jueves, 10 de febrero de 2011

Capítulo final de Los inacabados. Gustavo Campos


E. Hemingway

Final

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Viernes 17 de marzo de 2006. Son las 4:01 am. Recién regresé a casa. Enciendo el ventilador para refrescarme y la computadora para escribir esta última nota. Estornudé dos veces. No sé si es alergia o el inicio de una gripe. Estoy ebrio. Muy ebrio. Mi estado no influye en la decisión que tomé. Camino a casa lo pensé muy bien. He sido muy tolerante con todos y con todo. He sido sumamente paciente. De todos los suicidios consumados por artistas que conozco el aconsejable es con gas. Carece de morbo. Para quienes crean que la lectura de la penúltima novela de Halfon tuvo relevancia en mi decisión, les aseguro que no es así. Estoy ebrio. Ebrio y triste. Solo. Ebrio, solo y triste. No hay nadie a quien pueda llamar. No hay quien quiera atenderme. Hoy no quiero despertar a nadie en la madrugada, demasiadas veces lo he hecho, por tal razón estimo y entiendo a Mario Santiago. A mí me ocurre lo mismo. Mi tiempo no es el tiempo de ellos. Pierdo la noción de él cuando bebo o me siento deprimido y solo. Necesito alguien a mi lado. Alguien que me ame. Nadie ama a los borrachos. Estoy borracho. Estoy solo. Espero que esta vez sí pueda consumar el acto y no me suceda lo que le ocurrió a Audrey Hepburn en Sabrina. Gas o dióxido de carbono son los candidatos por excelencia. Mi hermano se mudó hace un par de días y se llevó consigo la pistola. No sé si es suerte, sólo sé que no debe haber sangre. La sangre sienta bien en los pinceles pero no en el trapeador. Estoy borracho pero esto lo he pensado siempre. Mi estado poco tiene que ver con mi resolución. En mi defensa digo que nunca he podido diferenciar la realidad de la ficción. Jamás. Siempre se me han antojado indivisibles o únicas. Y con únicas no quiero decir que haya más realidades que ficciones o más ficciones que realidades. El mundo es un puñado de aberraciones. El puño es real y entre sus dedos hay ficción. Lo que cierra al puño es a la ficción lo que el golpe a la pared es a la realidad. Puedo prolongar mi estadía en este mundo unos días o meses más, pero no tendrá sentido. Quizás se me ocurra retenerme un tiempo más porque me dijo una amiga que seré padre. Si es niña quiero llamarle Madeleine. Pero no estaré. Si nace ruego que la nombren Madeleine. Es mi última voluntad. De ser niño, te dejo a vos, Claudia, que escojás su nombre. Disculpame. Espero que ustedes también me entiendan, no que me tengan lástima. Estoy solo. No logré encajar en la vida. Me esforcé tanto, quienes me conocen lo saben. Hubiese querido que me domesticaran. Haber sido parte del sistema. Veo a mi alrededor y qué veo, sólo libros. Libros y más libros. Fotocopias de libros. Cuánto hubiera querido encontrar una razón poderosa para no morir, para resistir, como dijo Sabato. Algo o alguien que me retuviera. Nadie. Hoy lo conversé con un par de amigos dentro del rapidito que nos llevaría de la universidad al centro de la ciudad. Me dijeron que no fuera pendejo, que los que deberían pensar en suicidarse son los que no tienen nada en la cabeza, los vagos o la gente mala y estúpida, no alguien como yo. No me dejaron ir y me retuvieron invitándome a beber unas cervezas. Cuando se trata de alcohol, es fácil convencerme. Cedo. Bebimos hasta la 1:00 am. Luego compramos ron y nos fuimos al apartamento de Enrique, quien a su vez cumplía años. Celebramos dos cosas: el cumpleaños de Enrique y el aplazamiento de mi muerte. Antes de las 4:00 am regresé a mi casa. No quiero alargar esto. Eso ya pasó y ahora estoy acá solo frente al monitor de la computadora. He tomado hasta el momento dos vasos de agua. No deseo más cerveza y pan porque seguiría el consejo de Dickens dándome motivos para saborear la vida. El banco plástico de color rojo sigue allí. Está a mi derecha. Hablo del banco rojo como si fuera más importante que las últimas palabras que debiera decir. Tampoco hay que ponerse solemnes. Tampoco es tragedia. Sobre el planchador hay tres cajas de libros. No sé cuáles son y tampoco quiero levantarme a averiguarlo. Detrás de mí hay una caja con libros del Popol Vuh y de Isabel Allende. La cocina luce sucia y mi señora madre debe estar dormida. Sobre la estufa de gas hay una tetera y una olla. Hace una hora la vecina de mi amigo me invitó a quedarme en su apartamento. Dije no. Al despedirnos le pregunté si le parecía atractivo y si había probabilidades de amarme. Quizás, me respondió. Podría ser. Me gustó la incertidumbre. Olía a esperanza, aunque en realidad sé que significa un tajante no. Conozco las tretas del vocabulario de las mujeres. Estoy solo. Ebrio y solo. De haber sido cierta la esperanza estaría con ella y no aquí triste y solitario. Sobre la mesa hay un libro que se llama Cómo leer el futuro en las runas. ¿Necesito saber qué me deparará el futuro? Ya no. Ojalá hubieras tenido razón Sabato de que siempre hay razones poderosas como el amor, la amistad y la familia para afrontar la vida. De alargar estas últimas palabras terminaría encontrando razones para quedarme. Ya se me ocurren tres: la primera que hoy se casará uno de mis mejores amigos, la segunda que viene la esposa cubana de otro amigo, hay que acompañarlo al aeropuerto, y la tercera y última que tendré un hijo.

No necesito más razones para seguir extendiéndome. Pura mierda hablo. Son las 4:44 am. Fumaré un último cigarro. Antes de irme se me ha ocurrido escribir un último poema. Uno último. Hace días ronda la idea por mi mente.


eso se llama
eso no se llama
excremento
debíamos morir contigo
nacer en ti
en un movimiento secreto
y saber que debíamos morir por más de un siglo
entre las llamas
y murieron en menos de una hora
escondidos entre el fatal guiño del destino
excremento
debíamos nacer contigo
morir en ti
debíamos morir en una hora
y algunos se quedaron por más de un siglo
en movimiento secreto
y en adelante el misterio
del nombramiento
y la caída de los cuerpos
cara al nacimiento.

De vez en cuando pienso en Elizabeth. Anoche leí Alas rotas de Gibrán. Me tranquilizó. ¿Qué es el amor? ¿Dónde puedo encontrarlo? Mi madre sabe que no deben velarme sino enterrarme lo más pronto posible. Me pregunto si Heine tendrá razón y Dios me perdonará.

Nada más puedo escribir, nada más.

Imprimiré el documento. A alguien le debo una explicación. No sé a quién, pero a alguien debo interesarle.

P.S.: Todos corrieron en busca del limón, incluso yo. Todos siguieron a Nant. Todos subieron los escalones de piedra hasta llegar a la última torre, y cortaron el limón en dos mitades y bebieron su jugo para que iniciara nuevamente la tormenta. Así fue como llegó la muerte del mundo interior.


Capítulo final de Los inacabados