísima cosa no ser
comprendido por esos reyes de la platea! Ni siquiera Molière, quien, sin
embargo, era cortesano y comediante, pudo comprender quién era yo. Bajo mi
justillo azul marino, bajo mi sombrero de solitaria pluma negra, nadie ha
sabido verme. Seducciones, besos, raptos nocturnos, escaleras secretas, citas
insidiosas, celadas, mascaradas y banquetes, y el blanco monumento, y la última
fiesta, todo eso era exterior, convencional, ficción; los escritores de
tragicomedias y poemas han visto todo eso y nada más. Un pintoresco seductor,
un caprichoso caballero, un voluble enamorado; eso es lo que soy para todos
ésos y para los que los leen. ¡Y ninguno de estos grandes reveladores del
corazón humano han descubierto la razón desesperada de mis aventuras, ni
siquiera uno ha adivinado que fui libertino contra mi voluntad y voluble contra
mi deseo!
"Podría volver a evocar las
noches de mi primera adolescencia, cuando antes de dormirme intentaba imaginar
y decidir cuál iba a ser mi vida. No ha habido ningún muchacho más apacible y
puro que yo. Pensaba en el amor como en una cosa sagrada y en la mujer como en
un proemio misterioso que me esperaba en el umbral de la juventud. Y la
juventud llegó, y vino la primavera, y temblaron las estrellas y reverdecieron los
árboles, y las mujeres se envolvieron en sus bellos vestidos claros. Pero el
amor no vino. El amor fue para mí una palabra. No sentí ninguna de aquellas
palpitaciones que hacen poner pálidos de repente los rostros de los hombres. No
tuve sobresaltos ni estremecimientos a la vista de un querido rostro, al sonido
de una voz clara. Mis sentidos se despertaron, pero mi corazón permaneció
tranquilo, pausado, como antes. Tenía el deseo del amor, pero no la capacidad
de amar. Comprendía que no amaría nunca, que no podría conocer nunca los
extravíos y los perfumes de la pasión. Comprendía que podría disfrutar de las
mujeres, que podría hacerme amar por ellas, pero que no conseguiría agitar por
un solo momento mi corazón o turbar mi alma. No quise creer en los primeros
tiempos en esa imposibilidad de amar y busqué todos los caminos para desmentir
mis primeras experiencias, ya que creía en la belleza y en la grandeza del
amor, y no quería que las mujeres fuesen para mí únicamente un juego y un
pasatiempo. Traté, pues, de hacer nacer en mí, por todos los medios, esa pasión
de la que me sentía espontáneamente incapaz; probé todos los métodos para que
se desarrollara en mí, aunque no fuese más que por una sola vez, la loca llama
del amor.
"Pensé que lo conseguiría
obrando 'como si' estuviese enamorado, esperando que, a fuerza de repetir
ciertas palabras y de realizar ciertos actos, nacería también en mí el
sentimiento que los demás expresaban con esos actos y palabras. Por eso fingí
perfectamente amar e imité todos los gestos, las sonrisas, las miradas, las
palabras, las expresiones que usan los enamorados. Repetí mil, diez mil veces
las más tiernas imágenes, las más ardientes confidencias y los más apasionados
suspiros de lírica apasionada; besé, acaricié, suspiré, pasé largas horas bajo
una ventana; esperé noches enteras envuelto en mi capa, la aparición de una luz
conocida; escribí cartas desatinadas, me esforcé en verter lágrimas de emoción
y conseguí perfectamente comprometerme a los ojos de todos, jurándome solemnemente
prometido a una jovencita que mi comedia amorosa había turbado. Pero todo fue
vano. De nada valió mi diligente ficción, estudiada con arreglo a los modelos
más perfectos y los libros más célebres. Continuaba siendo incapaz del
verdadero y único amor; tenía que reconocer siempre mi radical imposibilidad de
amar.
"Entonces comenzó mi vida
legendaria, aquella que ha hecho de mí el tipo del inconstante libertino. Hasta
aquel tiempo había sido puro de cuerpo y había buscado con toda el alma aquel
afecto potente y terrible de que todos los hombres son presa, al menos una vez.
Pero ante mi impotencia pasional no tuve valor para resignarme. Quise aún, y
por toda la vida, tentar la suerte. Esperaba que, tal vez repentinamente, el
amor surgiría a oleadas de mi corazón, más intenso e impetuoso a causa de la
larga espera. Creía que hasta aquel momento no había nacido en mí porque no
había encontrado todavía la mujer que debía hacer brotar y bullir mi interna
fuente de pasión. Y comencé a buscar desesperadamente a esa mujer; recorrí
todos los países, todas las ciudades del mundo, toda la Tierra, seduciendo
muchachas, atrayendo vírgenes, conquistando viudas y esposas; siempre inquieto,
incansable, descontento, no satisfecho; siempre al acecho de esa mujer única,
de esa liberadora desconocida que debía existir en alguna parte, que debía
encontrar, que debía hacerme conocer el amor inmortal. Y hubo mujeres que
huyeron conmigo, y mujeres que lloraron por mí, y mujeres que murieron por mí,
y nunca tuve la alegría y la sorpresa de encontrar aquella que debía hacer
estremecer mi corazón y confundir mi espíritu. Disfruté los cuerpos de
innumerables mujeres, sentí latir sobre mi pecho innumerables corazones de
amantes, y, sin embargo, ni por un momento fui capaz de fundir mi alma con la
de la que amaba. Me hallaba a su lado con el espíritu frío, insensible, lúcido:
interesado únicamente en las formas de sus miembros y en la graciosa curiosidad
de sus pequeñas almas ardientes. Las miraba a los ojos -ojos negros, ojos
azules, ojos grises, ojos de espasmo y de pasión- y veía en ellos reflejarse mi
rostro, y veía brillar la alegría de ellas al sentirme a su lado, y, sin
embargo, mis ojos no se velaron ni por un instante, y cuando las había poseído,
las dejaba sin remordimientos.
