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sábado, 18 de noviembre de 2017

MAR DEL DESTIEMPO. Hernán Antonio Bermúdez.






 Hace un año, en noviembre del 2016, se publicó en El Salvador (proyecto editorial “La Chifurnia”) el cuadernillo de poesía Mar del destiempo de José Luis Quesada.

  Como en sus poemarios recientes El hombre que regresa (2015) y Crónica del túnel y sus inmediaciones (2016), ambos publicados en Costa Rica, Quesada despliega una escritura única en su género, pues edifica un universo en sí mismo, como un pequeño reino entre colinas (p. 3), donde el lector puede deambular, reingresar, abandonar e incluso extraviarse a voluntad.

  Versado como pocos en su oficio (su primer poemario propio data de 1974), José Luis Quesada hace gala de una admirable soltura en la forma, pese a las curvas a menudo apretadas de su producción poética: ¿Qué caso tiene ahora lamentarnos, / malheridos por la nostalgia/ de nuestras mutuas pérdidas/ en el mar del destiempo? (p.5).

  El autor escribe, como siempre, según sus inclinaciones personales, se instala en El mar del destiempo como quien está en el centro de su querencia, y es ahí cuando le es dable descorrer un instante el velo de las cosas (p. 3).

  La nota predominante es su desenvoltura literaria: el poeta Quesada se embarca en tramas verbales en las que las palabras, dóciles, se someten por entero a sus designios, como sólo él es capaz de idear. Así, su vocabulario rampante constituye esa materia prodigiosa (p. 7) con la que dota a su obra de una coherencia arquitectónica, acaso única en la poesía centroamericana.

  Y eso lo consigue con un manejo expresivo que suele ser austero, que incurre incluso en lo que en el mundo anglo-sajón denominan understatement, vale decir, la actitud de contención (y de auto-ironía) que conduce a atenuar los énfasis, a bajarle el tono a las afirmaciones.

  De manera que en Mar del destiempo vuelve a fluir el virtuosismo de una pluma que sabe …apreciar/ el prodigio/ de las buenas palabras (p. 8), y de allí emerge inclusive la angustia de nuestra sociedad, como se pone de relieve en ese poema “emblemático” que es “Cada día”: ¿Por qué mueren tantos? / ¿Por qué en este país a diario mueren tantos? / (…) Pareciera que aquí ya nadie es inocente (p. 9).

  Pero fuera de aludir a los males y pestes del mundo circundante, en el que estamos atados a la inmovilidad de la desesperación (p. 18), la voz del poeta alcanza las cotas más altas de creatividad al rendir el tributo que cuadra a los/ amores imposibles (p. 22), pues como afirma al final de Mar del destiempo:

El amor tiene que ser discretamente invisible. / Nunca me descubriré ante ti, / pero un vislumbre de mis ojos te llegará en las noches (p. 22).

  José Luis Quesada, inimitable maestro de varias camadas de poetas, pone en claro, pese a la brevedad de este cuadernillo, el rigor y la riqueza de su quehacer literario.
      


Tegucigalpa, 13 de noviembre del 2017

miércoles, 23 de agosto de 2017

CARIAS Y BAHR: LOS CLASICOS. Hernán Antonio Bermúdez



Hernán Antonio Bermúdez nos regala un incisivo y breve ensayo sobre lo que considera nuestros “clásicos” literarios contemporáneos. Este abre un debate -para otros polémica- que nos concierne a los lectores sobre un tema que hace ratos veníamos debatiendo. Gracias por “traducir” nuestras opiniones que aún no habían sido escritas, y por llegar a una “resolución” compartida.


Carías y Bähr: Los clásicos   



Marcos Carías Zapata (1938) y Eduardo Bähr (1940) son los narradores hondureños que comenzaron a escribir desde una estética puesta-al-día y desligada de las rémoras de la retórica heredada del modernismo.
Ambos escritores son originales, tanto por el carácter del todo innovador de sus estilos, como por su condición de precursores de la narrativa hondureña en clave contemporánea.

