Ilustración de Ámbar Morales
Un lector invierte una gran cantidad de su tiempo buscando escritores y escritoras que lo asombren. Cuando por fin descubre entre tantos y tantas, la emoción lo embarga. Comparte al autor/autora con sus amistades. Las amistades responden y asienten y también se asombran y va generándose una expectativa aún más grande de que los textos que han leído pertenezcan a una jovencita de 20 años, considerando que, en su país, Honduras, las escritoras escasean, pues hay quienes se deslumbran más por los jóvenes «experimentados» copistas de Bukowski. A mí en lo personal me emociona la mágica incertidumbre de descubrir a un/una artista. Y en Ambar Morales me ha más que impresionado.
Desde hace algunos años para acá me encontraba en la tarea persistente de encontrar narrativa joven, buscando con ecuanimidad tanto narradoras como narradores, pero más inclinado, no lo niego, por encontrar escritoras. Los escritores son más fáciles de encontrar, se cuelguen el rótulo de maldito bukowskiano y hacen ruido. Y esta inclinación nació a raíz de las lecturas de las escritoras de la región, que abundan, pero en Honduras, pese a que a finales del siglo XIX y principios del XX, hubo escritoras que comandaban la narrativa. Otra pertenece a no obedecer a la demanda de eventos poéticos en bares e instituciones culturales y artísticos, los y las jóvenes invierten más su talento en poesía.
Descubrir la narrativa de Ambar fue un acto mágico de deslumbramiento, admiración y respeto a ella y a su compromiso con las artes. Hace sólo poco más de dos años Ambar Nicté Morales (San Pedro Sula, 1997) se acreditó la octava edición del Certamen Nacional Literario Estudiantil convocado por la Sociedad Literaria de Honduras, SOLIHO, con su cuento «Búscalo en el reflejo», en el 2014.
Ambar Morales es una joven polifacética, además de escribir, estudió música, ilustra y estudia en una Escuela de Cine al mismo tiempo que Arqueología en la Universidad de San Carlos, Guatemala.
Comenzó a leer a una edad extraordinariamente precoz, su casa era una casa de libros, lo cual heredó de su madre y padre, ambos grandes lectores, la primera también una de las escritoras más importantes de las letras centroamericanas actuales.
Hay casi, podría aventurarme a decir, una obsesión necrológica diluida en imágenes poéticas contrastantes, muerte/ olores de cocina; pero también hay reflexión sobre la muerte que carga cada persona consigo, de tragedia sofocliana, una «sombra de color naranja rojizo» o «el resplandor naranja característico de su muerte».
Detrás de sus textos es más que evidente la lectura, por cómo procede el ritmo de las oraciones, revelando en su discurso, renglón a renglón, el laberinto prístino que va entretejiendo, capturando, a través del misterio y el delirio, que se antoja irresistible, a lectores que gusten del carácter misterioso en su claridad más elemental, articulando, en su engranaje, historias «duras» donde la moral social se entrecruza con una indagación psicológica en ámbitos familiares. El destino inevitable al que el lector ha sido invitado, lo vuelve impotente al poder intervenir en el mundo construido, como en el caso de este cuento donde el personaje principal —Mari— solo intuye la incapacidad de salvar a su hermana Julianna, lo que se convierte, en el texto, en un extraño placer en «un fin en sí mismo». Es fascinante esa crisis planteada en el cuento.
Lo vuelve ambiguo el hecho que Julia esté «enferma» a los ojos de Mari, pero se comporte «temeraria» como ella misma lo expresa. A Mari sumémosle sus «comportamientos erráticos y ataques de ansiedad y pesadillas» de las que es presa por ver las muertes en cada persona y ver la muerte de su hermana de «color naranja». Otra lectura podría ser que Mari es dotada de cierto espiritualidad y misticismo que le permite ver las aureolas de la gente.
Este breve diálogo condensa una explosión de emociones encontradas. Y sabe trasmitirlo como si no hubiera procedimientos estilísticos que manifiesten yerros propios de quien comienza a escribir:
«—Ayúdame —me sonrió.
Yo le sonreí de vuelta, pero no me moví de donde estaba.
—¿Mari?»
