jueves, 6 de octubre de 2016

Mi arca personal, mi viaje. Un escrito sobre Óscar Acosta


El presente es el texto de mi autoría que se incluyó en el libro Óscar Acosta: Lucidez Creativa.


Mi arca personal, mi viaje


Y Si Jung ha visto en el arca un símbolo del cofre del tesoro, tesoro de conocimiento y de vida, porque nosotros no podemos coincidir con él y descubrir que a su vez es principio de conservación y renacimiento de los seres.


¿Y si les dijera que tengo un arca donde guardo absolutamente todos los libros del poeta Óscar Acosta y cada recuerdo entrañable compartido con él? Es más, hace algunos años nombré un blog de difusión de narrativa hondureña en homenaje a su libro de relatos. Todo podía contenerlo una minúscula caja o recipiente, todo en él podría concentrarse, como un pequeño museo de medidas siempre expandibles.


 

En abstracto, fue naciendo en mí un arca, misteriosa, fantástica, contenida de huellas mnésicas, una que me remitía a Scott Fitzgerald –algunos aún piensan que su deuda es con Carpentier– y también a Borges y otra que se entretejía con Arreola, Denevi y Monterroso, pero dentro de todo ese universo perfecto y encerrado hallábase, asimismo, el propósito bien definido y en oposición a lo que dijera Onetti allá por 1939, 6 años después del nacimiento de nuestro escritor Acosta, “¿Qué se puede hacer en este país? Nada, ni dejarse engañar. Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos”. Extrapolemos esta frase a nuestra propia sociedad hondureña: “detrás de nosotros no hay nada. Un catracho, dos mayas-chortí, treinta y tres lencas, tolupanes y garífunas” y con esta frase, en el sentido que la manejaré, como generador de ideas, encierra lo que hemos considerado como nuestra “hondureñidad”. Ahora bien, el tan manido, confuso y errado concepto de “identidad”, al que la mayoría de nuestros escritores han dedicado masivas y comprometidas páginas que los justifiquen como “la voz del pueblo”, en Acosta halló la fórmula propicia donde se amalgama en su lenguaje sencillo, preciso y lacónico, no tanto satisfacer la exigencia del destinatario posible, sino que, gracias a su juventud, contaba con 23 años para cuando publicó el libro, y al distanciamiento de su terruño, que le había prodigado su labor como diplomático, inauguró algunas de sus preocupaciones e inquietudes, que en ese momento de los años 50s, fueron oponer distintos discursos narrativos y halló la vértebra del discurso que se une a la literatura universal, lejos del discurso local, pero también mutándose dentro de él, con un camuflaje heredado de sus lecturas y de su vocación a las letras, no ese discurso local, la típica queja del latinoamericano como queja universal del despojo, de la desterritorialización, del oprimido, del avasallado, ese tema de la colonización política, ideológica y cultural, que han manejado Fanon y Said, sino un discurso del ludismo, del juego, de imbricaciones de “culturas que sin desvalorizar totalmente su pasado tampoco se vuelve tan inquietante como aquella que quiere anclarse en lo arcaico”. De ese modo, es el primer libro en Honduras en cambiar el estereotipo de nuestra “tradición”, borrando fronteras y contextos, tradiciones, mitos, y quien quizás ya había hecho una labor semejante había sido Martínez Galindo.


 

Por otra parte, el Óscar Acosta que también recuerdo no es solamente el narrador o poeta, quien navegó en su arca cual Noé conteniendo en su libros “los elementos necesarios para la restauración cíclica” de nuestra literatura nacional (véase Diccionario de Símbolos de Chavalier)  como uno de los libros claves. Lo recuerdo contando la anécdota sobre la entrevista fugaz que le hizo a Jorge Luis Borges y luego leyendo el cómico poema que hiciera en respuesta a la parquedad de éste en una Jerusalén de los años 70s, donde su última estrofa es contundente: “Quiero decir, en su descargo, / que Borges estaba completamente ciego/ cuando conversó conmigo.” Pero esta anécdota me conduciría a otra biográfica, y en el libro Diarios de Bioy Casares encontramos una mofa que comparten ambos en una alusión a Jaime Fontana, lo cual, entonces, desmiente su desconocimiento de los autores hondureños que escribían en periódicos bonaerenses. Pero Borges era Borges y Acosta era Acosta: el caballero, el hombre noble, de encomiables principios, “el verdadero caballero”, como oí decir de él siempre. Jamás escuché a nadie hablar mal de él. Único y auténtico difusor y gestor de las letras nacionales. Para los 50 años de publicación de su libro Poesía menor, junto a un grupo de amigos le hicimos un homenaje. Luego del evento, cenamos en el Hotel Sula. Recuerdo que Sarita, Helen y Marta Susana reían como niñas adolescentes, con ingenio y picardía. El Poeta compartía con nosotros y en algún momento inesperado me llamó “mozuelo” o “mozalbete”. Recuerdo haberme apenado, tímido, y reído a la vez. De inmediato contó la anécdota de cuando conoció a Rafael Heliodoro Valle y él era un muchachito imberbe y de cómo Heliodoro Valle comenzó a decirle “Mozalbete”. Con el tiempo, ese recuerdo persiste en mí, como si yo fuera parte de un cuento suyo, todavía escribiéndose en El arca, en algún escondrijo, y de cierta manera fantástica, le escribí una vez pidiéndole un favor: una carta suya de recomendación para gestionar una beca en España, eran sus últimos años de vida, y su estado físico iba cediendo, pero él no recordado a un Gustavo Campos, volví a escribirle, diciéndole que era “el mozalbete”, y me recordó y muy amablemente me envió la carta solicitada, y ahora que han pasado algunos años, lo recuerdo a él, con esa memoria pura capaz de atesorar tanta información, y a su vez, sin perder lucidez y su característico humor, quizás habiéndosele dibujado una sonrisa cuando oyó de nuevo sobre el “mozalbete”, y me veo, ahora, como el altivo ciervo, de su cuento “El cazador”, “al lado de un antiguo roble” que hoy por hoy es su literatura, un arca al fin y al cabo que contiene la esencia de la tradición, de la cual tanto yo como otros somos parte. 

 


Gustavo Campos
San Pedro Sula, septiembre 2014

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