Antes de ellos hubo narradores cuyos libros son curiosidades, piadosamente olvidadas, que pertenecen más a la historia de la imprenta que a la literatura.

Y es que el costumbrismo en nuestro país es de muy difícil rescate: ni la mejor buena voluntad es capaz de reivindicar con honestidad esos libros. Sólo ternuras retrospectivas podrían disimular el efecto soporífero que produce la obra de los costumbristas locales. Algunos de esos relatos “de la tierra” bien calificarían para ser pasto de las tesis de grado de egresados de estudios literarios o, como dirían los cientistas sociales haraganes, constituirían “valiosos documentos sociológicos”.

Marcos Carías y Eduardo Bähr representan, así, una especie de recomienzo de cara a nuestra paupérrima tradición, tanto más opresiva cuanto más pobre. Ha habido, por supuesto, excepciones, como el caso de Marcos Carías Reyes, padre de Carías Zapata, y el antecedente tantas veces citado de El arca de Oscar Acosta, cuyos micro-relatos marcaron un chispazo de modernidad a principios de los años 50.

Marcos y Eduardo tuvieron, entonces, la libertad de convivir únicamente con los “invitados” que ellos mismos convocaron: los autores del “boom” latinoamericano, Sartre, Kafka, Faulkner, Virginia Woolf, entre otros. En todo caso, ambos comparten el genuino fervor por un oficio y demuestran que en el campo literario no hay sino un solo camino: el del lenguaje.

Su escritura se caracteriza por un don indefinible: la gracia. Además, una visión penetrante, y una ironía perceptible en todo momento. En sus obras se halla una notable libertad fabuladora, labor estética y humor, combinado con un permanente juego verbal y la viveza imaginativa.

En ambos sobresale la maestría de un estilo (o, como diría Héctor Libertella, “la voluntad de un estilo”), la frescura de un lenguaje cuya eficacia no ha caducado, un tono que todavía parece recién inventado, acabado de descubrir, y, al mismo tiempo, ya sumiso, domado o dominado por sus autores.

La suma de sus recursos expresivos hace que Una función con móbiles y tentetiesos (1980), por un lado, y El cuento de la guerra (1973), por otro, sean libros perdurables dentro de la literatura hondureña y centroamericana. El virtuosismo formal de esas obras (lo más destacado de la producción respectiva de cada autor) responde a un método de conocimiento que es, a la vez, de expresión: ambos términos conforman una unidad.

Es decir, a la plenitud de la visión, a la sapiencia del enfoque, corresponden una plenitud del idioma y de las técnicas narrativas. En Marcos Carías y Eduardo Bähr hay un dominio sobre la “llama secreta”, que equivale a lo que se denomina “clasicismo”: son nuestros clásicos contemporáneos.


Tegucigalpa, abril del 2014

Fuente: Revista El Zángano Tuerto

jueves, 15 de junio de 2017

LA DEUDA QUE ES UN REGALO. Hernán Antonio Bermúdez



“…el guazalo, al que los vecinos llamarían tacuacín, como si fuera un diminutivo cariñoso” 
(p. 35)

        “La poesía es menos previsible que la prosa”. 
                          Eugenio Montale


De estas Honduras mis estampas es el título que le ha dado Miguel Albero a su poemario recién publicado*, a manera de despedida del país donde ha permanecido poco más de tres años y medio como Embajador de España.

  Pero el que parte, una vez finalizada su misión, no es cualquier diplomático. Se trata, más bien, de un talentoso hombre de letras, que ha descollado en poesía, narrativa y
ensayo, y ha sabido combinar sus dotes en ambos oficios.