Fantástico y cruel, alucinante y poético, con planteamientos morales y psicológicos, «Tortura» es un cuento que destaca por su frivolidad, horror y la cadencia de su lenguaje. Un cuento que Leonora Carrington, Patricia Highsmith, Mauspassant o Quiroga amarían, y quizás Showalter y Stubbs lo tendrían entre ceja y ceja como tuvieron la obra de Virgina Woolf, pero, sin duda, ésta, Kristeva y Toril Moi estarían más que contentas al constatar que uno de los objetivos principales de las luchas feministas, que era destruir las eternas posiciones binarias de feminidad y masculinidad, como apunta Moi sobre Woolf, en Ambar Morales lo ha hecho muy bien invirtiendo los fondos de su formación y acervo cultural.
He aquí el cuento de Ámbar Morales:
Tortura
Tenía tres o cuatro años cuando vi por primera vez la muerte de mi
hermana. Una muerte lenta, arrastrante, que la seguía por todas partes. Al
principio se mantenía algo distante, unos cuantos metros detrás de ella, pero,
con el tiempo, se fue acercando.
No sabía qué era una muerte hasta que mi abuela me lo contó entre
los olores de su cocina, mirando a Julia desde la ventana con los ojos
entrecerrados.
—¿Julia se va a morir? —le pregunté—.
—No te preocupes por eso.
Traté de no hacerlo. Ver las muertes se volvió algo normal.
Estaban en todas partes. Eran de tan diversos colores como de tamaños. Algunas
seguían a sus personas muy por detrás con paso lento y acompasado, como
ancianos, y otras estaban pegadas a sus espaldas, con las extremidades
rodeándoles el torso, el cuello y los brazos en un abrazo fatal, asfixiándoles
el rostro. Como si trataran de engullirlas, absorber sus almas. Cuando se
acercaban tanto, nunca las volvía a ver.
Muchas de las muertes, en su gran mayoría, eran rápidas. No te
daban el tiempo suficiente para prepararte, o salir del shock de sus primeras
apariciones. Un día estaban allí, al siguiente no. Así eran la mayoría de las
que miraba todos los días, tan próximas que podías sentir en el aire la tensión
de lo cerca que estaba esa persona de sus últimos segundos. Otras, como las de
los ancianos, eran las que se acercaban con lentitud, más cerca cada hora, cada
día, segundo por segundo. Estas tampoco me gustaban. Me hacían sentir una
ansiedad indescriptible.
La muerte de mi hermana era así, como la de un anciano. Lenta,
lejana y muy gorda. Se movía con pasos largos e indecisos, tratando de seguirle
el paso al caminar frenético y alegre de Julia, siempre un poco rezagada, en
algún rincón de una habitación, observando con su forma etérea. Una náusea
horrible que empezaba en mi estómago y amenazaba con manifestarse en vómito me
sacudía cada vez que la observaba, así que trataba de no hacerlo. Después de
tantos años viéndola, intenté ignorarla.
No entendía muy bien por qué la muerte de Julia era así. Tan
lejana. O por qué después de cinco, seis, diez años, seguía allí, sin terminar
totalmente su trabajo. Algunas veces se me cruzó por la mente que estaba allí
sólo para torturarme. Pero sabía que algún día sucedería. Todos lo sentíamos en
el aire, aunque mis padres se esforzaban por ignorarlo. Cada año, esa sombra de
color naranja rojizo se acercaba cada vez más, y se volvía más grande y más
gorda.
A medida que fui creciendo, y el peso del significado de la muerte
de mi hermana se fue haciendo más enorme, empecé a tener ataques de pánico.
Despertaba de pesadillas horribles donde mi hermana cruzaba un túnel oscuro donde
yo no podía seguirla. Pensar en ese día no me dejaba respirar en las noches.
Boqueaba por aire, y empezaba a llorar, imaginándome un futuro donde no
estuviera.
La posibilidad de un mundo sin ella era insoportable.
Llamaba a mi abuela inconsolable, y ella llegaba a mi cuarto
corriendo, dándome cobijo entre sus pechos, susurrándome palabras de consuelo
en los oídos, nunca cediendo a las lágrimas, nunca mostrando pesar ni
desconsuelo. Terca, inamovible, dolida. Impotente.
Trataba de ser como ella cuando me encontraba con mi hermana.
Intentaba con toda la fuerza de mi ser controlarme y no dar a conocer que cada
vez que pasaba a su lado, cerca de esa muerte que le respiraba en la nuca, era
como si llevara mil agujas en la garganta. De lo inútil que me sentía.
Practiqué incontables veces en el espejo para que mi rostro no cediera, para
que mis llantos no llegarán hacia su corazón ignorante, que mi alma llena de
pesar no la rodeara como la estaba rodeando su muerte.
Para cuando tenía dieciocho años, y Julia dieciséis, su grotesca
muerte ya le rodeaba el cuello y el torso con sus brazos largos y pegajosos.
