sábado, 1 de octubre de 2011

Los insectos piensan. Robert Benchley



En un libro reciente, titulado La vida psíquica de los insectos, el profesor Bouvier recomienda no adjudicar inteligencia a esos minúsculos seres alados aunque se comporten de un modo que permita sospecharlo. Probablemente sólo se trate de reflejos.

Sin embargo, me gustaría someter a consideración del profesor un caso que prueba la facultad de razonar de un insecto, cuya conducta no podría explicarse satisfactoriamente de otro modo.

Durante el verano de 1889, mientras preparaba mi tratado sobre La risa en las ninfas, criamos una mosquita hembra en nuestra casa de campo de los Adirondacks. En verdad era más nuestra hija que nuestra mosquita, a pesar de que tenía más aspecto de mosquita que de chica, detalle que, entre otros, nos permitía distinguirla.

Cuando la recogimos era aún una mosquita adolescente (trece o catorce años), y durante algún tiempo no conseguimos que comiera ni bebiera. ¡A tal punto llegaba su timidez! Como era hembra, quisimos llamarla “Miriam” pero le quedó el sobrenombre que le habían puesto los chicos: “Pelotita”.

Una noche en que me había quedado hasta muy tarde trabajando en mi laboratorio, al utilizar una botella de gin y otros elementos químicos, tropecé con un nueve de diamante, que había rodado por el piso e hice caer el fichero en que estaban clasificados los nombres y las direcciones de todas las mosquitas de América del Norte que valía la pena de conocer, y las fichas se desparramaron por el piso.

Cuando bajé a la mañana siguiente, encontré a “Pelotita” todavía dormida en su caja, visiblemente agotada. Lo que, por otra parte, no tenía nada de extraño: las fichas caídas seguían en el piso, exactamente en el mismo lugar en que las había la noche antes. La fiel mosquita las había estudiado, sobrevolándolas toda la noche, preguntándose si debía recogerlas y guardarlas nuevamente en el fichero o si, por el contrario, debía dejarme a mí ese trabajo, pues corría el riesgo de aumentar el desorden al ordenarlas, dado que su ignorancia en materia de ninfas –salvo en el caso de las ninfas de mosca- era casi total. La empresa superaba, sencillamente, a su competencia y, descorazonada, se metió en su caja y lloró hasta que se quedó dormida.

Si este ejemplo no invalida la declaración del profesor Bouvier que pretende que los insectos sin incapaces de razonar, hago tablas.