martes, 17 de marzo de 2015

UNA CARTA DESDE TEGUCIGALPA. Hernán Antonio Bermúdez









UNA CARTA DESDE TEGUCIGALPA

                      Por Hernán Antonio Bermúdez

“Ya no esperamos más de lo que nos ha sido dado”               
Mark Strand


  “Una carta desde Tegucigalpa” es el título de un poema incluido en el libro Casi Invisible del canadiense Mark Strand, fallecido en noviembre del 2014. Allí el poeta afirma que “En los viejos tiempos, mis pensamientos se encendían como pequeñas chispas en la casi oscuridad de la conciencia y yo los transcribía”.

   Traigo esas líneas a colación tras haber leído Irreverencias y reverencias de Rigoberto Paredes, recientemente publicado bajo el sello editorial Paradiso. Se trata de un poemario de impecable factura, con la calidad poética a que nos tiene acostumbrados dicho autor. 

  Pues ciertamente allí pareciera que el poeta Paredes hubiese “transcrito” sus pensamientos que reverberan como chispas vivas capaces de enardecer el texto. De la oscuridad, de la inerte indiferencia, extrae panegíricos ardorosos a poetas, artistas y pensadores (a Darío, a Alfonso Guillén Zelaya, a Clementina Suárez, a Juan Ramón Molina, a Alejandra Pizarnik, a Drumond de Andrade, a Holderlin, a Van Gogh, a Cioran, entre otros). Pero si bien el poeta se deleita en la confección de esos laureles a los integrantes de su panteón, como buen maestro de la expresión poética, echa a rodar una brutal vivacidad de epítetos con un estilo infatigablemente animado.

  Así, al aludir a las glorias literarias de Darío en el extranjero, deplora que “todo eso para venir a morir en un catre de León/entre sábanas puercas, / Chayo y las moscas” (p. 14).

  Y es que detrás del “memorial de agravios”, que es el reverso inevitable de la celebración del talento y la brillantez, Rigoberto Paredes consigue crear un mundo propio, un lenguaje tan identificable y peculiar que el lector no puede menos que rendirse ante la idiosincrasia de esa voz poética. 

  En Irreverencias y reverencias el lenguaje literario crea su propio diapasón, su cadencia irrepetible, con sus sonidos y timbres incanjeables. Sorna, sarcasmo e ironía son los “compañeros de viaje” consabidos, que el autor maneja con destreza de espadachín, tal y como lo ha sabido demostrar en libros anteriores.

  Pues bien, “perdido/entre los callejones de Tegucigalpa” (p. 19), “…en estos despeñaderos” (p. 21), “…entre muros de hojalata” (p. 36), en medio de la infamia, y pese a todo, “¿Quién dijo que un paisaje estepario/es más inquietante que una mujer semidesnuda?” (p. 55).  Y, como siempre, “…ella ciertamente es caso aparte/con sus piernas cruzadas/y sus pechos a punto de soltar amarras. /Aquí me quedaré, soñándola despierto, / como un fauno en brama y de malsano juicio” (p. 55).

  La carga erótica impregna el poema, y éste merced a su propio ímpetu, absorbe al lector y vivifica su experiencia. La sutileza de significados se condensa en el llamado irresistible del Garden Bar:
“Y cómo no amar lo que se tiene/por un rato/ en el suelo, en un catre, en caro lecho, / cómo dejar de hacer, cómo dejarlas/solas, a merced del olvido./Vengan a mí las doncellas del Garden,/ aquel del farolillo anémico en la entrada.”(p. 49)

  En definitiva, larga vida al “arcano deleite de dos cuerpos” (p. 59), que, en el caso de Irreverencias y reverencias se funda en el privilegio de escribir teniendo “sentada la belleza en las rodillas” (p. 11).

             Tegucigalpa, 3 de marzo del 2015