  Si bien advierte desde el texto introductorio que no quiere incurrir en los consabidos ejercicios literarios que sus colegas del oficio dedican a los destinos que les ha tocado en la carrera, hace de Honduras su teatro de operaciones y recorre su geografía secreta:
Que en el Sur las bondades no escasean,/ Regresa cuando quieras a probarlas,/ Y, hasta esa vuelta feliz y muy cercana,/ Que el calor de esta tierra te acompañe. (p. 62)

  Así, el lector se deja guiar por el poeta desde Amapala (Amapala,/ No seas tan ingrata y ámame –p. 17) y Choluteca,  con escalas en Tegucigalpa (La Tigra y El Hatillo incluidos), la granja Elia (en Siguatepeque), Comayagua, Santa Rosa, Gracias y Copán, hasta San Pedro Sula, Trujillo, Guanaja y Roatán, sin dejar de lado a Lancetilla.

  Aparte está la celebración de las especialidades gastronómicas, tamal, nacatamal, montuca (p. 75), el chanchito crujiente y muy rosado/ y el café con Timochenko bien cargado (p. 54) amén de rosquillas, raspados y chicharrones, el señalamiento de modismos locales, verbigracia el “Fíjese que…”,  “¿Y entonces?”, “Ni quiera Dios”, junto al “vaya pues”, y la detección de gestos peculiares como el señalamiento con los labios ( “Para señalar mis labios bastan”).

  Las asignaciones literarias que el propio autor se impuso de dejar plasmadas sus “estampas”, hacen que tópicos o enfoques antes inimaginables sean, de pronto, admisibles. Y no sólo eso sino que resulten, además, afortunadas.  Así, el lector tiene la sensación de que las palabras se han coludido para encontrar su propio arreglo, con el placer concomitante de toparse con un vocablo calzado a la perfección: Anacahuite, samán, árbol de lluvia,/ Muchos nombres y un tronco solo,/ Bajo tu manto escondes mil rosquillas,/ Juegan los niños, charlan los mayores,/ Invades la plaza de verde y alegría. (p. 15)

  Incorruptible en su frescura, Albero deslíe sus acechos a lugares, hechos y ocurrencias con absoluta maestría técnica y libertad. Es más, se podría decir del libro aquello de que “crea el gusto mediante el cual puede ser apreciado”.

  Pero más que elegías a localidades (No cuentes forastero mi secreto,/ No digas a nadie que aquí reside el paraíso, -p. 51) se asiste a la elegía de estar vivos, al gozo de vivir en este mundo: Nadie se detiene, todos siguen,/ En permanente giro sobre un eje,/ Dando vueltas y vueltas a esa plaza,/ Y con ella al día, a la semana, al mes, / al tiempo, a nuestras vidas. (p. 28)

  La vida, como suele decirse, convierte el tiempo en memoria. Así, Roatán le hace decir a Miguel Albero:

Y llegas a pensar que el tiempo
Como el agua se detiene,
A pensar en quedarte para siempre,
En dejar que el tiempo te arrope
Y se te olvide, en dejarte ir,
En dejarte, en suma. (p. 29)

  Las exploraciones poéticas del autor alrededor de “lo nuestro” abren vías novedosas para indagar en el mundo en que vivimos, desde una visión no por “distanciada” menos perceptiva y eficaz.

  El trabajo sobre el lomo del lenguaje –merced a su destreza y soltura- le permite al poeta pulsar notas que hacen mella y terminan por conmover al lector de la comarca: el texto le “salta” encima por su belleza, perdurabilidad y poder sugestivo. Baste, finalmente, citar sus líneas dedicadas a El Hatillo, cuyo aire de bosque no tropical (p. 44), le lleva a decir que En diciembre, cuando llega la Navidad/ Al Hatillo y hace frío, los pinos se visten/ De fiesta, la niebla se espesa como una salsa (p. 45).

  ¿Visión de ensueño sobre Honduras? Quizás. Ya nos anunció en el proemio lo que se propuso. Así, esa mencionada “deuda” con el país se convierte en un regalo espléndido y en una obra del todo lograda.
                      Tegucigalpa, 15 de junio de 2017


*La edición artesanal, en tapa dura, del libro estuvo a cargo de ManoNostra, y es digna de encomio.

jueves, 6 de octubre de 2016

Mi arca personal, mi viaje. Un escrito sobre Óscar Acosta


El presente es el texto de mi autoría que se incluyó en el libro Óscar Acosta: Lucidez Creativa.


