viernes, 2 de septiembre de 2011

Solititos en todo el universo. Horacio Castellanos Moya.

Fuente: Bend me over

Ha llegado, expansiva, los ojos brillosos, un poco despeinada, su minifalda negra ajustadísima, las piernas torneadas, morenas, tentadoras, quizás aún erizadas por el tacto de unas manos sin duda demasiado ansiosas.

-Estuve con Guillermo anuncia, triunfal, fresca, con la culpa hecha una pelusilla en el fondo de su bolsa de mano-, el director de cine del que te he hablado.

Cierro la revista y me repantigo en el sillón, a escuchar una historia redonda, sin aristas ni flancos, en la cual yo debería hurgar casi con delicadeza.

-Estoy contentísima –afirma-. Me propuso que adaptara un cuento de Ben Caso, ¡Imaginate! Guillermo es uno de los directores más importantes del país. La producción está asegurada, con publicidad y todo. Aún me cuesta creerlo…

Se tira en el sofá, despatarrada; su calzoncito rojo, el más sensual, apenas un cordón entre las nalgas, estará húmedo, impregnado de placer, oloroso a semen.

-¿Fue a tu oficina? –aventuro.

-Pasó por mí –explica-. Fuimos a una cantina preciosa, en el centro. Ahí estaba buena parte del grupo que siempre trabaja con Guillermo. Son unos tipos alivianadÍsimos, entusiastas… Me tomé tres tequilas; vengo medio japi…

Calculo la hora: si salió de la oficina como a la una, pudo haber pasado revolcándose en un motel, o en el apartamento del director lo más probable, el tiempo suficiente como para que sus labios vaginales estén encarnados, exhaustos.

-Para mí es un reto –dice-. Por primera vez tengo la oportunidad de demostrar mi capacidad como guionista. Y no con cualquiera, sino con un director de prestigio. No sabés cómo me alegra que Guillermo tenga fe en mí, que me apueste en serio…

Ahora se tiende sobre el sofá, boca abajo, el trasero voluptuoso ceñido a la perfección.

-El cuento es muy loco –continúa-. Ahí está en mi cartera. Me gustaría que lo leyeras para que me dieras tu opinión.

Me pongo de pie, como si fuera por su cartera, pero enfilo hacia el sofá. De un brinco me siento horcajadas sobre su cintura, cabalgándola; presiono su nuca y la increpo:

-La verdad, putía…

-¡Me hacés daño! –exclama, tratando de darse vuelta para tirarme al suelo-. ¡Soltame!

Sin aflojar la presión, me acerco a su oreja y le susurro:

-La verdad…

-¡Te digo que me soltés, pedazo e idiota!

Caigo sobre la alfombra. Vuelvo al sillón.

-Por eso no me gusta contarte nada –dice, indignada, mientras se arregla la falda, la cabellera-. Sos un mugriento celoso. Para vos todo el mundo es como vos, que te acostás con la primera que se te pone enfrente…

Se dirige a las escaleras, soberbia; los muslos inflamados podrían reventar esa faldita. Cierra la puerta del baño.

Alcanzo su cartera. Reviso su agenda, los cierres laterales, el cuaderno de apuntes. Nada. Tomo el libro de cuentos. La dedicatoria es suficiente. “Para Pamela, con la certeza de esta intensidad”.

Vuelvo al sillón. Entonces comprendo. Subo a los brincos las escaleras. Toco la puerta del baño.

-Me estoy meando. Podrías apurarte por favor…

En este momento ella ha echado el agua. En seguida sale, empurrada. Apenas expelo un chorrito. Abro el grifo al máximo y destapo el bote de basura. Mi suerte no puede ser mejor: la sirvienta, Natalia, recién limpió el bote. Sólo veo un papelito higiénico arrugado y un minikotex. Éste tiene un olor agrio, pero el otro despide un vago aroma a semen.

Ha bajado las escaleras y ahora pone un disco de Miguel Bosé.

Salgo del baño con el papelito en la mano. Lo huelo de nuevo y lo guardo en el armario, entre mi ropa interior. -¿Viste los cuentos? –grita desde la sala.

