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miércoles, 30 de octubre de 2013

La pluma. Tomasso Landolfi

La pluma


TODOS SABEN QUE LAS PLUMASal igual que los encendedores y como cualquier otro objeto de uso, necesitan reposo; por consecuencia, cuando el poeta constató que su pluma ya no escribía como debería escribir, no se sorprendió demasiado y la dejó a un lado, tomándole prestada, por el momento, una pluma a la dueña de la pensión. Pero tampoco ésta escribía, pese a que había sido tratada con muchos miramientos y que había sido secundada en sus supuestos caprichos de pluma mediante oportunas inclinaciones o presiones; lo que indujo al poeta a regresar con un espíritu más conciliatorio con la primera pluma, la cual, sin embargo, continuaba reticente. Finalmente, luego de varios intentos y de haber sido paciente durante varios días (con grave perjuicio a la prepotente inspiración), se decidió a comprar una pluma nueva. La propia dueña de la pensión le anticipó el dinero necesario, y el poeta se dirigió a la mejor tienda de la ciudad, eligió la mejor y la más costosa y, seguro de que ya nada estorbaría la libre expansión de sus sentimientos, se encaminó triunfante a casa. 

    Regresó, se sentó ante el escritorio, comenzó sin titubeos un soneto, es decir, escribió el título del soneto, el primer verso, una parte del segundo y... y aquí la pluma nueva y perfecta se negó a su vez a escribir. ¿Eh, cómo es posible, si hace apenas un rato había escrito impecablemente y con prontitud las largas líneas y las cortas frases de prueba? La cosa era singular: una sospecha atravesó la mente del poeta, por lo que creyó pertinente considerar con mayor cuidado el comportamiento de estas plumas; en particular de esta última, cuya misma excelencia excluía la hipótesis de un accidente ocasional.

    No era precisamente que se negara a escribir; más bien era que, pese a haber sido alimentada con tinta, cuidadosamente limpiada, etcétera, llegado a un cierto punto languidecía, dejando en la hoja una huella cada vez más pálida, hasta volverse muda, o ciega, en resumen, hasta que ya no dejaba huella alguna. Para ser más claros, en realidad parecía que algo de lo que el poeta iba escribiendo no le gustaba, y que por eso se negaba a ejecutar su obra.

    En palabras aún más sencillas, el poeta entendió que la pluma lo juzgaba, así como quizá lo habían juzgado las anteriores, por eso era su huelga. Así que resultaba inútil buscar más plumas renuentes, daba lo mismo; y aunque lo aceptaba a regañadientes, deploraba que, si las plumas eran a tal punto evolucionadas y conscientes, no se pudiese pactar con ninguna de ellas. Y por otra parte, al poeta se le ocurrió pensar que, a lo mejor, de ellos dos, a quien le asistía la razón era precisamente a la pluma; quizá a través de este medio el dios Apolo intentaba convocarlo al orden... Pero vamos a ver, ¿a qué orden?, es decir, ¿cuáles eran sus faltas o pecados en cuanto poeta? ¿Quizá encontraban —el dios y, por poder, la pluma— que su estilo era demasiado pomposo o, por el contrario, demasiado pudibundo? ¿Albergaban dudas sobre la sinceridad de sus sentimientos? ¿Desaprobaban la elección misma de sus temas? ¿Estimaban poco musical su verso y su prosa numerosa? Preguntas que regresaban, luego, como si fuesen una: ¿qué era lo que la pluma quería de él? Era urgente entenderlo, tanto para la salud de su poesía como de la poesía en general, y el poeta se dedicó a esto con empeño; es necesario, se repetía a sí mismo, ir avanzando de prueba en prueba; quizá a través de eliminaciones sucesivas se podrían adivinar las intenciones de la pluma y obtener de ella, finalmente, su aprobación.

