miércoles, 30 de octubre de 2013

La pluma. Tomasso Landolfi

La pluma


TODOS SABEN QUE LAS PLUMASal igual que los encendedores y como cualquier otro objeto de uso, necesitan reposo; por consecuencia, cuando el poeta constató que su pluma ya no escribía como debería escribir, no se sorprendió demasiado y la dejó a un lado, tomándole prestada, por el momento, una pluma a la dueña de la pensión. Pero tampoco ésta escribía, pese a que había sido tratada con muchos miramientos y que había sido secundada en sus supuestos caprichos de pluma mediante oportunas inclinaciones o presiones; lo que indujo al poeta a regresar con un espíritu más conciliatorio con la primera pluma, la cual, sin embargo, continuaba reticente. Finalmente, luego de varios intentos y de haber sido paciente durante varios días (con grave perjuicio a la prepotente inspiración), se decidió a comprar una pluma nueva. La propia dueña de la pensión le anticipó el dinero necesario, y el poeta se dirigió a la mejor tienda de la ciudad, eligió la mejor y la más costosa y, seguro de que ya nada estorbaría la libre expansión de sus sentimientos, se encaminó triunfante a casa. 

    Regresó, se sentó ante el escritorio, comenzó sin titubeos un soneto, es decir, escribió el título del soneto, el primer verso, una parte del segundo y... y aquí la pluma nueva y perfecta se negó a su vez a escribir. ¿Eh, cómo es posible, si hace apenas un rato había escrito impecablemente y con prontitud las largas líneas y las cortas frases de prueba? La cosa era singular: una sospecha atravesó la mente del poeta, por lo que creyó pertinente considerar con mayor cuidado el comportamiento de estas plumas; en particular de esta última, cuya misma excelencia excluía la hipótesis de un accidente ocasional.

    No era precisamente que se negara a escribir; más bien era que, pese a haber sido alimentada con tinta, cuidadosamente limpiada, etcétera, llegado a un cierto punto languidecía, dejando en la hoja una huella cada vez más pálida, hasta volverse muda, o ciega, en resumen, hasta que ya no dejaba huella alguna. Para ser más claros, en realidad parecía que algo de lo que el poeta iba escribiendo no le gustaba, y que por eso se negaba a ejecutar su obra.

    En palabras aún más sencillas, el poeta entendió que la pluma lo juzgaba, así como quizá lo habían juzgado las anteriores, por eso era su huelga. Así que resultaba inútil buscar más plumas renuentes, daba lo mismo; y aunque lo aceptaba a regañadientes, deploraba que, si las plumas eran a tal punto evolucionadas y conscientes, no se pudiese pactar con ninguna de ellas. Y por otra parte, al poeta se le ocurrió pensar que, a lo mejor, de ellos dos, a quien le asistía la razón era precisamente a la pluma; quizá a través de este medio el dios Apolo intentaba convocarlo al orden... Pero vamos a ver, ¿a qué orden?, es decir, ¿cuáles eran sus faltas o pecados en cuanto poeta? ¿Quizá encontraban —el dios y, por poder, la pluma— que su estilo era demasiado pomposo o, por el contrario, demasiado pudibundo? ¿Albergaban dudas sobre la sinceridad de sus sentimientos? ¿Desaprobaban la elección misma de sus temas? ¿Estimaban poco musical su verso y su prosa numerosa? Preguntas que regresaban, luego, como si fuesen una: ¿qué era lo que la pluma quería de él? Era urgente entenderlo, tanto para la salud de su poesía como de la poesía en general, y el poeta se dedicó a esto con empeño; es necesario, se repetía a sí mismo, ir avanzando de prueba en prueba; quizá a través de eliminaciones sucesivas se podrían adivinar las intenciones de la pluma y obtener de ella, finalmente, su aprobación.

    Ahora bien, durante algún tiempo siguió esta suerte de contienda con alternada suerte: en ocasiones le parecía que había podido amansar a la ministra y adversaria (en el sentido en que ella lo dejaba escribir tres o cuatro líneas sin languidecer), pero inmediatamente después la desesperante situación se restablecía, y la pluma, siempre menos partícipe, cada vez cediendo menos de sí misma o de su propia tinta o de su propia sangre, terminaba arañando infructuosamente la hoja. De todo esto, por lo demás, no se pretende dar noticia; será suficiente con saber que llegó el día en que el poeta, cansado de tanto sube y baja y de tantas derrotas, se dispuso a realizar un experimento, según él, definitivo.

    El poeta se dijo a sí mismo: ¿Es o no es el amor el sentimiento más noble y universal? Y se respondió: Sin duda alguna. Por lo cual, continuó dialogando consigo mismo, sobre dicho incipit, al menos, la pelandusca de mi pluma no encontrará nada que objetar; si yo hablo de mi amor, se le escuchará rechinar. Y sin embargo no, añadió honestamente, si mi amor no fuese genuino, sino cualquier otro sentimiento simulado o literario, ella tendría toda la razón del mundo para fruncir la boca. Pues bien, pongamos atención: ¿yo amo realmente, es real esa distinguida doncella que he puesto en la cumbre de mis pensamientos y mis esperanzas? Sí, amo con toda mi alma y la distinguida doncella está en la cumbre, creyó responderse... ¡Oh! Bueno, lo elevado del tema y la sinceridad no son suficientes, de acuerdo; pero seguirán siendo dos puntos a mi favor, y ya pensaremos después en el resto.