-Ese tipo te ha tomado el pelo –digo mientras bajo las escaleras-. No creo que exista ningún guionista que pueda hacer algo mínimamente decente con esos cuentos…

-Ni que ya los hubieras leído…

-Basta con la portada del libro.

Tomo el teléfono y marco el número en el que dan la hora: son casi las cinco de la tarde. Vuelvo a mi sillón, a la revista, al artículo sobre comunicación en el espacio.

-Este artículo dice que nunca hemos podido comunicarnos realmente con otros mundos allá en el espacio sideral –comento.

-Voy a hacerme algo de comer –dice.

Debe estar hambrienta. La sigo a la cocina.

-Nunca se ha detectado una señal definida de que alguien quiera comunicarse con nosotros –agrego-. ¿Captás? Solititos en todo el universo. Deberían hacer una película sobre eso.

Me siento en un banco.

-Con vos no se puede hablar –dice, con fastidio.

Le paso la sal. El dichoso director se la habrá cogido con la faldita puesta, así de pie, con los brazos apoyados en la estufa, el culo parado y el calzoncito en el suelo. Empiezo a excitarme. Me paro detrás de ella, como si fuera a inspeccionar lo que está preparando.

-¡Dejame! –gruñe cuando le sobo el trasero.

-No sé por qué en lugar de escribir tus ideas tenés que adaptar ese ripio –regreso al banco-. Alguien te está tomando el pelo. No hay duda. A menos que vos seás la deseosa de quedar bien. O quizás todo sea un tremendo cuento que venís a recetarme.

Ahora me ve con seriedad, preocupada. Pero no dice nada. Termina de sazonar la carne y se empina a buscar la cacerola en la alacena. Nada tan sensual como la curva donde inicia su trasero. Tiene que haberle mordisqueado esas nalgas, ensalivado los muslos, ni dudarlo.

Salgo e la cocina, subo las escaleras, entro al cuarto, abro el armario, saco el papelito higiénico, lo aspiro una y otra vez: por momentos el olor resulta escabullizo, inasible.

Entonces suena el teléfono.

Ella corre desde la cocina.

-Aló –dice, agitada.

Guardo de nuevo el papelito entre mi ropa interior. Sigiloso, evitando el menor ruido, me desplazo hasta el borde de las escaleras.

-Esperame un momento, que voy a apagar lo que tengo en el fuego –dice.

Me acomodo en el escalón para hurgar en sus murmullos.

2

-Describime a Guillermo –le pido.

Estamos acostados, frente al televisor. Un tipo habla con entusiasmo sobre la próxima serie mundial de beisbol.

Recién la he besado, he acariciado su vientre, como en el inicio de una tregua. Pero ahora ella está alerta de nuevo.

-No vayás a comenzar otra vez con esa necedad –advierte.

-No es necedad –explico, mientras beso sus párpados-. Pura curiosidad. Describilo…

Le muerdo el labio inferior: lo succiono pacientemente.

-No en este momento –dice. Empieza a excitarse.

Le desabotono la blusa. Beso sus senos, pequeños, casi masculinos. Ríe. Afirma que siente muchas cosquillas.

-¿Es alto? –pregunto, mientras ensalivo el caminito de su ombligo. Le quito la faldita.

-Necio… murmura, contorsionándose.

-¿Es alto? –insisto.

-Ajá…

Muerdo su pubis, el elástico del calzoncito rojo.

-Es alto y medio gordo…

Mordisqueo sus labios vaginales, pero por sobre la tela del calzoncito.

-¿Blanco o moreno?

-Pálido…

Ahora la punta de mi lengua comienza a recorrer sus muslos. La pongo de espalda. Le quito el calzoncito. Ensalivo sus nalgas, las muerdo. Juego con mi lengua en su ano.

Empieza a gemir.

Lamo el caminito de su columna hasta la nuca.

-¿Es peludo? Quiero decir: ¿tiene el pecho velludo? –susurro en su oreja.

-No sé. Nunca le he visto el pecho… –musita.