    Ahora bien, durante algún tiempo siguió esta suerte de contienda con alternada suerte: en ocasiones le parecía que había podido amansar a la ministra y adversaria (en el sentido en que ella lo dejaba escribir tres o cuatro líneas sin languidecer), pero inmediatamente después la desesperante situación se restablecía, y la pluma, siempre menos partícipe, cada vez cediendo menos de sí misma o de su propia tinta o de su propia sangre, terminaba arañando infructuosamente la hoja. De todo esto, por lo demás, no se pretende dar noticia; será suficiente con saber que llegó el día en que el poeta, cansado de tanto sube y baja y de tantas derrotas, se dispuso a realizar un experimento, según él, definitivo.

    El poeta se dijo a sí mismo: ¿Es o no es el amor el sentimiento más noble y universal? Y se respondió: Sin duda alguna. Por lo cual, continuó dialogando consigo mismo, sobre dicho incipit, al menos, la pelandusca de mi pluma no encontrará nada que objetar; si yo hablo de mi amor, se le escuchará rechinar. Y sin embargo no, añadió honestamente, si mi amor no fuese genuino, sino cualquier otro sentimiento simulado o literario, ella tendría toda la razón del mundo para fruncir la boca. Pues bien, pongamos atención: ¿yo amo realmente, es real esa distinguida doncella que he puesto en la cumbre de mis pensamientos y mis esperanzas? Sí, amo con toda mi alma y la distinguida doncella está en la cumbre, creyó responderse... ¡Oh! Bueno, lo elevado del tema y la sinceridad no son suficientes, de acuerdo; pero seguirán siendo dos puntos a mi favor, y ya pensaremos después en el resto.

    Vamos, vamos, a la obra; y escribió con buen garbo el título de la composición: Mi amor. Y la pluma siguió dócilmente el movimiento de su mano, socorriéndolo con una perfecta erogación de tinta (como la llaman); al final los caracteres, intensos, bien legibles, casi resplandecían sobre la página blanca. Pero, entiéndase, éstas no eran más que escaramuzas; los adversarios parecían estudiarse, y el poeta tenía la mala impresión de que la pluma lo espiaba con aire burlón, como diciéndole: ¡Diantres!, a tu servicio. Un bellísimo título: ya luego se verá en lo que acaba.
    La composición, largamente meditada y sufrida, y terminada parte por parte en la mente del poeta, sonaba así: «Mi amor es semejante al viento de la noche; que en un principio apenas y te roza con su ola fugitiva y se va más allá hacia desconocidas metas, y que detrás de ti se cierra como el agua detrás del navío, pero luego, poco a poco, casi curioso de ti, se envuelve y se revuelve, te ciñe, penetra y fuerza.

    »Así, querida, yo te asedio, e irrumpo en la cerrada ciudadela que custodian tus dioses, y quiero hacer en ella el lugar de mi reposo.

    »Sobresalta y asusta a tu corazón el viento de mi violencia; pero se aquieta de inmediato. No se rinde, se aquieta: él reconoce la fuerza y la dulzura del nuevo regimiento.
    »Ya no de otros, sino de mí, tú quisieras ser súbdita y reina». 

    Escribió, resoplando y regocijándose a la vez, y ni siquiera advirtió que esta vez la pluma, voluntariamente, lo había asistido, sin errores; él ahora pensaba en otra cosa, no en celebrar su triunfo sobre la obstinada. Se echó hacia atrás contra el respaldo de la silla, encendió otro cigarrillo, consideró con los ojos entrecerrados la oscura, ordenada multitud de líneas. Se sentía exhausto, pero feliz: lo que quiera que fuesen, aquellas distendidas líneas que habían salido de lo profundo de su alma correspondían exactamente a su pasión y a su forma de pasión, estaba seguro de ello... Cierto, podía encontrarse allí una sobreposición y una confusión tal de imágenes, o cualquier otra cosa de imperfecto; pero había tiempo para corregir, retocar, para mejorar el dictado... Volvió a meter la cabeza en los sudados papeles, se puso a releer lo escrito.

    Y esto fue lo que leyó aterrorizado: «Quisiera celebrar mi amor. Pero, ¡gran Dios!, ¿qué puedo decirles acerca de él? Si él es sincero, excluye las palabras o las hace, de cualquier manera, inútiles; si no lo es, ¿ante quién y para el provecho de quién lo fingiría?