    Vamos, vamos, a la obra; y escribió con buen garbo el título de la composición: Mi amor. Y la pluma siguió dócilmente el movimiento de su mano, socorriéndolo con una perfecta erogación de tinta (como la llaman); al final los caracteres, intensos, bien legibles, casi resplandecían sobre la página blanca. Pero, entiéndase, éstas no eran más que escaramuzas; los adversarios parecían estudiarse, y el poeta tenía la mala impresión de que la pluma lo espiaba con aire burlón, como diciéndole: ¡Diantres!, a tu servicio. Un bellísimo título: ya luego se verá en lo que acaba.
    La composición, largamente meditada y sufrida, y terminada parte por parte en la mente del poeta, sonaba así: «Mi amor es semejante al viento de la noche; que en un principio apenas y te roza con su ola fugitiva y se va más allá hacia desconocidas metas, y que detrás de ti se cierra como el agua detrás del navío, pero luego, poco a poco, casi curioso de ti, se envuelve y se revuelve, te ciñe, penetra y fuerza.

    »Así, querida, yo te asedio, e irrumpo en la cerrada ciudadela que custodian tus dioses, y quiero hacer en ella el lugar de mi reposo.

    »Sobresalta y asusta a tu corazón el viento de mi violencia; pero se aquieta de inmediato. No se rinde, se aquieta: él reconoce la fuerza y la dulzura del nuevo regimiento.
    »Ya no de otros, sino de mí, tú quisieras ser súbdita y reina». 

    Escribió, resoplando y regocijándose a la vez, y ni siquiera advirtió que esta vez la pluma, voluntariamente, lo había asistido, sin errores; él ahora pensaba en otra cosa, no en celebrar su triunfo sobre la obstinada. Se echó hacia atrás contra el respaldo de la silla, encendió otro cigarrillo, consideró con los ojos entrecerrados la oscura, ordenada multitud de líneas. Se sentía exhausto, pero feliz: lo que quiera que fuesen, aquellas distendidas líneas que habían salido de lo profundo de su alma correspondían exactamente a su pasión y a su forma de pasión, estaba seguro de ello... Cierto, podía encontrarse allí una sobreposición y una confusión tal de imágenes, o cualquier otra cosa de imperfecto; pero había tiempo para corregir, retocar, para mejorar el dictado... Volvió a meter la cabeza en los sudados papeles, se puso a releer lo escrito.

    Y esto fue lo que leyó aterrorizado: «Quisiera celebrar mi amor. Pero, ¡gran Dios!, ¿qué puedo decirles acerca de él? Si él es sincero, excluye las palabras o las hace, de cualquier manera, inútiles; si no lo es, ¿ante quién y para el provecho de quién lo fingiría?

    »Pero por lo menos puedo preguntarme precisamente sobre esta hoja de papel, en el silencio de la noche, si él es realmente sincero. Ah, cuestión vana entre todas: todo sentimiento es sincero y ninguno lo es hasta el fondo; ninguno es, o quizá puede ser, puro. Y, además, ¿qué aportaría una indagación semejante, o cómo me dejaría la certeza de saber que mi corazón miente?
    »¿Acaso pienso en la gloria? ¿Cuando, muerto yo, alguien juzgue que he dispuesto bien sobre la página blanca negras palabras? ¡Ah!, ¿y cómo gozaría de lo que no puedo gozar ahora y no podré, insensible despojo, gozar jamás?

    »Negras palabras, y oscuras. En vano yo me esfuerzo en suscitar en ellas una luz; en vano busco penetrarlas y establecer en ellas una correspondencia con una realidad de cualquier orden; ellas no le responden más que a la nada; buenos tiempos, cuando imaginaba para ellas una patria celeste revelada... A veces, en ciertas temporadas, las buenas avellanas que vienen de los montes salen hueras a causa de un gorgojo secreto que ellas guardan: ávido muchacho, yo me encontraba con las manos repletas de cáscaras, nada más que cáscaras... A dicha suerte me preparo hoy, si insisto.
    »No es que yo sea un mal poeta; a lo mejor y hasta soy bueno, daría igual el resultado último. Y, concluyendo, no me queda más que cambiar de oficio... No sé: mi padre me dejó algunos centavos, la farmacia de aquí en la esquina está en venta... ¡Oh!, ¿tienen que ser farmacias? ¿No se podría, de casualidad, escoger un oficio un poco más poético?... ¡Tonterías! Debo armarme de valor y empezar a prevenir: o será demasiado tarde y me pasaré toda mi vida divirtiéndome con cascarones vacíos».


TRADUCCIÓN DE MARÍA TERESA MENESES