miércoles, 14 de septiembre de 2011

Mi negro. Edouard Osmont.


Un día recibí una carta de Tombuctú. Era Latapy, que me escribía contándome novedades y anunciándome la próxima llegada de una magnifico sudanés.

“Si le das casa y comida –me decía- te servirá voluntariamente de criado sin exigir sueldo, pues lo que realmente quiere es pasar una temporada en París.”

¡Un doméstico sin sueldo! No estaba mal. Esperé, por lo tanto, al sudanés.

Una mañana oí que llamaban a la puerta. Salí a abrir y me encontré frente a un individuo tan negro, pero tan negro, que retrocedí espantado. El me tendió una carta. Reconocí la letra de Latapy.

-¡Ah…! ¿Usted es el sudanés?

-Sí, sinor.

-¡Lindo aspecto tiene, pobre amigo!

Lo hice entrar, y como se quedaba mirándome, lo urgí:

-Vaya pronto a lavarse. Está todo negro.

-Sí, yo todo negro.

Esto no parecía preocuparlo mucho. Lo arrastré entonces delante de un espejo.

-Pero mírese, desdichado, ¿Dónde diablos se ha metido?

-Sí, yo todo negro.

Y sonreía, muy tranquilo. Sus dientes eran de un blanco deslumbrante. Me asombró que un individuo tan poco preocupado por la higiene de su cara fuera a tal punto cuidadoso de su dentadura. Luego le pregunté qué le había pasado, de dónde provenía esa capa increíble de suciedad que cubría su rostro. ¿Era tinta u hollín, pomada o carbón? Pareció no comprender.

Le dije que se desnudara e hice calentar agua para el baño. Cuando lo vi desnudo, comprobé con estupor que la piel de su cuerpo era tan negra como la de sus manos y su cara. Posiblemente no se había lavado por lo menos durante los últimos veinte años. Lo interrogué nuevamente. Pero me fue imposible obtener una explicación aunque fuere aproximada. Era completamente idiota.

Lo hice entrar en la bañera y comencé a fregarlo vigorosamente. Pero no salía nada. Sin dejarme amedrentar por esta primera tentativa fallida, redoblé mis esfuerzos. Al cabo de cinco minutos me di cuenta de que el jabón resultaba insuficiente y que debía encontrar otra cosa. Quise rascarlo con un cuchillo para sacar lo más grueso, pero empezó a lanzar alaridos de dolor. Algo descorazonado, me pregunté si no era mejor dejarlo cocinar en su propia salsa. Pero me dije que no podía dejar a un ser humano en semejante estado de abyección, y que mi deber más elemental consistía, por lo menos, en limpiarlo.

Lo froté con piedra pómez; recurrí al esmeril, usé agua de lavandina. ¡Esfuerzo inútil! Sin embargo no desesperaba, ya que su piel comenzaba a caerse en distintos lugares. Inicié la búsqueda de los más diversos detersivos. Sucesivamente, la soda caústica, la bencina, la terebentina, la potasa se ensañaron vanamente con la epidermis de mi sudanés. Noche a noche yo llegaba con un producto nuevo. En cuando me oía, el sudanés se escondía en el otro extremo del departamento, pero yo lo arrastraba y recomenzaba mis experiencias. Mientras lo frotaba, elevaba hacia mí sus ojos de perro apaleado y lanzaba gemidos dolorosos. Sus miradas y sus quejas me hacían daño. Muchas veces estuve a punto de llorar, pero me burlaba de mi propia sensiblería, diciéndome que la salud de este desdichado bien valía esas torturas pasajeras, y que él sería el primero en darme las gracias.

Su cuerpo ya no era más que una inmensa llaga. Calenté el agua de la bañera a temperaturas fantásticas. Sus llagas se volvieron horribles. Lo froté con arena mojada. La sangre brotaba de todos los poros. Lo raspé con vidrio molido. Se transformó en un conejo despellejado.

Entonces comprendí que nunca llegaría a limpiarlo y que debía hallar otros medios, y me hice esta reflexión:

“Los albañiles que limpian un edificio no se entretienen raspando una a una las partes sucias hasta hacer desaparecer la última. Se conforman con blanquearlo. Blanqueemos, pues, a mi sudanés.”

Compré blanco de plata y le di varias manos a mi sudanés. Cuando se vio todo blanco, de pies a cabeza, su alegría no tuvo límites. Hacía cabriolas frente a los espejos, diciendo:

-Tú, dueño bueno. Yo, lindo, lindo.

Yo, dueño bueno… ¡Claro, ya que me tomaba tanto trabajo por su salud pedazo de animal…” El lindo, lindo, era harina de otro costal. Se lo hubiera tomado por un Pierrot enfermo. Pero tenía aspecto de limpio, lo que ya era un progreso.

