Truman Capote. Foto: Carl Van Vechten
Mi vida —como artista, por lo
menos— puede ser proyectada en un gráfico con la misma precisión que una
fiebre, registrándose altos y bajos, ciclos específicamente definidos.
Comencé a escribir a los ocho
años, inesperadamente, sin la inspiración de un modelo. No conocía a nadie que
escribiera. En realidad, apenas si conocía a alguien que leyera. El hecho era
que sólo cuatro cosas me interesaban: leer, ir al cine, zapatear y dibujar.
Luego, un día, empecé a escribir, sin saber que me había encadenado, de por
vida, a un amo noble pero despiadado. Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo
tiempo nos entrega un látigo, y éste sólo tiene por finalidad la
autoflagelación.
Pero, naturalmente, yo no lo
sabía. Yo escribía historias de aventuras, novelas policiales, escenas cómicas,
cuentos que me habían narrado ex esclavos y veteranos de la Guerra Civil. Me
divertía muchísimo, al principio. Dejé de divertirme cuando descubrí la
diferencia entre escribir bien y mal, y luego hice un descubrimiento más
alarmante aun: la diferencia entre escribir muy bien y el verdadero arte. Una
diferencia sutil, pero feroz. Después de eso, cayó el látigo.
Así como algunas personas
practican el piano o el violín cuatro y cinco horas diarias, yo practicaba con
mis lapiceras y papeles. Sin embargo, no mostraba a nadie lo que hacía. Si
alguien me preguntaba en qué estaba ocupado todo ese tiempo, les decía que con
mis tareas escolares. En realidad, nunca hacía tareas escolares. Las literarias
me mantenían totalmente ocupado: se trataba de mi aprendizaje en el altar de la
técnica, del oficio, de las endiabladas complicaciones de la división en
párrafos, la puntuación, el empleo del diálogo, para no mencionar el gran
diseño total, el gran arco que exige comienzo, medio y final. Había que
aprender, y de tantas fuentes: no sólo de los libros, sino de la música, de la
pintura, de la mera observación cotidiana.
En realidad, lo más interesante
que escribí en ese tiempo fueron las simples observaciones cotidianas que
asentaba en mi diario. Descripciones de un vecino. Largas transcripciones
literales de conversaciones oídas. Chismes locales. Un tipo de reportaje, un estilo
de “ver” y “oír” que más adelante influiría seriamente en mí, aunque entonces
no me daba cuenta, pues todo lo “formal” que escribía, lo que pulía y pasaba
cuidadosamente a máquina, era más o menos ficticio.
Ya a los diecisiete años era un
escritor consumado. De ser pianista, ése hubiera sido el momento propicio para
el primer concierto en público. Siendo escritor, decidí que era el momento de
publicar. Envié cuentos a las principales publicaciones literarias, y a las
revistas de distribución nacional, que en aquellos días publicaban los cuentos
de mayor “calidad”, como Story, The New Yorker, Harper’s Bazaar,
Mademoiselle, Harper’s, Atlantic Monthly.Mis cuentos aparecieron,
puntualmente, en las mismas.
Luego, en 1948, publiqué una
novela: Otras voces, otros ámbitos. Fue bien recibida por la
crítica, y resultó un best seller. También, debido a una exótica fotografía de
su autor en la contratapa, fue el comienzo de una cierta notoriedad que me ha
perseguido todos estos años. En realidad, muchas personas han atribuido el
éxito comercial de la novela a la foto. Otros restaron importancia al libro,
como si se tratara de un extraño accidente: “Sorprendente que alguien tan joven
pueda escribir tan bien”. ¿Sorprendente? ¡Sólo hacía catorce años que escribía,
día tras día! En general, la novela fue una conclusión satisfactoria del primer
ciclo de mi desarrollo.
Una novela corta, Desayuno
en Tiffany’s, concluyó el segundo ciclo en 1958. Durante los diez años
intermedios, experimenté con casi todos los estilos y formas literarios,
intentando dominar una variedad de técnicas, lograr un virtuosismo tan fuerte y
flexible como la red de un pescador. Por supuesto, fracasé en varias de las
áreas que ensayé, pero es verdad que uno aprende más del fracaso que del éxito.