Mi arca personal, mi viaje


Y Si Jung ha visto en el arca un símbolo del cofre del tesoro, tesoro de conocimiento y de vida, porque nosotros no podemos coincidir con él y descubrir que a su vez es principio de conservación y renacimiento de los seres.


¿Y si les dijera que tengo un arca donde guardo absolutamente todos los libros del poeta Óscar Acosta y cada recuerdo entrañable compartido con él? Es más, hace algunos años nombré un blog de difusión de narrativa hondureña en homenaje a su libro de relatos. Todo podía contenerlo una minúscula caja o recipiente, todo en él podría concentrarse, como un pequeño museo de medidas siempre expandibles.


 

En abstracto, fue naciendo en mí un arca, misteriosa, fantástica, contenida de huellas mnésicas, una que me remitía a Scott Fitzgerald –algunos aún piensan que su deuda es con Carpentier– y también a Borges y otra que se entretejía con Arreola, Denevi y Monterroso, pero dentro de todo ese universo perfecto y encerrado hallábase, asimismo, el propósito bien definido y en oposición a lo que dijera Onetti allá por 1939, 6 años después del nacimiento de nuestro escritor Acosta, “¿Qué se puede hacer en este país? Nada, ni dejarse engañar. Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos”. Extrapolemos esta frase a nuestra propia sociedad hondureña: “detrás de nosotros no hay nada. Un catracho, dos mayas-chortí, treinta y tres lencas, tolupanes y garífunas” y con esta frase, en el sentido que la manejaré, como generador de ideas, encierra lo que hemos considerado como nuestra “hondureñidad”. Ahora bien, el tan manido, confuso y errado concepto de “identidad”, al que la mayoría de nuestros escritores han dedicado masivas y comprometidas páginas que los justifiquen como “la voz del pueblo”, en Acosta halló la fórmula propicia donde se amalgama en su lenguaje sencillo, preciso y lacónico, no tanto satisfacer la exigencia del destinatario posible, sino que, gracias a su juventud, contaba con 23 años para cuando publicó el libro, y al distanciamiento de su terruño, que le había prodigado su labor como diplomático, inauguró algunas de sus preocupaciones e inquietudes, que en ese momento de los años 50s, fueron oponer distintos discursos narrativos y halló la vértebra del discurso que se une a la literatura universal, lejos del discurso local, pero también mutándose dentro de él, con un camuflaje heredado de sus lecturas y de su vocación a las letras, no ese discurso local, la típica queja del latinoamericano como queja universal del despojo, de la desterritorialización, del oprimido, del avasallado, ese tema de la colonización política, ideológica y cultural, que han manejado Fanon y Said, sino un discurso del ludismo, del juego, de imbricaciones de “culturas que sin desvalorizar totalmente su pasado tampoco se vuelve tan inquietante como aquella que quiere anclarse en lo arcaico”. De ese modo, es el primer libro en Honduras en cambiar el estereotipo de nuestra “tradición”, borrando fronteras y contextos, tradiciones, mitos, y quien quizás ya había hecho una labor semejante había sido Martínez Galindo.


 

