El presente es el texto de mi autoría que se incluyó en el libro Óscar Acosta: Lucidez Creativa.
Mi arca personal, mi viaje
Y Si Jung ha visto en el arca un símbolo del cofre del
tesoro, tesoro de conocimiento y de vida, porque nosotros no podemos coincidir
con él y descubrir que a su vez es principio de conservación y renacimiento de
los seres.
¿Y si les dijera que
tengo un arca donde guardo absolutamente todos los libros del poeta Óscar
Acosta y cada recuerdo entrañable compartido con él? Es más, hace algunos años
nombré un blog de difusión de narrativa hondureña en homenaje a su libro de
relatos. Todo podía contenerlo una minúscula caja o recipiente, todo en él
podría concentrarse, como un pequeño museo de medidas siempre expandibles.
En abstracto, fue
naciendo en mí un arca, misteriosa, fantástica, contenida de huellas mnésicas, una que me remitía a Scott
Fitzgerald –algunos aún piensan que su deuda es con Carpentier– y también a
Borges y otra que se entretejía con Arreola, Denevi y Monterroso, pero dentro
de todo ese universo perfecto y encerrado hallábase, asimismo, el propósito
bien definido y en oposición a lo que dijera Onetti allá por 1939, 6 años
después del nacimiento de nuestro escritor Acosta, “¿Qué se puede hacer en este país? Nada, ni dejarse engañar. Detrás de
nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos”. Extrapolemos
esta frase a nuestra propia sociedad hondureña: “detrás de nosotros no hay
nada. Un catracho, dos mayas-chortí, treinta y tres lencas, tolupanes y
garífunas” y con esta frase, en el sentido que la manejaré, como generador de
ideas, encierra lo que hemos considerado como nuestra “hondureñidad”. Ahora
bien, el tan manido, confuso y errado concepto de “identidad”, al que la
mayoría de nuestros escritores han dedicado masivas y comprometidas páginas que
los justifiquen como “la voz del pueblo”, en Acosta halló la fórmula propicia
donde se amalgama en su lenguaje sencillo, preciso y lacónico, no tanto
satisfacer la exigencia del destinatario posible, sino que, gracias a su
juventud, contaba con 23 años para cuando publicó el libro, y al
distanciamiento de su terruño, que le había prodigado su labor como
diplomático, inauguró algunas de sus preocupaciones e inquietudes, que en ese
momento de los años 50s, fueron oponer distintos discursos narrativos y halló
la vértebra del discurso que se une a la literatura universal, lejos del
discurso local, pero también mutándose dentro de él, con un camuflaje heredado
de sus lecturas y de su vocación a las letras, no ese discurso local, la típica
queja del latinoamericano como queja universal del despojo, de la desterritorialización,
del oprimido, del avasallado, ese tema de la colonización política, ideológica
y cultural, que han manejado Fanon y Said, sino un discurso del ludismo, del
juego, de imbricaciones de “culturas que sin desvalorizar totalmente su pasado
tampoco se vuelve tan inquietante como aquella que quiere anclarse en lo
arcaico”. De ese modo, es el primer libro en Honduras en cambiar el estereotipo
de nuestra “tradición”, borrando fronteras y contextos, tradiciones, mitos, y
quien quizás ya había hecho una labor semejante había sido Martínez Galindo.
Por otra parte, el
Óscar Acosta que también recuerdo no es solamente el narrador o poeta, quien
navegó en su arca cual Noé conteniendo en su libros “los elementos necesarios
para la restauración cíclica” de nuestra literatura nacional (véase Diccionario
de Símbolos de Chavalier) como uno de
los libros claves. Lo recuerdo contando la anécdota sobre la entrevista fugaz
que le hizo a Jorge Luis Borges y luego leyendo el cómico poema que hiciera en
respuesta a la parquedad de éste en una Jerusalén de los años 70s, donde su
última estrofa es contundente: “Quiero decir, en su descargo, / que Borges
estaba completamente ciego/ cuando conversó conmigo.” Pero esta anécdota me
conduciría a otra biográfica, y en el libro Diarios
de Bioy Casares encontramos una mofa que comparten ambos en una alusión a Jaime
Fontana, lo cual, entonces, desmiente su desconocimiento de los autores
hondureños que escribían en periódicos bonaerenses. Pero Borges era Borges y
Acosta era Acosta: el caballero, el hombre noble, de encomiables principios,
“el verdadero caballero”, como oí decir de él siempre. Jamás escuché a nadie
hablar mal de él. Único y auténtico difusor y gestor de las letras nacionales.
Para los 50 años de publicación de su libro Poesía
menor, junto a un grupo de amigos le hicimos un homenaje. Luego del evento,
cenamos en el Hotel Sula. Recuerdo que Sarita, Helen y Marta Susana reían como
niñas adolescentes, con ingenio y picardía. El Poeta compartía con nosotros y
en algún momento inesperado me llamó “mozuelo” o “mozalbete”. Recuerdo haberme
apenado, tímido, y reído a la vez. De inmediato contó la anécdota de cuando
conoció a Rafael Heliodoro Valle y él era un muchachito imberbe y de cómo
Heliodoro Valle comenzó a decirle “Mozalbete”. Con el tiempo, ese recuerdo
persiste en mí, como si yo fuera parte de un cuento suyo, todavía escribiéndose
en El arca, en algún escondrijo, y de
cierta manera fantástica, le escribí una vez pidiéndole un favor: una carta
suya de recomendación para gestionar una beca en España, eran sus últimos años
de vida, y su estado físico iba cediendo, pero él no recordado a un Gustavo
Campos, volví a escribirle, diciéndole que era “el mozalbete”, y me recordó y
muy amablemente me envió la carta solicitada, y ahora que han pasado algunos
años, lo recuerdo a él, con esa memoria pura capaz de atesorar tanta
información, y a su vez, sin perder lucidez y su característico humor, quizás
habiéndosele dibujado una sonrisa cuando oyó de nuevo sobre el “mozalbete”, y
me veo, ahora, como el altivo ciervo, de su cuento “El cazador”, “al lado de un
antiguo roble” que hoy por hoy es su literatura, un arca al fin y al cabo que
contiene la esencia de la tradición, de la cual tanto yo como otros somos parte.
Gustavo Campos
San Pedro Sula, septiembre 2014
No hay comentarios:
Los comentarios nuevos no están permitidos.