Así fue en mi caso, y más adelante pude aplicar con gran provecho lo que
aprendí. De todos modos, durante esa década de exploración escribí colecciones
de cuentos cortos (Un árbol nocturno, Recuerdo de Navidad), ensayos
y retratos (Color local, Observaciones, la obra contenida en Los
perros ladran), obras de teatro (El arpa de hierba, Casa de
flores), libretos para películas (Beat the Devil, The
Innocents), y una enormidad de reportajes reales, la mayoría para The
New Yorker.
En realidad, desde el punto de
vista de mi destino creativo, lo más interesante que hice durante toda esta
segunda fase apareció primero enThe New Yorker como una serie de
artículos, y posteriormente en un libro titulado Se oyen las musas. El
tema era el primer intercambio cultural entre la Unión Soviética y los Estados
Unidos: una gira hecha por Rusia, en 1955, por una serie de negros
norteamericanos que representaban Porgy and Bess.Concebí toda la
aventura como una breve novela cómica “verídica”, la primera de todas.
Unos años antes, Lillian Ross
había publicado Picture, su historia de la filmación de una
película, The Red Badge of Courage. Con sus rápidos cortes,
las escenas retrospectivas o anticipatorias, era, en sí, como una película, y
mientras la leía me preguntaba qué pasaría si la autora abandonara su dura
disciplina lineal de reportaje directo y tratara el material como si fuera una novela:
¿ganaría, o perdería el libro? Decidí ver qué pasaba, cuando se me presentara
el tema apropiado. Porgy and Bess en Rusia, en pleno invierno,
me pareció apropiado.
Se oyen las musas recibió
críticas excelentes; incluso fue elogiada por medios generalmente poco
benévolos conmigo. Aun así, no llamó especialmente la atención, y las ventas
fueron moderadas. Sin embargo, el libro fue un acontecimiento importante para
mí: mientras lo escribía, me di cuenta de que podía haber hallado solución a lo
que siempre había sido mi mayor dilema creativo.
Desde hacía muchos años me sentía
atraído hacia el periodismo como una forma de arte en sí mismo, por dos
razones: primero, porque me parecía que nada verdaderamente innovador se había
producido en la prosa, o en la literatura en general, desde la década de 1920,
y segundo porque el periodismo como arte era casi terreno virgen, por la
sencilla razón de que muy pocos escritores se dedicaban al periodismo y, cuando
lo hacían, escribían ensayos de viaje o autobiografías. Se oyen las
musas me hizo pensar de una manera totalmente distinta. Yo quería
escribir una novela periodística, algo en mayor escala que tuviera la
verosimilitud de los hechos reales, la cualidad de inmediato de una película
cinematográfica, la profundidad y libertad de la prosa y la precisión de la
poesía.
Sólo en 1959 un misterioso
instinto dirigió mis pasos hacia el tema —un oscuro caso de asesinato en una
región aislada de Kansas— y finalmente, en 1966, pude publicar el resultado: A
sangre fría.
En un cuento de Henry James, creo
que The Middle Years, el protagonista, que es un escritor en
las sombras de la madurez, se lamenta: “Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que
podemos; el resto es la locura del arte”. Dice esto, más o menos. De todos
modos, James habla con toda franqueza, nos dice la verdad. Lo más oscuro de la
oscuridad, lo peor de la locura, es el inexorable riesgo que entraña. Los
escritores, al menos los que están dispuestos a correr verdaderos riesgos, los
que se aventuran a todo, tienen mucho en común con otra raza de solitarios: los
que se ganan la vida jugando al billar y a los naipes. Muchos pensaron que
estaba loco al pasar seis años recorriendo las llanuras de Kansas; otros
rechazaron mi concepción de la “novela verídica”, decretándola indigna de un
escritor “serio”. Norman Mailer la describió como “un fracaso de la
imaginación”, queriendo decir, supongo, que un novelista debería escribir sobre
algo imaginario y no sobre algo real.
