martes, 19 de agosto de 2014

Escritores antologados y Prólogo de la antología "Un espejo roto". Por Sergio Ramírez






Los escritores antologados: 

 Guatemala: 
  • Eduardo Halfon
  • Maurice Echeverría
  • Denise Phé-Funchal
  • Javier Payeras

El Salvador: 
  • Mauricio Orellana Suárez
  • Vanessa Núñez Handal
  • Alberto Pocasangre
  Honduras: 
  • Jessica Sánchez
  • Kalton Harold Bruhl
  • Gustavo Campos
  • José Manuel Torres Funes
 Nicaragua:
  • María del Carmen Pérez Cuadra
  • Berman Bans
  • Ulises Juárez Polanco
  • Roberto Carlos Pérez
 Costa Rica:
  • Jessica Clark Cohen
  • Guillermo Barquero
  • Warren Ulloa
  • Carla Pravisani
Panamá:
  • Carlos Winter Melo
  • Melanie Taylor
  • Lili Mendoza
  • Lucy Cristina Chau 
 República Dominicana: 
  • Juan Dicent
  • Rey Andújar
  • Frank Báez
  • Rita Indiana Hernández


Prólogo


Un espejo roto

---------------------------------------------
Prólogo de la antología de nuevos cuentos centroamericanos "Zwischen Süd und Nord. Neue Erzähler aus Mittelamerika" compilado por Sergio Ramírez.

Los países de Centroamérica parecen distantes entre sí a pesar de su vecindad geográfica, y de que tienen un pasado común que se remonta a los tiempos precolombinos; esta historia siguió siendo común a lo largo de la colonia, y aún lo fue para el tiempo de la independencia de 1821, antes de la catástrofe de la enconada separación que puso fin al proyecto de la República Federal encabezado por el general Francisco Morazán, quien terminó fusilado en 1842 por querer una Centroamérica unida.

Somos desde entonces pedazos de un espejo roto. Países marginales y desvalidos, divididos por prejuicios mezquinos, y, aún en la segunda mitad del siglo veinte, enfrentados en conflictos bélicos inútiles, como la célebre guerra del futbol entre Honduras y El Salvador en 1969, que lejos de la aparente banalidad de su causa, la disputa por una plaza para el Mundial de México, tuvo sus raíces en la desigualdad social, que provoca siempre migraciones de los más pobres de uno a otro país, y que de paso desmoronó el proyecto de integración económica iniciado en 1960.

Pero aunque se trata de un espejo roto sigue siendo un espejo común. Un sistema de vasos comunicantes en el que cada parcela guarda su propio peso específico, pesos que podemos advertir a lo largo del siglo veinte, desde la sociedad de rasgos feudales de Guatemala con una de las mayores poblaciones indígenas del continente, sometida a un virtual apartheid, a la más moderna sociedad caficultora costarricense, con instituciones democráticas más firmes y orgullosa se sentirse más europea; todo bajo el denominador de una cultura rural de carácter patriarcal en la que señoreaban las oligarquías amparadas en la fuerza de los caudillos y de las casta militares. Y esta realidad tuvo una respuesta triple en la narrativa.

Nuestras sociedades seguían siendo en muchos sentidos rurales, pero la temática campesina e indígena se sujetaba a un enfoque arcaico, que se volvía en muchos sentidos romántico, un territorio vernáculo idealizado que separaba de manera tajante a la literatura de la realidad. Por otro lado estaba la narración de denuncia social y política, centrada en la presencia de los enclaves bananeros y la intervención de los Estados Unidos que sostenía o derrocaba gobiernos e imponía dictadores. Y por fin, con la misma persistencia, la narrativa en la que el hombre letrado se enfrenta a la naturaleza salvaje que busca dominar para que surja la civilización.

Yolanda Oreamuno, novelista costarricense de vanguardia, escribía en 1943: “literariamente confieso que estoy HARTA, así con mayúsculas, de folklore. Desde este rincón de América puedo decir que conozco bastante bien la vida agraria y costumbrista de casi todos los países vecinos y en cambio sé poco de sus demás problemas. Los trucos colorísticos de esta clase de arte están agotados…es necesario que terminemos con esa calamidad”.

Hoy, cuando navegamos las aguas del siglo veintiuno, hay un cambio generacional de consecuencias profundas, y el viejo reclamo de Yolanda Oreamuno ha sido respondido. Las búsquedas son ahora múltiples, como el lector alemán podrá advertir, y la escritura salta por encima de las casillas tradicionales, haciéndose cargo de la realidad contemporánea que enfrenta la sociedad, y que por consecuencia enfrenta los escritores que viven insertos en ella. Son temas cada vez más diversos, se atienen menos a esquemas preestablecidos, y no se ven forzados por los alineamientos. Nuestros escritores buscan insertarse en la modernidad, y ser entendidos en todas partes. La universalidad como un reclamo.