Por otra parte, el Óscar Acosta que también recuerdo no es solamente el narrador o poeta, quien navegó en su arca cual Noé conteniendo en su libros “los elementos necesarios para la restauración cíclica” de nuestra literatura nacional (véase Diccionario de Símbolos de Chavalier)  como uno de los libros claves. Lo recuerdo contando la anécdota sobre la entrevista fugaz que le hizo a Jorge Luis Borges y luego leyendo el cómico poema que hiciera en respuesta a la parquedad de éste en una Jerusalén de los años 70s, donde su última estrofa es contundente: “Quiero decir, en su descargo, / que Borges estaba completamente ciego/ cuando conversó conmigo.” Pero esta anécdota me conduciría a otra biográfica, y en el libro Diarios de Bioy Casares encontramos una mofa que comparten ambos en una alusión a Jaime Fontana, lo cual, entonces, desmiente su desconocimiento de los autores hondureños que escribían en periódicos bonaerenses. Pero Borges era Borges y Acosta era Acosta: el caballero, el hombre noble, de encomiables principios, “el verdadero caballero”, como oí decir de él siempre. Jamás escuché a nadie hablar mal de él. Único y auténtico difusor y gestor de las letras nacionales. Para los 50 años de publicación de su libro Poesía menor, junto a un grupo de amigos le hicimos un homenaje. Luego del evento, cenamos en el Hotel Sula. Recuerdo que Sarita, Helen y Marta Susana reían como niñas adolescentes, con ingenio y picardía. El Poeta compartía con nosotros y en algún momento inesperado me llamó “mozuelo” o “mozalbete”. Recuerdo haberme apenado, tímido, y reído a la vez. De inmediato contó la anécdota de cuando conoció a Rafael Heliodoro Valle y él era un muchachito imberbe y de cómo Heliodoro Valle comenzó a decirle “Mozalbete”. Con el tiempo, ese recuerdo persiste en mí, como si yo fuera parte de un cuento suyo, todavía escribiéndose en El arca, en algún escondrijo, y de cierta manera fantástica, le escribí una vez pidiéndole un favor: una carta suya de recomendación para gestionar una beca en España, eran sus últimos años de vida, y su estado físico iba cediendo, pero él no recordado a un Gustavo Campos, volví a escribirle, diciéndole que era “el mozalbete”, y me recordó y muy amablemente me envió la carta solicitada, y ahora que han pasado algunos años, lo recuerdo a él, con esa memoria pura capaz de atesorar tanta información, y a su vez, sin perder lucidez y su característico humor, quizás habiéndosele dibujado una sonrisa cuando oyó de nuevo sobre el “mozalbete”, y me veo, ahora, como el altivo ciervo, de su cuento “El cazador”, “al lado de un antiguo roble” que hoy por hoy es su literatura, un arca al fin y al cabo que contiene la esencia de la tradición, de la cual tanto yo como otros somos parte. 

 


Gustavo Campos
San Pedro Sula, septiembre 2014

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Novedades de fin de año.







Esas noticias que restauran espíritus maltrechos.

Hoy recibí dos agradables sorpresas: 

1.- Por la mañana una amiga, estudiante de Letras de la UES, me comentó su sorpresa al darse cuenta de que en la Universidad de El Salvador estaban estudiando Los inacabados (Premio Europeo Hibueras 2006) como parte de la clase de Literatura Salvadoreña y Centroamericana. Además hubo una pregunta sobre la obra en su examen final: "Explique brevemente la técnica de Los inacabados de Gustavo Campos". También se estudió sobre los nuevos aportes que este libro hace a la narrativa centroamericana. Esta noticia me encantó porque en mi país pocas personas la han leído, y dos o tres personas la han reseñado, entre ellos Hernán Antonio Bermúdez y Jorge Martínez, el primero con una reseña y el segundo con un ensayo. También vale acotar que me sorprende aún más debido a que al final solo 300 ejemplares se publicaron en 2010. Y lo que causa más satisfacción es que no fue una lectura impuesta como solemos hacer en nuestro país. Pensé que el libro había muerto en Honduras.

2.- Hoy me llegó el libro "Óscar Acosta: Lucidez creativa", en homenaje al poeta, narrador, diplomático y gran ser humano como lo fue él, el cual se presentó recientemente en Tegucigalpa y que tuvo por instituciones involucradas la UNAH, Fundación para el Museo Del Hombre Hondureño, esfuerzo a cargo de los compiladores Hernán Antonio Bermúdez y Carlos López Contreras, de la Secretaría de Relaciones Exteriores y Cooperación Internacional.
 
