JORGE MARTÍNEZ MEJÍA
Pensó Archimboldi que la Historia, que es una puta sencilla,
no tiene momentos determinantes sino que es una proliferación de instantes,
de brevedades que compiten entre sí en monstruosidad.
no tiene momentos determinantes sino que es una proliferación de instantes,
de brevedades que compiten entre sí en monstruosidad.
(2666, R. Bolaño)
Aunque podría parecer del todo sospechoso que un autor dijera que escribe para no decir nada, lo cierto es que cada cosa que se dice no la dice nadie en particular, sino una época. Más en nuestro tiempo en el que confluyen el pensamiento de todas las épocas, las experiencias de todas las culturas y las voces de todos los hombres de manera tan vertiginosa. Es muy poco lo que nos puede sorprender. De este modo, mostrarse demasiado empático con determinados rasgos conocidos por la experiencia humana, no es otra cosa más que eso, una enfermiza y particular empatía, la necesidad de vivir la experiencia vivida por otros en otro tiempo. Esta situación contemporánea ya ha sido descrita con precisión tanto por Jean François Lyotard, Michel Foucault, Jean Baudrilard, G. Deleuze, entre otros. Es una sensación de girar en círculos cada vez más concéntricos en los que la experiencia personal es solamente un reflejo y la vida Real se torna más hueca cuando se tiene mayor conciencia de la propia existencia.
Nada compensa la existencia, todo pierde sentido. La vacuidad del ser, la sensación de vivir una existencia fútil en la que no se encuentra diferencia produce una desazón capaz de forjar mundos ficcionados, vidas alternas en las que la vida Real es sustituida por un mundo hecho al antojo de quien pueda construirlo.
Gustavo Campos nos ha entregado el 11 de junio de 2010, la novela Los Inacabados, un prototipo de esa necesidad del hombre de ésta época por mostrarnos el hastío, la búsqueda del ser como la misma búsqueda de la nada.
En este punto habría que señalar que la literatura contemporánea de habla hispana, al menos algunos textos literarios con los que particularmente me he identificado (El mal de montano, París no se acaba nunca, de Enrique Vila Matas; 2666 y Los detectives Salvajes, de Roberto Bolaño) constituyen piezas en las que el modelo es el autor de literatura. Es decir, textos en los que la vida Real del autor y la ficción literaria se funden para mostrarnos cierta obsesión enfermiza de la que no es posible escapar de no ser con la publicación de una novela.
La literatura traza los caminos para orientar la búsqueda de cierto sentido, es más, la literatura llega a constituirse en el único sentido posible, en el único contenido capaz de llenar la vacuidad de la vida. Caminos trazados por la literatura, búsqueda del sentido en las pistas de la ficción, en las huellas que dejan al azar los poetas. Realmente, a pesar de la incontable cantidad de nombres sacados de la ficción literaria o del entreverado enredijo de conexiones literarias, es evidente que no se trata de una intención erudita, sino de la búsqueda del sentido en una obra que es todas las obras…
Podría considerarse que la intención de llenar con literatura la literatura misma (Metaliteratura) es un síntoma de la actual sensación de vacuidad, o al menos una de las maneras de percepción de esa vacuidad. El temor realmente no lo produce la vida, sino el caos aparente, la necesidad de encontrar un punto de partida que produzca cierta orientación.
En Los inacabados, Gustavo campos la encuentra como un cazador solitario del espíritu del Conde Lautréamont, para transmutarse en un Lautréamont sin nombre, o lo que de alguna manera es similar, en un Lautréamont que se oculta en muchos nombres.
El modelo del Conde Lautréamont es el que establece de alguna manera una especie de canon literario de lo oscuro que construye al alter ego, al protagonista del texto. Es en esos rasgos que Gustavo Campos construye su obra. Sin embargo no se trata de un embuste, de una fanfarria de nombres para captar al lego y sorprender al lector avezado. Se trata de una invasión similar a la invasión de las personas con las que el autor convive en su mundana existencia. Lautréamont, Costafreda, Leopoldo Panero, Poe, Baudelaire, Rimbaud; todos estos poetas malditos dejan de ser individuos, figuras de la literatura, para convertirse en un solo espíritu que acecha al autor para abismarlo a lo oscuro como si se tratara de una propuesta mejor defendida que la vida.
El alter ego del autor sufre una incubación, una posesión masculina, demoníaca y maligna en donde no hay espacio para la virtud, sólo un ideal literario, una promesa, una utopía donde la memoria literaria es sólo la sombra de un texto en el que, finalmente, todos serán borrados.