    »Pero por lo menos puedo preguntarme precisamente sobre esta hoja de papel, en el silencio de la noche, si él es realmente sincero. Ah, cuestión vana entre todas: todo sentimiento es sincero y ninguno lo es hasta el fondo; ninguno es, o quizá puede ser, puro. Y, además, ¿qué aportaría una indagación semejante, o cómo me dejaría la certeza de saber que mi corazón miente?
    »¿Acaso pienso en la gloria? ¿Cuando, muerto yo, alguien juzgue que he dispuesto bien sobre la página blanca negras palabras? ¡Ah!, ¿y cómo gozaría de lo que no puedo gozar ahora y no podré, insensible despojo, gozar jamás?

    »Negras palabras, y oscuras. En vano yo me esfuerzo en suscitar en ellas una luz; en vano busco penetrarlas y establecer en ellas una correspondencia con una realidad de cualquier orden; ellas no le responden más que a la nada; buenos tiempos, cuando imaginaba para ellas una patria celeste revelada... A veces, en ciertas temporadas, las buenas avellanas que vienen de los montes salen hueras a causa de un gorgojo secreto que ellas guardan: ávido muchacho, yo me encontraba con las manos repletas de cáscaras, nada más que cáscaras... A dicha suerte me preparo hoy, si insisto.
    »No es que yo sea un mal poeta; a lo mejor y hasta soy bueno, daría igual el resultado último. Y, concluyendo, no me queda más que cambiar de oficio... No sé: mi padre me dejó algunos centavos, la farmacia de aquí en la esquina está en venta... ¡Oh!, ¿tienen que ser farmacias? ¿No se podría, de casualidad, escoger un oficio un poco más poético?... ¡Tonterías! Debo armarme de valor y empezar a prevenir: o será demasiado tarde y me pasaré toda mi vida divirtiéndome con cascarones vacíos».


TRADUCCIÓN DE MARÍA TERESA MENESES



miércoles, 28 de noviembre de 2012

Botter. Época

"Le he dicho que limpie el polvo a los libros, pero no
página a página, mujer."

Antología del humor (Madrid, 1960-1961)

sábado, 1 de octubre de 2011

Los insectos piensan. Robert Benchley



En un libro reciente, titulado La vida psíquica de los insectos, el profesor Bouvier recomienda no adjudicar inteligencia a esos minúsculos seres alados aunque se comporten de un modo que permita sospecharlo. Probablemente sólo se trate de reflejos.

Sin embargo, me gustaría someter a consideración del profesor un caso que prueba la facultad de razonar de un insecto, cuya conducta no podría explicarse satisfactoriamente de otro modo.

Durante el verano de 1889, mientras preparaba mi tratado sobre La risa en las ninfas, criamos una mosquita hembra en nuestra casa de campo de los Adirondacks. En verdad era más nuestra hija que nuestra mosquita, a pesar de que tenía más aspecto de mosquita que de chica, detalle que, entre otros, nos permitía distinguirla.

Cuando la recogimos era aún una mosquita adolescente (trece o catorce años), y durante algún tiempo no conseguimos que comiera ni bebiera. ¡A tal punto llegaba su timidez! Como era hembra, quisimos llamarla “Miriam” pero le quedó el sobrenombre que le habían puesto los chicos: “Pelotita”.

Una noche en que me había quedado hasta muy tarde trabajando en mi laboratorio, al utilizar una botella de gin y otros elementos químicos, tropecé con un nueve de diamante, que había rodado por el piso e hice caer el fichero en que estaban clasificados los nombres y las direcciones de todas las mosquitas de América del Norte que valía la pena de conocer, y las fichas se desparramaron por el piso.

Cuando bajé a la mañana siguiente, encontré a “Pelotita” todavía dormida en su caja, visiblemente agotada. Lo que, por otra parte, no tenía nada de extraño: las fichas caídas seguían en el piso, exactamente en el mismo lugar en que las había la noche antes. La fiel mosquita las había estudiado, sobrevolándolas toda la noche, preguntándose si debía recogerlas y guardarlas nuevamente en el fichero o si, por el contrario, debía dejarme a mí ese trabajo, pues corría el riesgo de aumentar el desorden al ordenarlas, dado que su ignorancia en materia de ninfas –salvo en el caso de las ninfas de mosca- era casi total. La empresa superaba, sencillamente, a su competencia y, descorazonada, se metió en su caja y lloró hasta que se quedó dormida.