Esta es, por tanto, una antología del siglo veintiuno, y nos permite ver al cuento centroamericano lejos ya de sus viejas fronteras. En cada uno de los autores elegidos, una selección necesariamente rigurosa, hemos buscado, antes de nada, la excelencia de la individualidad creadora que se basa en los recursos del lenguaje y la imaginación; es decir, como en toda buena antología, la calidad de la expresión literaria, para que este conjunto de voces auténticas pueda abrir un panorama de lo que es Centroamérica hoy, cruzada por diferentes fenómenos sociales, en su compleja diversidad.

Los narradores de esta antología nos cuentan historias de seres imaginarios, pero que provienen del mundo real, y pertenecen a una atmósfera donde las vidas privadas son constantemente intervenidas por la vida pública. Es decir, las historias corren siempre en el cauce de la Historia. Porque la literatura no deja de ser nunca una emanación imaginativa de la realidad, que se presenta siempre como un escenario donde las variaciones son dinámicas y ocurren no pocas veces de manera sorpresiva.

¿Pero cuánto ha cambiado la sociedad centroamericana en medio siglo? ¿Y qué es Centroamérica en los inicios del siglo veintiuno? Como siempre lo fueron a lo largo del siglo veinte, nuestras sociedades no son sino una superposición de estratos geológicos, sólo que ahora se agregan nuevos estratos a los anteriores. Nuevas capas de realidad se forman sobre las antiguas, pero todas conviven al mismo tiempo en una especie de anacronismo simultáneo, con ciertos rasgos de modernidad que provienen casi todos del fenómeno de la globalización. Por encima de las arboledas que bordean los caminos rurales por donde transitan las viejas carretas tiradas por bueyes, se alzan las antenas parabólicas que recogen las señales de los satélites, y las antenas de las redes de los teléfonos celulares que han alcanzado ya el viejo mundo campesino; más teléfonos celulares que habitantes.

Los dictadores arquetípicos que reinaron hasta mitad del siglo veinte, y en ocasiones más allá, Estrada Cabrera que inspiró El señor Presidente (1946) de Miguel Angel Asturias; Maximiliano Hernández Martínez, que ordenó la atroz masacre de miles de indígenas relatada en Cenizas de Izalco (1964), la novela de Claribel Alegría (1924) Y D.J. Flakoll; Anastasio Somoza, el fundador de la dinastía que está en mi novela Margarita está lindar la mar (1998), son ahora parte de un pasado que sin embargo no ha muerto para la literatura, que es siempre un asunto de recurrencias.

Entre las décadas de los sesenta y los ochenta de ese mismo siglo, vinieron otras dictaduras, y golpes de estado uno tras otro, para el tiempo en que los ejércitos, con el respaldo de los Estados Unidos y de las oligarquías locales, toman el poder y cierran los espacios democráticos, mientras surgen las luchas guerrilleras inspiradas en el triunfo de la revolución cubana, y la represión despiadada en contra de la población indígena y campesina provoca nuevos genocidios en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, donde la insurgencia guerrillera se extiende, y el Frente Sandinista logra triunfar en Nicaragua en 1979, derrocando a la dictadura de la familia Somoza.

En nombre de la lucha contrainsurgente, miles son asesinados y enterrados en cementerios clandestinos, cuyas tumbas anónimas empiezan a ser abiertas a finales del siglo, y se publican los informes de recuperación de la memoria histórica a cargo de comisiones de derechos humanos que enlistan a las víctimas y a sus victimarios. En 1998 el obispo Juan Gerardi fue muerto a golpes con un bloque de cemento por sicarios a sueldo, dos días después que presentó su informe “Guatemala, nunca más”, en el que aparecen con sus nombres más de 20.000 asesinados.

Los enfrentamientos de largos años entre los ejércitos y la guerrilla se convirtieron en verdades guerras civiles, y desembocaron en la firma de acuerdos de paz, en 1992 en El Salvador y en 1996 en Guatemala, y abrieron por primera vez, tras década de poder militar, el paso a gobiernos democráticos que aún no terminan de consolidarse. Y Panamá recuperó la soberanía sobre el canal interoceánico mediante los tratados Torrijos-Carter, suscritos en 1977, y luego se produjo en 1989 la intervención militar de Estados Unidos que depuso al dictador Manuel Antonio Noriega.

Todo este pasado reciente es materia insoslayable de la literatura, en la medida en que siendo fenómenos sociales y políticos involucraron a miles de seres humanos, y afectaron sus vidas, creando una multitud de dramas personales. Extraer de esos dramas historias que contar, es tarea de quienes fueron contemporáneos de esos fenómenos, y pueden relatarlos como testigos; pero también es tarea de los escritores de las siguientes generaciones, que pueden verlos a distancia, y con ojo más crítico.

