miércoles, 31 de octubre de 2012

Un hombre que duerme. Georges Perec




Eres un ocioso, un sonámbulo, una ostra. Las definiciones varían según la hora, según el día, pero el sentido queda más o menos claro: te sientes poco preparado para vivir, para actuar, para crear; no quieres más que durar, no quieres más que la espera y el olvido. La vida moderna generalmente aprecia poco semejantes inclinaciones: a tu alrededor has visto, desde siempre, cómo se privilegiaba la acción, los grandes proyectos, el entusiasmo: hombre que avanza hacia adelante, hombre con los ojos fijos en el horizonte, hombre mirando directamente frente a sí. Mirada límpida, mentón voluntarioso, andar firme, vientre contraído. La tenacidad, la iniciativa, el golpe de genio, el triunfo, trazan el camino demasiado límpido de una vida demasiado ejemplar, dibujan las sacrosantas imágenes de la lucha por la vida. Las piadosas mentiras que acunan los sueños de todos aquellos que patalean y se atascan, las ilusiones perdidas de los miles de relegados, los que llegaron demasiado tarde, los que dejaron su maleta sobre la acera y se sentaron sobre ella para enjugarse la frente. Pero no necesitas ya excusas, ni remordimientos, ni nostalgias. No rechazas nada, no rehúsas nada. Has dejado de avanzar, pero el hecho es que no avanzabas, no sigues adelante, has llegado, no ves para qué tendrías que ir más lejos: bastó, casi bastó, un día de mayo en que hacía demasiado calor, la inoportuna conjunción de un texto del cual habías perdido el hilo, un tazón de Nescafé de pronto demasiado amargo, y una palangana de plástico rosa llena de agua negruzca en la cual flotaban seis calcetines, para que algo se rompiera, se alterara, se deshiciera, y apareciera a plena luz -pero la luz nunca es plena en la buhardilla de la rue Saint-Honoré- esta verdad decepcionante, triste y ridícula como un gorro con orejas de burro, pesada como un diccionario Gaffiot: no tienes ganas de continuar, ni de defenderte, ni de atacar.

Tus amigos se han cansado y ya no llaman a tu puerta. Ya casi no andas por las calles donde podrías encontrarlos. Evitas las preguntas, la mirada de aquel que el azar pone a veces en tu camino, rehúsas la cerveza o el café que se te ofrece. Tan sólo la noche, tu habitación, te protegen: el estrecho banco en el que permaneces acostado, el techo que redescubres a cada instante; la noche, cuando, solo en medio de la multitud de los Grands Boulevards, llegas casi a sentirte feliz con el ruido y las luces, el movimiento, el olvido. No tienes necesidad de hablar, ni de desear. Sigues el flujo que va y viene, de la République a la Madeleine, de la Madeleine a la République.


Un hombre que duerme (1967)