Si este ejemplo no invalida la declaración del profesor Bouvier que pretende que los insectos sin incapaces de razonar, hago tablas.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Mi negro. Edouard Osmont.


Un día recibí una carta de Tombuctú. Era Latapy, que me escribía contándome novedades y anunciándome la próxima llegada de una magnifico sudanés.

“Si le das casa y comida –me decía- te servirá voluntariamente de criado sin exigir sueldo, pues lo que realmente quiere es pasar una temporada en París.”

¡Un doméstico sin sueldo! No estaba mal. Esperé, por lo tanto, al sudanés.

Una mañana oí que llamaban a la puerta. Salí a abrir y me encontré frente a un individuo tan negro, pero tan negro, que retrocedí espantado. El me tendió una carta. Reconocí la letra de Latapy.

-¡Ah…! ¿Usted es el sudanés?

-Sí, sinor.

-¡Lindo aspecto tiene, pobre amigo!

Lo hice entrar, y como se quedaba mirándome, lo urgí:

-Vaya pronto a lavarse. Está todo negro.

-Sí, yo todo negro.

Esto no parecía preocuparlo mucho. Lo arrastré entonces delante de un espejo.

-Pero mírese, desdichado, ¿Dónde diablos se ha metido?

-Sí, yo todo negro.

Y sonreía, muy tranquilo. Sus dientes eran de un blanco deslumbrante. Me asombró que un individuo tan poco preocupado por la higiene de su cara fuera a tal punto cuidadoso de su dentadura. Luego le pregunté qué le había pasado, de dónde provenía esa capa increíble de suciedad que cubría su rostro. ¿Era tinta u hollín, pomada o carbón? Pareció no comprender.

Le dije que se desnudara e hice calentar agua para el baño. Cuando lo vi desnudo, comprobé con estupor que la piel de su cuerpo era tan negra como la de sus manos y su cara. Posiblemente no se había lavado por lo menos durante los últimos veinte años. Lo interrogué nuevamente. Pero me fue imposible obtener una explicación aunque fuere aproximada. Era completamente idiota.

Lo hice entrar en la bañera y comencé a fregarlo vigorosamente. Pero no salía nada. Sin dejarme amedrentar por esta primera tentativa fallida, redoblé mis esfuerzos. Al cabo de cinco minutos me di cuenta de que el jabón resultaba insuficiente y que debía encontrar otra cosa. Quise rascarlo con un cuchillo para sacar lo más grueso, pero empezó a lanzar alaridos de dolor. Algo descorazonado, me pregunté si no era mejor dejarlo cocinar en su propia salsa. Pero me dije que no podía dejar a un ser humano en semejante estado de abyección, y que mi deber más elemental consistía, por lo menos, en limpiarlo.

Lo froté con piedra pómez; recurrí al esmeril, usé agua de lavandina. ¡Esfuerzo inútil! Sin embargo no desesperaba, ya que su piel comenzaba a caerse en distintos lugares. Inicié la búsqueda de los más diversos detersivos. Sucesivamente, la soda caústica, la bencina, la terebentina, la potasa se ensañaron vanamente con la epidermis de mi sudanés. Noche a noche yo llegaba con un producto nuevo. En cuando me oía, el sudanés se escondía en el otro extremo del departamento, pero yo lo arrastraba y recomenzaba mis experiencias. Mientras lo frotaba, elevaba hacia mí sus ojos de perro apaleado y lanzaba gemidos dolorosos. Sus miradas y sus quejas me hacían daño. Muchas veces estuve a punto de llorar, pero me burlaba de mi propia sensiblería, diciéndome que la salud de este desdichado bien valía esas torturas pasajeras, y que él sería el primero en darme las gracias.

Su cuerpo ya no era más que una inmensa llaga. Calenté el agua de la bañera a temperaturas fantásticas. Sus llagas se volvieron horribles. Lo froté con arena mojada. La sangre brotaba de todos los poros. Lo raspé con vidrio molido. Se transformó en un conejo despellejado.