-Teneme confianza. Contame…

Chupo su oreja, me deshago de mis pantalones, calzoncillos, camisa. Mi lengua se regodea en la curva del caminito donde se quiebra su cintura. Le hurgo su coño ya tremendamente humedecido.

-¿Coge mejor que yo? –pregunto.

-Ya dejá eso. No seás tontito… -jadea.

Me encaramo en ella. Froto mi verga en su culo. Le pido que se ponga de rodillas, en cuatro patas. La penetro y me agarro con fuerza de sus caderas. La vista de ese trasero encumbrado, ensartado, me excita al máximo.

-¿Te cogió así? –murmuro.

No dice nada. Agitada, jala aire con la boca. Súbitamente, me salgo y me pongo de pie sobre la cama. Gimotea. La tomo del cabello. La acerco a mi pene palpitante. Lo succiona, casi con ferocidad.

-¿La tiene más grande que yo? –insisto.

Parece que no me oye. Glotona, chupa, succiona, da lengüetazos, se lo restriega en las mejillas. Me imagino que soy un tipo alto y medio gordo, pálido, con el pecho velludo. Mi placer se intensifica. La veo distinto, tal como pudo haber sido con él. Soy Guillermo y ella la mujer de un tipo que no sabe que ahora me la está chupando con furor, moviendo cada vez más frenéticamente la cabeza pidiéndome que la llene de semen. Siento que me vengo. La empujo hacia atrás. Pienso en mi abuelita, después de la gorda asquerosa que despacha en la tienda de la esquina.

Ella está tirada, con las piernas abiertas, anhelando que la penetre. Un poco más relajado, me acuesto sobre ella. Entro despacio en su agujero resbaloso y comienzo a moverme, lenta, delicadamente.

-Quiero que me hagás un favor… -le soplo al oído.

-Dejame cerrar las piernas, apretarte… -pide.

Ahora empiezo a rotar mis caderas. Por momentos sólo la cabeza adentro. Ella gime.

-Si me prometés cumplir el favor te dejo hacer lo que querrás –musito.

-¿Qué favor?

-Te lo explico después, cuando ya me vaya a venir. Nada más se trata de decirme lo que te pida…

-Quiero apretar las piernas –repite-. Te digo lo que querrás.

La dejo cerrar las piernas.

-Me encanta… -gime.

Imagino que desvirgo a una adolescente; la presión sobreexcita los bordes de mi bálano.

-¡Más rápido!... –grita.

De nuevo soy el tipo alto y medio gordo, pálido con el pecho velludo. Me muevo con mayor intensidad.

-Me voy a venir –anuncia-. ¡Más, por favor, no parés!...

Reafirmo mis rodillas y arremeto con todo. La verga que tiene adentro no es la mía, sino una más grande, la de Guillermo.

-Ahora cumplí tu promesa. Decime “¡Más Guillermo, más!”…

Mis movimientos son terminantes, definitorios.

-No seás tonto… Besame… ¡Aquí vengo!...

-“¡Guillermo, mi amor, cógeme hasta que reviente!”. ¡Repetilo! –ordeno.

Pero ella no responde, en el vórtice del espasmo. Entonces me tiro a un lado de la cama. Se retuerce, de pronto vacía, incontrolable. Se me abalanza, manoteando para agarrar mi verga y meterla entre sus piernas. Forcejeamos hasta que de nuevo quedo sobre ella. Ahora me muevo frenéticamente.

-Me vas a decir lo que te pida o me salgo otra vez… -advierto.

Enrolla sus piernas en mi espalda. Se agarra a mis caderas, revolviéndose.

-¡No parés, por favor!...

La tomo con ambas manos del cuello. Culeo al máximo, como para destrozar las paredes de su vagina. Una vez más está en los linderos del orgasmo. Sin dejar de moverme, voy apretando su cuello.

-¡Repetí!: “¡Guillermo, mi amor, sos increíble!…” –la increpo.

Abre la boca, como si quisiera decir algo, pero tan sólo busca aire, pues mis manos se han cerrado con fuerza.


Los centroamericanos (antología de cuentos).

Selección y prólogo de José Mejía.

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