"Se dijo entonces que yo era
un vil lujurioso que buscaba el placer del cuerpo y despreciaba el amor,
¡cuando yo iba de mujer en mujer, de aventura en aventura, para buscar
precisamente el único amor, y mi volubilidad nacía de la constancia en quererlo
encontrar, y mi capricho nacía de la desesperación de no encontrarlo! Creían
que yo me divertía, cuando estaba triste por mi vana persecución; dijeron que
era cruel, cuando la suerte era cruel conmigo. Buscaba mil mujeres porque no
conseguía amar a una sola para siempre, y se imaginaban que yo quería burlarme
de todas. No vieron bajo la aparente ligereza del voluble caballero toda la
rabiosa tristeza del 'amante no correspondido por el amor'. Muchos corazones de
mujeres sufrieron por mi culpa, pero ninguna conoció, ni en las lágrimas ni en
los sollozos del abandono, toda la acerba desesperación de mi alma no
satisfecha de la mórbida carne ni de las veloces fortunas. Bajo la máscara de
mi leyenda se halla la amarga sonrisa del que fue amado demasiado y no
consiguió amar".
Calló el viejo seductor en este
momento, y el otro viejo comenzó a hablar con voz lejana:
-Lo que has dicho es tal vez
verdad y ciertamente terrible. Pero no has dicho más que la causa interna, la
prehistoria de tu leyenda, y no has ofrecido ninguna nueva interpretación, no
has añadido ningún nuevo sentido. Yo, que hace siglos y siglos recorro el mundo
y he aprendido a meditar en la soledad; yo, que he llegado a ser como el
errante Edipo, descifrador de enigmas y filósofo trágico, comprendo perfectamente
la moraleja que se desprende de tu lamentable historia. Aquello que los hombres
han querido condenar y matar en ti es "el amor a la diversidad, el amor al
cambio". Ante tu ir de mujer en mujer, ante la continua movilidad de tus
gustos y de tus deseos, ellos han levantado la blanca y rígida estatua del
Comendador, el verdadero símbolo, diría un lógico, del inmóvil concepto ante la
continua variedad de la intuición. ¡Y por eso, oh don Juan, eres mi hermano!
También en mí los hombres han expresado su odio y su miedo al cambio.
"Me han condenado a ser un
eterno vagabundo, imaginándose que el cambiar continuamente de lugar, ver
siempre cosas nuevas, no tener morada fija, un rincón estable del nacimiento a
la muerte, constituye la más grande maldición para el alma de un hombre. En
cambio, yo he convertido en alegría su condena; me he hecho un alma magnífica,
de pasajero, de explorador, de peregrino, de caballero errante, de globetrotter
aficionado, y así vivo, en el continuo diverso y en el perpetuo cambio, una vida
bastante más rica que la de mis jueces y mis verdugos. Yo y tú, don Juan, somos
los héroes de la diversidad y de la mutabilidad, y los esclavos de la casa
única y de la mujer única nos han querido escupir con desprecio. Pero nosotros
corremos, ¡oh don Juan!, nosotros corremos más de prisa que ellos y ellos irán
pronto bajo tierra a incubar su económica felicidad".
Pero don Juan no escuchaba al
sentencioso viajero, y apenas éste hubo callado, continuó hablando:
-Bajo la máscara de mi leyenda
hay tal vez una sonrisa, una amarga sonrisa, pero dentro de mi corazón no hay
más que angustia, siempre renovada por mis desilusiones. Ahora ya soy viejo, y
no sabré nunca qué cosa es el amor. La mujer que buscaba no me ha salido al
encuentro por ningún camino, y cuando ha llegado la vejez y he tenido necesidad
del reposo y de cuidados, no he encontrado más que una pobre criada que haya
querido cuidarme.
El Judío Errante iba a sacar
alguna consecuencia filosófica de las palabras de don Juan, cuando un
hombrecillo muy cumplido, vestido de negro y con un lunar sobre el bigote
izquierdo, vino a anunciar que la cervecería se cerraba. Don Juan sacó de su
bolsa una moneda de oro, pero el hombrecillo la miró y la rechazó. Era un
doblón español de 1662. Juan Buttadeo, más práctico, sacó del bolsillo una
moneda de plata, la hizo sonar sobre la mesa y los tres salimos juntos a la
plaza desierta, riéndonos estrepitosamente sin razón ninguna.