Entonces comprendí que nunca llegaría a limpiarlo y que debía hallar otros medios, y me hice esta reflexión:

“Los albañiles que limpian un edificio no se entretienen raspando una a una las partes sucias hasta hacer desaparecer la última. Se conforman con blanquearlo. Blanqueemos, pues, a mi sudanés.”

Compré blanco de plata y le di varias manos a mi sudanés. Cuando se vio todo blanco, de pies a cabeza, su alegría no tuvo límites. Hacía cabriolas frente a los espejos, diciendo:

-Tú, dueño bueno. Yo, lindo, lindo.

Yo, dueño bueno… ¡Claro, ya que me tomaba tanto trabajo por su salud pedazo de animal…” El lindo, lindo, era harina de otro costal. Se lo hubiera tomado por un Pierrot enfermo. Pero tenía aspecto de limpio, lo que ya era un progreso.

No alcanzo a explicarme si fue el blanco de plata que desapareció o si el polvo exterior lo cubrió; lo cierto es que al cabo de unos días, el blanco ya no existía en varios puntos. Mi sudanés parecía un tablero de damas con los escaques mal alineados. Lo usé para jugar al ajedrez.

Después, los colores se mezclaron. Su cuerpo se transformó en una masa grisácea, espantosa, más horrible a la vista que el tinte negro del comienzo. Entonces me dije: “Está claro que el blanco no durará. Veamos… Los que pintan balcones, usan primero material colorado y encima pintan. Quiere decir que hacen falta varias manos. Debo empezar por el colorado que, probablemente, tiene más mordiente.”

Compré minio. Fue un verdadero placer embadurnar a mi sudanés. Comprendí la alegría de los chicos cuando colorean sus álbumes de figuras. ¡Es realmente divertido!

Cuando se vio todo colorado, de la cabeza a los pies, mi sudanés se mostró exultante y, mientras saltaba hasta el techo, repetía:

-Tú, dueño bueno. Yo, lindo, lindo.

Al día siguiente comenzó a quejarse de picazón en todo el cuerpo. Al segundo día lo agobiaron dolores espantosos. Al tercero, sus alaridos hicieron temblar la casa. Lo exhorté para que tuviera paciencia, haciéndole ver los progresos que habíamos logrado y prometiéndole un pronto fin a todos su males. Dejó de quejarse. Cuando juzgué que estaba suficientemente seco, le pasé una mano gris perla. Este color me gustaba y era un sensible progreso hacia el blanco.

La vista de su persona gris perla de los pies a la cabeza, lo maravilló. De hecho, resultaba único, y yo estaba casi tan contento como él. Nadie tiene idea del espectáculo que representa un cuerpo humano totalmente pintado de gris perla. Les aconsejo que ensayen algún domingo que no tengan nada que hacer. Es simplemente maravilloso.

Como debía salir de viaje, escribí en una hoja “Pintura fresca” y pegué el cartel sobre la espalda de mi sudanés. Cuando volví lo encontré en cama.

¿Era a causa del colorado? ¿Era a causa del gris? Lo cierto es que su epidermis ardía y, además, el color comenzaba a desaparecer. La espalda y las nalgas, a causa sin duda del roce con el colchón, eran casi negros; el vientre, casi colorado; la cara, casi gris; los brazos y las piernas, casi blancos. Y no cito los miles de matices intermedios. Nunca había visto tantos.

Comprendí que todos mis esfuerzos pictóricos eran vanos y que debía encontrar otra solución. Y me dije: “Los colores no duran. Ensayemos con el dorado.”

Compré, pues, litros y litros de oro líquido, que cuesta tremendamente caro. Pero yo no retrocedo ante ningún gasto cuando se trata del bien de mi prójimo.

Cuando se vio reluciente de oro de pies a cabeza, fue el delirio. Balbuceaba sin cesar:

-¡Yo, rico! ¡Yo, rico!