No alcanzo a explicarme si fue el blanco de plata que desapareció o si el polvo exterior lo cubrió; lo cierto es que al cabo de unos días, el blanco ya no existía en varios puntos. Mi sudanés parecía un tablero de damas con los escaques mal alineados. Lo usé para jugar al ajedrez.

Después, los colores se mezclaron. Su cuerpo se transformó en una masa grisácea, espantosa, más horrible a la vista que el tinte negro del comienzo. Entonces me dije: “Está claro que el blanco no durará. Veamos… Los que pintan balcones, usan primero material colorado y encima pintan. Quiere decir que hacen falta varias manos. Debo empezar por el colorado que, probablemente, tiene más mordiente.”

Compré minio. Fue un verdadero placer embadurnar a mi sudanés. Comprendí la alegría de los chicos cuando colorean sus álbumes de figuras. ¡Es realmente divertido!

Cuando se vio todo colorado, de la cabeza a los pies, mi sudanés se mostró exultante y, mientras saltaba hasta el techo, repetía:

-Tú, dueño bueno. Yo, lindo, lindo.

Al día siguiente comenzó a quejarse de picazón en todo el cuerpo. Al segundo día lo agobiaron dolores espantosos. Al tercero, sus alaridos hicieron temblar la casa. Lo exhorté para que tuviera paciencia, haciéndole ver los progresos que habíamos logrado y prometiéndole un pronto fin a todos su males. Dejó de quejarse. Cuando juzgué que estaba suficientemente seco, le pasé una mano gris perla. Este color me gustaba y era un sensible progreso hacia el blanco.

La vista de su persona gris perla de los pies a la cabeza, lo maravilló. De hecho, resultaba único, y yo estaba casi tan contento como él. Nadie tiene idea del espectáculo que representa un cuerpo humano totalmente pintado de gris perla. Les aconsejo que ensayen algún domingo que no tengan nada que hacer. Es simplemente maravilloso.

Como debía salir de viaje, escribí en una hoja “Pintura fresca” y pegué el cartel sobre la espalda de mi sudanés. Cuando volví lo encontré en cama.

¿Era a causa del colorado? ¿Era a causa del gris? Lo cierto es que su epidermis ardía y, además, el color comenzaba a desaparecer. La espalda y las nalgas, a causa sin duda del roce con el colchón, eran casi negros; el vientre, casi colorado; la cara, casi gris; los brazos y las piernas, casi blancos. Y no cito los miles de matices intermedios. Nunca había visto tantos.

Comprendí que todos mis esfuerzos pictóricos eran vanos y que debía encontrar otra solución. Y me dije: “Los colores no duran. Ensayemos con el dorado.”

Compré, pues, litros y litros de oro líquido, que cuesta tremendamente caro. Pero yo no retrocedo ante ningún gasto cuando se trata del bien de mi prójimo.

Cuando se vio reluciente de oro de pies a cabeza, fue el delirio. Balbuceaba sin cesar:

-¡Yo, rico! ¡Yo, rico!

Parece que nos veían desde la calle, pues vinieron a avisarme que dos sargentos de policía me buscaban. Me presenté ante los representantes de la ley, que me acusaron de haber robado el fantasma de la Bastilla. Les respondí que antes de hacer pesar sobre mí una acusación tan infamante, harían bien en asegurarse de la realidad de la desaparición. Entonces me dijo que iría a cerciorarse, mientras el otro hacía guardia en el corredor de mi departamento para impedir que me fugara.

Mientras tanto, mi sudanés no dejaba de saltar delante de los espejos cantando: “¡Yo, rico! ¡Yo, rico!”

Él sería rico, pero yo me di cuenta, al cabo de quince días, de que su fortuna comenzaba a declinar a ojos vista.

Quedaban rastros sobre todos los muebles. Sembraba su oro por toda la casa. Tuve entonces la idea de nombrarle un consejero legal, pero me di cuenta de que cuando se iniciaran las formalidades judiciales haría ya mucho que había desparramando todo su oro y ya no le quedaría nada.

Me pareció llegado el momento de probar con otra cosa y me hice el siguiente razonamiento:

“Los colores no duran. El dorado tampoco. Sólo me queda una camino: voy a niquelarlo.”

Sin pérdida de tiempo lo sumergí en un baño de níquel. Como al cabo de un cuarto de hora no daba señales de vida, fui a informarme de su estado. No me respondió. Debí esforzarme para sacarlo de la bañera. Estaba terriblemente pesado. Lo senté frente a mí. Permanecía, sin embargo, absolutamente inmóvil. Vagamente preocupado, lo sacudí por un brazo. Pero todo su cuerpo se sacudió, pues formaba un solo bloque rígido. El choque de los pies sobre el piso tenía resonancias metálicas. Apoyé la mano sobre su corazón. Estaba muerto. Entonces le hice colocar una hoja de parra, y ahora lo uso como pisapapeles.


Edouard Osmont (1855-1909)

Nota: La artista Sara Gavioli ilustró en el año 2010 La Governante de E. Osmont .

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