Verla atada a mi querida hermana me daba una repugnancia enorme. Tener que
soportar todos los días levantarme a las cinco de la mañana, antes que todos
los de la casa, y correr a su habitación para chequear su pulso me era
imposible. El suspenso me mataba. Soñaba con su muerte todas las noches, con
dagas y cuchillos, pistolas y sogas, píldoras y venenos. La seguía a todas
partes, lloraba cuando salía sola, dormía en su habitación para sentir su calor
y asegurarme que no despertara helada en las mañanas. Mis padres se empezaron a
preocupar por mi comportamiento errático, por mis ataques de pánico a la mitad
del día o de la noche, por mis gritos de ansiedad y mis ojos rojos,
enloquecidos. No sabía qué hacer, nadie podía ayudarme. No podía hacer nada.
Aunque lo supiera, no podía hacer nada.
Deseaba que todo aquello acabara pronto, que ya pasara mi salvación
de toda esa pesadilla. Me carcomía por dentro, me dolía el corazón, no dormía,
no hacía nada, nada más, no pensaba en nada más que Julianna, Julianna,
Julianna.
Terminó pasando un fin de semana en la playa. Era de noche y
estaba muy oscuro. En el cielo no había luna. Ella me invitó a nadar un poco
antes de acostarnos, en ese momento que nuestros padres estaban dormidos, y yo
accedí con gusto, con los ojos enrojecidos.
Corrimos hacia el muelle. En un lado de la bahía había una enorme
pared de piedras donde las olas chocaban con violencia. El mar estaba bravo,
así que decidimos no bajar a bañarnos en la playa. Sin embargo, siendo Julia
tan temeraria como era, propuso ir a investigar entre las rocas. Caminamos un
buen tramo entre las piedras enormes y negras mojadas cuando de improviso, ella
se deslizó.
Mientras yo iba adelante, balanceándome con mis brazos, Julia cayó
en lo que era una pequeña poza de agua sin hacerse daño, riéndose
nerviosamente, y trató de escalar de nuevo hacia donde yo estaba. Las rocas
eran muy lisas y planas, sin ningún resquicio donde sostenerse, así que no pudo
salir sin ayuda. El agua de las olas iba llenando la poza poco a poco, y pronto
la haría rebalsar, llevándose a Juli con ella.
—Ayúdame —me sonrió.
Yo le sonreí de vuelta, pero no me moví de donde estaba.
—¿Mari?
Observé su muerte, que ahora le tapaba la mitad de la cara y que
formaba una especie de máscara naranja que se movía con sus expresiones. La
observé muy detenidamente. Por un momento pensé que si salvaba a mi hermana tal
vez la muerte por fin desaparecería. Jamás había visto una muerte desaparecer.
Una vez que se dictaba, no podías escapar de ella.
No iba a desaparecer.
Si la ayudaba, no iba a desaparecer. Y yo seguiría viéndola por
todos lados. Y seguiría sufriendo.
Me quedé allí, observando cómo el agua llenaba el pozo, hasta que
la corriente se llevó a mi querida hermana al mar embravecido. Observé cómo
pataleaba contra el agua, tratando de nadar, y luego como las olas la hundían
hacia el fondo. Incluso allí bajo el agua, aún creía ver lo que era el
resplandor naranja característico de su muerte.
Pero de seguro sólo era un reflejo.
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Ambar Morales
Nacida una mañana de enero de 1997 bajo el
caluroso abrazo de San Pedro Sula, Honduras, Ambar fue acogida bajo sus padres
multinacionales, la madre, peruana, el padre, guatemalteco, naciendo en un país
moribundo. Desde pequeña tuvo libros que la acompañaban al sentirse una extraña
en su propia tierra, al mudarse de ciudad en ciudad, y el imaginario hondureño
que la acobijaba, adaptándolo a su propia manera. Así, nació su amor por la
ficción, la literatura, los cuentos ocultos de Honduras, y su amor por su tierra.
Ahora reside refugiada en Guatemala,
estudiando en una Escuela de Cine los fines de semanas y Arqueología en la
Universidad de San Carlos los demás días. Nunca deja de escribir ni de dibujar,
siempre piensa en su familia, y en su hogar en Honduras, busca emprender cada
vez más proyectos, y cuidar de su gatita Nova. Le apasiona la dirección, el
guión, los cuentos de ficción, cómics y novelas; sobre todo, busca contar
historias que la muevan a ella y le recuerden sus raíces.