Parece que nos veían desde la calle, pues vinieron a avisarme que dos sargentos de policía me buscaban. Me presenté ante los representantes de la ley, que me acusaron de haber robado el fantasma de la Bastilla. Les respondí que antes de hacer pesar sobre mí una acusación tan infamante, harían bien en asegurarse de la realidad de la desaparición. Entonces me dijo que iría a cerciorarse, mientras el otro hacía guardia en el corredor de mi departamento para impedir que me fugara.

Mientras tanto, mi sudanés no dejaba de saltar delante de los espejos cantando: “¡Yo, rico! ¡Yo, rico!”

Él sería rico, pero yo me di cuenta, al cabo de quince días, de que su fortuna comenzaba a declinar a ojos vista.

Quedaban rastros sobre todos los muebles. Sembraba su oro por toda la casa. Tuve entonces la idea de nombrarle un consejero legal, pero me di cuenta de que cuando se iniciaran las formalidades judiciales haría ya mucho que había desparramando todo su oro y ya no le quedaría nada.

Me pareció llegado el momento de probar con otra cosa y me hice el siguiente razonamiento:

“Los colores no duran. El dorado tampoco. Sólo me queda una camino: voy a niquelarlo.”

Sin pérdida de tiempo lo sumergí en un baño de níquel. Como al cabo de un cuarto de hora no daba señales de vida, fui a informarme de su estado. No me respondió. Debí esforzarme para sacarlo de la bañera. Estaba terriblemente pesado. Lo senté frente a mí. Permanecía, sin embargo, absolutamente inmóvil. Vagamente preocupado, lo sacudí por un brazo. Pero todo su cuerpo se sacudió, pues formaba un solo bloque rígido. El choque de los pies sobre el piso tenía resonancias metálicas. Apoyé la mano sobre su corazón. Estaba muerto. Entonces le hice colocar una hoja de parra, y ahora lo uso como pisapapeles.


Edouard Osmont (1855-1909)

Nota: La artista Sara Gavioli ilustró en el año 2010 La Governante de E. Osmont .

lunes, 5 de septiembre de 2011

Correo sentimental. Mark Twain .

Mark Twain

Los hechos que voy a narrar están consignados en la carta que me ha enviado una muchacha que vive en la hermosa ciudad de San José. No la conozco, y firma simplemente Aurelia María. También puede ser un seudónimo, pero poco importa. La pobre tiene el corazón destrozado por los infortunios que ha sufrido. Está tan perturbada por los consejos contradictorios de falsos amigos y de enemigos insidiosos, que no sabe qué partido tomar para librarse de la red de dificultades en que parece estar presa sin esperanzas. En su desesperación ha recurrido a mí. Me suplica que la aconseje, con una elocuencia que ablandaría hasta el corazón de una estatua. Esta es su triste historia.

Tenía dieciséis años cuando conoció a un joven de Nueva Jersey, llamado Williamson Breckinridge Caruthers, unos diez años mayor que ella, y se enamoró de él con todo el ardor de un alma apasionada. Se pusieron de novios con el beneplácito de amigos y parientes, y por un tiempo su vida pareció inmunizada contra la desdicha, aun superando la cuota normal. Pero un día cambió la cara de la fortuna.

El joven Caruthers contrajo una viruela de la especie más virulenta, y cuando se recuperó su rostro había quedado agujereado como una criba: su belleza había desaparecido definitivamente.

Al principio, Aurelia pensó romper el noviazgo; pero, por piedad, se limitó a aplazar el casamiento para el año siguiente, dando una oportunidad al desdichado.

La víspera del día en que debía realizarse el casamiento, Breckinridge, mientras miraba ensimismado un globo, cayó en un pozo y se quebró una pierna que hubo que amputarle más arriba de la rodilla. Aurelia pensó de nuevo en romper el compromiso, pero otra vez triunfó el amor, y el casamiento fue aplazado nuevamente para permitir que su novio se restableciera.

Pero un nuevo infortunio se abatió sobre el desdichado novio. Perdió un brazo a causa de un cañonazo perdido durante los festejos patrios, y, tres meses después, una máquina cardadora le arrancó el otro.