Pero en la vida cotidiana de hoy, donde el pasado sigue aún vivo, y se traslapa con el presente, hay también no pocas historias que contar: la ilusión de la visa soñada que abre las puertas del sueño americano, y quienes se arriesgan al paso clandestino de la frontera de Estados Unidos en busca de ese sueño que no pocas veces resulta en engañosa utopía; los pushers que venden la droga en las calles y en las puertas de los colegios a los adolescentes; la marginalidad de las barriadas, adultos y niños que sobreviven vendiendo de todo en las calles, la prostitución y el abuso infantil, la inseguridad urbana y el crimen organizado, las promesas electorales fraudulentas y la corrupción que crece como una marea negra; la pobreza extrema enfrentada a la riqueza extrema, un juego entre el escarnio y la obscenidad. Las frustraciones y las esperanzas rotas.

Pese a la que la democracia ha ganado terreno, los abismos de desigualdad siguen abiertos en Centroamérica. El caudillo, el peor de nuestros males políticos, persiste en sobrevivir, erigiéndose por encima de las instituciones, y en lugar de transformar la sociedad la mantiene congelada, ya que los pobres son su mejor capital político, mientras sigan siendo pobres. Es lo que ocurre en Nicaragua, de regreso al autoritarismo tras haber vivido una hermosa revolución.

Todo lo que vivimos, es por tanto, fruto de la anormalidad, y el escritor no tiene otra manera de ver la vida pública más que a través de una lente turbia y deformada, y tampoco puede escapar, como creador, del peso de esa anormalidad, porque ella modifica, o altera, sin remedio, la vida de las gentes que siguen viviendo bajo los arbitrios del poder, y al entrar en la narración, como personajes, arrastran el peso de esta anormalidad, a la que se suman otras que los nuevos tiempos traen consigo.

Modernidad a medias y sociedad rural a medias; alternabilidad civil en el gobierno, y caudillismo persistente; conquista del voto democrático, y fraudes electorales; crecimiento económico y abismos de miseria; fortunas ofensivas y marginación; aumento de la población escolar, y pobreza del sistema educativo; multiplicación de los espacios urbanos, y población campesina atraída hacia esos mismos espacios urbanos, que parecen tantas veces campamentos rurales; sociedad informática, y el maíz sembrado grano a grano con espeque, como en tiempos de los mayas. De esas contradicciones y contrastes se nutre la literatura centroamericana contemporánea.

En esta modernidad revuelta, tan llena de fantasma del pasado, semejantes contradicciones no parecen detenerse. Persiste la corrupción, los negocios a la sombra del estado, el tráfico de influencias; el lavado de dinero y el enriquecimiento ilícito se han multiplicado, y los hilos de esta conspiración oscura parten no pocas veces de los propios palacios presidenciales. Los carteles del narcotráfico han sentado sus dominios en Centroamérica, puente natural del paso de la droga desde Sudamérica hacia México y los Estados Unidos, con todo el dinero del mundo para comprar voluntades y corromper jueces, fiscales y policías. Pandillas juveniles, como las maras, convertidas en verdaderas bandas criminales que asesinan y extorsionan. La banda de los Zetas, que operan en el territorio de México y ya establecidos también en Guatemala, y que han organizado la industria nunca antes vista del secuestro de emigrantes pobres que buscan de manera clandestina llegar a la frontera de Estados Unidos, para cobrar rescates a sus familias, asesinados y enterrados en tumbas sin nombre cuando no quieren o no pueden pagar.

No es que la literatura tenga necesariamente que atenerse a las anormalidades de la vida social, determinada por la arbitrariedad del poder, toda clase de poder, el poder político, el de las mafias, el de los carteles del narcotráfico, el de las bandas juveniles; pero la escritura, que vive de lo singular, no puede desprenderse tan fácilmente de esas anormalidades que trastornan las vidas privadas. La literatura no existe sino en función de los seres humanos. Para la literatura lo que cuenta es la vida, y lo que relata son vidas, en su precariedad.

Esta selección de cuentistas centroamericanos, en la cual incluimos a escritores de República Dominicana, por su cercanía no sólo en la lengua, sino también cultural, dará al lector de lengua alemana un panorama de la diversidad creativa de una región formada por países que, a pesar de todo, siguen empeñados en borrar sus fronteras. Y sus escritores, empeñados en encontrar la identidad común extraviada.

Ellos, al mostrar como escribimos, también muestran al mundo lo que somos y la realidad tan llena de contrastes en que vivimos. Sus palabras trazan el mapa de Centroamérica.


Sergio Ramírez