En Los inacabados la ficción no es la literatura, sino la vida Real, la debilitada biografía del autor que encuentra ocasionalmente en el desenfado frenético del sexo un atisbo de cierta profundidad en la que la realidad misma del acto es cuestionado por la persistente insinuación de una voz literaria que construye las escenas de manera artificial. En el fondo se trata de una existencia miserable, incomprendida, que se niega a la inexistencia, que se esfuerza en pervivir, aunque sea brevemente, en la memoria de alguna vida por triste que sea. Este es quizás el mayor cuestionamiento de Los inacabados a nuestra humilde historia de seres desprovistos de sentido. Por eso se escuchan con extraordinaria coherencia las palabras de Lautréamont: “Y como los perros sufro la necesidad de lo infinito”.
Realmente no se trata de literatura, sino de cierta obsesión mística, del espíritu de Satanás martirizado en los hombres. Un afán de lo oscuro que no llega sino a insinuarse como posibilidad, como un derrotero cargado de franqueza, que nos muestra tal cual somos con nuestras bajezas sin ninguna posibilidad de redención. La única alternativa posible, si es que la hubiera, es un rechazo a la indigna vida mortal, para lanzarse a la búsqueda de un ideal imposible, de un sentido metaliterario, idéntico a buscar un resquicio en una novela bajo la forma de cualquier personaje para quedarse a vivir por siempre con una vida prestada, pero eterna en la literatura.
En la obra, el alter ego se burla de los huidobrianos, personajes adolescentes y deslumbrados con la literatura, pero sin verdadera conciencia del oficio, del sacrificio que implica acostarse cada noche con el íncubo, con el espíritu de Lautreamont. Campos, el alter ego, se burla de la inocencia literaria, cuestiona la imbecilidad, la irrisoria ambición del reconocimiento.
Una de las menciones más importantes de Los inacabados y que quizás aporta pistas para identificar la intención de la búsqueda, es la de Johan Gottfried von Herder, creador del movimiento Sturm und drang, en la Alemania del siglo XVIII. La búsqueda del sentido en las antiguas fuentes del romanticismo que descansa en el culto al genio literario, a la entrega total a la creación literaria, al modelo del literato que abandona la cordura misma como una intención evasiva de la arbitraria racionalidad; constituye, de alguna manera, no un retorno, sino un encuentro con la necesidad contemporánea de respuestas que sobrepasan al racionalismo. En tal sentido, por extraño que pueda parecer, Los inacabados es una obra romántica postmoderna.
El propósito, intencional o no, de reimplantar el modelo del Conde Lautréamont como figura que cruza la obra, ya sea bajo los nombres de Arp, Nant, Nut, etc… demuestra la vigencia de una de las representaciones prevanguardistas en la literatura contemporánea. No obstante, podríamos vincular esta acechanza del oscuro espíritu literario de Lautréamont sobre el autor, con la idea de las serpientes de Cortázar. En los espíritus creadores en los que más se fortalece el deseo por alcanzar la cima literaria, en la que la literatura es el todo, la puerta del acecho queda completamente abierta, entonces Lautréamont entra y construye su nicho bajo la forma de una voz oscura, la voz de un perro que ronda cerca de la ebriedad del alter ego, del inacabado, y aunque este doble la esquina, más próximo se encuentra la voz transmutada en el mismo Leopoldo María Panero con una amenaza virgen: “Te mataré cuando la luna no salga”.
Sin embargo, a pesar de la extraordinaria intención de juego, la obra pierde profundidad cuando intenta volverse ligera o donde el autor excede su ingenio irónico. Es menos falible cuando ironiza a los huidobrianos, quizás porque estos personifican lo impúber del pensamiento o el pensamiento de los inacabados. Al abordar la figura de Kafka para desacralizar la visión existencial, el intento es definitivamente fallido y no consigue sino mostrar cierta incomprensión de la misma ironía kafkiana. Esta intención burlesca se observa de manera directa en el texto "Creo en él". Pero además en la utilización desenfadada de un lenguaje emocional aparentemente espontáneo, descuidado, caótico. Es una burla y una afrenta abierta a la visión racional que subyuga el pensamiento contemporáneo. Kafka o Samsa, es el émulo de un dios enfermo. Es una de las piezas más extrañas del texto porque tratándose de una ironía, no logra sino despertar cierta inquietud maligna del humor sin lograr convencernos. Es la peor parte del libro, y, a la vez, la más inquietante puesto que, mostrándonos el aterrador absurdo de nuestra existencia, el tedio de la vida, no logra transmitírnosla con el angustioso peso existencial de la figura de Kafka.
El intento, sin embargo, no deja de mostrársenos como algo siniestro, como una burla no sólo de la vida, sino de la literatura como parodia de la vida.
Ver: Poetas del Grado Cero
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