El corazón de Aurelia quedó casi paralizado ante estas nuevas calamidades. No podía dejar de sentir una tremenda aflicción al ver cómo su enamorado la abandonaba pedazo a pedazo, pensando que de seguir con ese sistema de progresiva reducción pronto no quedaría nada y no sabiendo de qué modo detenerlo en tan funesto camino. En su terrible desesperación, casi lamentaba, como un comerciante que se obstina en un negocio y cada vez pierde más, no haber aceptado a Breckinridge al principio, antes de que hubiese sufrido tan alarmante depreciación. Pero su corazón venció y resolvió esperar una vez más la recuperación de su novio.

Nuevamente se acercaba el día del matrimonio, y una vez más aparecieron los nubarrones de la desilusión. Caruthers se enfermó de erisipela y perdió completamente la visión de un ojo. Los amigos y los parientes de la muchacha, considerando que había demostrado más generosidad de la que podía exigírsele, intervinieron otra vez e insistieron para que rompiera de una vez por todas el compromiso. Pero, tras una breve vacilación, impulsada por toda la generosidad de sus honorables sentimientos, dijo que había reflexionado largamente sobre el asunto y que no podía hacer a su novio ningún reproche. En consecuencia, aplazó una vez más la fecha y Breckinridge se rompió la otra pierna.

Fue un día realmente doloroso para la pobre muchacha, aquel en que los cirujanos le llevaron con respeto la bolsa cuyo uso ya conocía por experiencias anteriores, y su corazón vislumbró la cruel verdad: otra vez había desaparecido algo de su novio. Comprendió que el campo de su afecto disminuía día a día, pero insistió y renovó su compromiso.

Finalmente, pocos días antes del término fijado para el casamiento, ocurrió una nueva desgracia.

El único hombre a quien los indios de Owen River hayan arrancando el cuero cabelludo, fue Williamson Breckinridge Caruthers, de Nueva Jersey. Iba a reunirse con su novia, exultante de alegría, cuando perdió para siempre su cabellera. Y en esa hora de amargura, maldijo la irónica situación que le permitió salvar la vida.

En definitiva, Aurelia se encuentra perpleja ante la conducta a seguir. Ama todavía a su novio, me escribe –o, al menos, lo que resta de él-, pero su familia se opone tenazmente al casamiento. Breckinridge no posee fortuna y está imposibilitado para cualquier trabajo. Ella, por su parte, no tiene medios suficientes como para subvenir cómodamente a las necesidades de ambos. “¿Qué hago?” me pregunta en su duda cruel.

Es una cuestión delicada. Es una cuestión de cuya respuesta puede depender la vida de una mujer y de casi los dos tercios de un hombre. Pienso que sería asumir una responsabilidad demasiado grande si respondiera con algo más que una sugestión.

¿Cuánto costaría reconstituir un Breckinridge completo? Si Aurelia puede afrontar los gastos, que compre para su mutilado enamorado piernas y brazos de madera, un ojo de vidrio y una peluca para que quede presentable. Que le conceda entonces veinticuatro días, sin postergación, y si en ese lapso no se rompe la crisma, que corra el riesgo de casarse con él. De cualquier modo, no creo que al hacerlo se exponga a un riesgo muy grande.

Si su novio, Aurelia, cede todavía a la loca tentación que lo impulsa a quebrarse algo cada vez que se le presenta la ocasión, su próxima experiencia le resultará, seguramente, fatal, y entonces usted quedará tranquila, casada o no. Casada, las piernas de madera y otros objetos, propiedad del difunto quedan en poder de su viuda y de este modo usted no pierde nada, como no sea el último fragmento viviente de un esposo honesto y signado por el destino, que intentó toda su vida hacer lo mejor pero que tuvo en su contra sus extraordinarios instintos de destrucción. Haga el intento, María. He pensado largamente al respecto. Es la única conducta razonable.

En realidad, Caruthers hubiera procedido mucho más cuerdamente si en su primera experiencia hubiera comenzado por romperse el cuello. Pero ya que ha elegido otro método, decidido a sobrevivir el mayor tiempo posible, no creo que podamos reprocharle haber hecho lo que más le gustaba. Lo que sí debemos hacer, es sacar el mayor provecho de las circunstancias dadas sin sentirnos amargados contra él.