En él aparecen 21 autores -poetas, narradores, críticos de literatura, ensayistas, profesores universitarios-: Leonel Alvarado, Héctor M. Leyva, Rigoberto Paredes, Hernán Antonio Bermúdez, Sara Rolla, Eduardo Bähr, José Antonio Funes, José González, Rafael Leiva Vivas, Roberto Flores Bermúdez, Giovanni Rodríguez, Rolando Kattán, Gustavo Campos, Rafael Heliodoro Valle, Arturo Mejía Nieto, Pablo Antonio Cuadra, Ramón Oquelí, Julio Escoto, Helen Umaña, Luis Jíménez Martos y Segisfredo Infante.
 
Agradezco la oportunidad que se me dio de participar. Más que merecido el homenaje al poeta Acosta. Además, la Universidad Nacional Autónoma de Honduras decidió que este año académico llevara su nombre.

jueves, 19 de noviembre de 2015

OSCAR ACOSTA: Lucidez creativa. Hernán Antonio Bermúdez

  
Palabras pronunciadas por Hernán Antonio Bermúdez en la presentación del libro "Oscar Acosta: lucidez creativa", el pasado 17 de noviembre.



OSCAR ACOSTA: Lucidez creativa

    Este libro surge de la iniciativa de Carlos López Contreras, quien me solicitó colaboración para ensamblarlo. Así, tuve a mi cargo reunir los textos numerados del 1 al 13. Los restantes, del 14 al 21, fueron escogidos por el excanciller López Contreras y provienen del libro “Oscar Acosta, poeta de Honduras”, publicado en  1996 por la Editorial Guaymuras.

   Para resumir el contenido de esta compilación de valoraciones múltiples, se ha constatado que Oscar Acosta tiene tres vertientes (o dimensiones) que le hacen memorable y digno de reconocimiento:

-Escritor y poeta.- Su escritura poética se caracteriza por la fluidez y la llaneza verbal, por un lirismo austero, frágil, a menudo al borde de la prosa, hecha con lenguaje simple y frases coloquiales que, sin embargo, adquieren una cierta entonación musical. 

  Con Oscar Acosta se comprueba, una vez más, que la poesía surge tanto de la depuración y rigor en el uso de las palabras como de la melodía que éstas generan.

  En calidad de narrador, le bastó publicar El arca (relatos cortos) para asestarle un golpe demoledor al costumbrismo narrativo al apelar a la fantasía y a la imaginación. Así, incidió en la renovación del cuento en Honduras.
  Además, fue el biógrafo de su mentor Rafael Heliodoro Valle y co-autor de varias antologías de poesía y cuento hondureños.

- Gestor cultural, editor de libros y revistas.-    Se destacó como un incansable “maestro de obra” y animador de nuestra cultura literaria  mediante las publicaciones a su cargo, y la fundación de editoriales, en base a criterios y parámetros exigentes. Con ello logró “elevar los estándares” del material publicado. Fue, además, un constante buscador de autores nuevos o inéditos a quienes generosamente concedía espacios en el circuito que manejaba (diarios “El Día” y luego “El Heraldo”, revistas “Extra”, “de la Universidad”, “de la Academia de la Lengua”, etc.). 

-Diplomático.- Representó al país en el exterior con brillo y solvencia. Gracias a su formación y bagaje literarios pudo establecer relaciones fluidas con los escritores y literatos de los países donde estuvo acreditado (Perú, España, Italia). Es más, en Lima (su primer destino diplomático) publicó El arca (1956) y Poesía menor  (1957). En Madrid aparecieron  su antología Alabanza a Honduras (1975) y Poesía: selección 1952-1971 (1976). En Roma reeditó su biografía sobre Rafael Heliodoro Valle (1981).

  Sus estadías en el exterior como diplomático enriquecieron su producción como escritor. Y su condición de hombre de letras le abrió puertas y contactos a su labor diplomática.

  En definitiva, el trabajo literario y cultural de Oscar Acosta –lejos de disminuir- continuó y se acrecentó durante su tránsito por la diplomacia, de tal manera que esas tres vertientes suyas son inseparables.

  A demostrar ese aserto apunta el libro que esta noche se presenta, en el entendido  de que el mejor homenaje a un autor es leerlo.

                                                                                                     Gracias.

martes, 17 de marzo de 2015

UNA CARTA DESDE TEGUCIGALPA. Hernán Antonio Bermúdez









UNA CARTA DESDE TEGUCIGALPA

                      Por Hernán Antonio Bermúdez

“Ya no esperamos más de lo que nos ha sido dado”               
Mark Strand


  “Una carta desde Tegucigalpa” es el título de un poema incluido en el libro Casi Invisible del canadiense Mark Strand, fallecido en noviembre del 2014. Allí el poeta afirma que “En los viejos tiempos, mis pensamientos se encendían como pequeñas chispas en la casi oscuridad de la conciencia y yo los transcribía”.

   Traigo esas líneas a colación tras haber leído Irreverencias y reverencias de Rigoberto Paredes, recientemente publicado bajo el sello editorial Paradiso. Se trata de un poemario de impecable factura, con la calidad poética a que nos tiene acostumbrados dicho autor. 

  Pues ciertamente allí pareciera que el poeta Paredes hubiese “transcrito” sus pensamientos que reverberan como chispas vivas capaces de enardecer el texto. De la oscuridad, de la inerte indiferencia, extrae panegíricos ardorosos a poetas, artistas y pensadores (a Darío, a Alfonso Guillén Zelaya, a Clementina Suárez, a Juan Ramón Molina, a Alejandra Pizarnik, a Drumond de Andrade, a Holderlin, a Van Gogh, a Cioran, entre otros). Pero si bien el poeta se deleita en la confección de esos laureles a los integrantes de su panteón, como buen maestro de la expresión poética, echa a rodar una brutal vivacidad de epítetos con un estilo infatigablemente animado.

  Así, al aludir a las glorias literarias de Darío en el extranjero, deplora que “todo eso para venir a morir en un catre de León/entre sábanas puercas, / Chayo y las moscas” (p. 14).

  Y es que detrás del “memorial de agravios”, que es el reverso inevitable de la celebración del talento y la brillantez, Rigoberto Paredes consigue crear un mundo propio, un lenguaje tan identificable y peculiar que el lector no puede menos que rendirse ante la idiosincrasia de esa voz poética. 

  En Irreverencias y reverencias el lenguaje literario crea su propio diapasón, su cadencia irrepetible, con sus sonidos y timbres incanjeables. Sorna, sarcasmo e ironía son los “compañeros de viaje” consabidos, que el autor maneja con destreza de espadachín, tal y como lo ha sabido demostrar en libros anteriores.

  Pues bien, “perdido/entre los callejones de Tegucigalpa” (p. 19), “…en estos despeñaderos” (p. 21), “…entre muros de hojalata” (p. 36), en medio de la infamia, y pese a todo, “¿Quién dijo que un paisaje estepario/es más inquietante que una mujer semidesnuda?” (p. 55).  Y, como siempre, “…ella ciertamente es caso aparte/con sus piernas cruzadas/y sus pechos a punto de soltar amarras. /Aquí me quedaré, soñándola despierto, / como un fauno en brama y de malsano juicio” (p. 55).

  La carga erótica impregna el poema, y éste merced a su propio ímpetu, absorbe al lector y vivifica su experiencia. La sutileza de significados se condensa en el llamado irresistible del Garden Bar:
“Y cómo no amar lo que se tiene/por un rato/ en el suelo, en un catre, en caro lecho, / cómo dejar de hacer, cómo dejarlas/solas, a merced del olvido./Vengan a mí las doncellas del Garden,/ aquel del farolillo anémico en la entrada.”(p. 49)

  En definitiva, larga vida al “arcano deleite de dos cuerpos” (p. 59), que, en el caso de Irreverencias y reverencias se funda en el privilegio de escribir teniendo “sentada la belleza en las rodillas” (p. 11).

             Tegucigalpa, 3 de marzo del 2015