Sí, fue como jugar al póker con
apuestas altísimas. Durante seis largos años, en que sentí los nervios
desquiciados, no supe si tenía o no un libro. Fueron largos veranos y helados
inviernos, pero yo seguía firme ante la mesa de juego, jugando la mano lo mejor
posible. Luego, resultó que sí tenía un libro. Varios críticos
se quejaron de que “la novela no ficticia” era un término para llamar la
atención, un fraude, y que no había nada de nuevo ni original en lo que yo
había hecho. Otros, sin embargo, opinaron de manera distinta. Se dieron cuenta
del valor de mi experimento y pronto lo pusieron en práctica. Nadie fue más
rápido que Norman Mailer, que ganó mucho dinero y obtuvo muchos premios con sus
novelas no ficticias (Los Ejércitos de la noche, Of a Fire on the Moon,
La Canción del Verdugo), si bien ha tenido mucho cuidado en no describirlas
nunca como “novelas verídicas”. No importa: es un buen escritor y un gran tipo,
y estoy agradecido por haber podido hacerle un pequeño favor.
La zigzagueante línea en el
gráfico de mi reputación como escritor alcanzó una altura saludable, y allí la
dejé un tiempo antes de pasar a mi cuarto ciclo, que supongo será el último.
Durante cuatro años, aproximadamente entre 1968 y 1972, me dediqué a leer,
seleccionar, corregir y clasificar mis propias cartas, las de otras personas, mis
diarios (que contienen descripciones detalladas de cientos de escenas y
conversaciones) correspondientes al período 1943-1965.Tenía la intención de
utilizar gran parte de ese material en un libro que planeaba desde hacía años:
una variante de la novela verídica. Lo titulé Answered Prayers (Plegarias
escuchadas), que es una cita de Santa Teresa, quien dijo: “Se derraman más
lágrimas por plegarias escuchadas que no escuchadas”. Comencé a trabajar en
este libro en 1972, escribiendo primero el último capítulo (siempre es bueno
saber adónde va uno). Luego escribí el primero, “Monstruos no malcriados”,
después el quinto, “Un severo insulto al cerebro”, a continuación el séptimo, “La
côte basque”. Proseguí de esta forma, escribiendo distintos capítulos
fuera de secuencia. Pude hacerlo porque el argumento —o argumentos, más bien—
era verídico, y todos los personajes, reales. No era difícil recordarlo todo,
pues no había inventado nada. Sin embargo, no fue mi intención escribir un roman
à clef, ese género en que los hechos se disfrazan de ficción. Mis
intenciones eran lo opuesto: quitar los disfraces, no fabricarlos.
En 1975 y 1976 publiqué cuatro
capítulos del libro en la revista Esquire. Esto causó enojo en
ciertos círculos, en los que se tuvo la sensación de que yo estaba traicionando
confidencias, maltratando a amigos y/o a enemigos. No quiero discutir esto; se
trata de política social y no de mérito artístico. Diré solamente que todo lo
que tiene el escritor para trabajar es el material que ha reunido como resultado
de su propio esfuerzo y de sus observaciones, y no se le puede negar el derecho
de usarlo. Se podrá condenar su uso, pero no negárselo.
No obstante, interrumpí Answered
Prayers en septiembre de 1977, hecho que nada tuvo que ver con la
reacción pública recibida por las partes ya publicadas. La interrupción se
debió a que yo estaba pasando un momento terrible: atravesaba una crisis
creativa y personal al mismo tiempo. Como la faz personal no estaba
relacionada, excepto muy tangencialmente, con la creativa, sólo es necesario
referirme al caos creativo.
A pesar de que fue un verdadero
tormento, ahora me alegro de que haya ocurrido. Después de todo, alteró mi
concepción total de la literatura, mi actitud hacia el arte, la vida, el
equilibrio entre ambos y mi comprensión de la diferencia entre lo verdadero y
lo realmente verdadero.
Por empezar, creo que la mayoría
de los escritores, incluso los mejores, recargan las tintas. Yo prefiero
aligerarlas, usar un estilo simple y cristalino como un arroyo de campo. Descubrí
que mi estilo se volvía demasiado denso, que me llevaba tres páginas conseguir
efectos que debería lograr en un solo párrafo. Volví a leer y a releer todo lo
que había escrito en Answered Prayers, y empecé a tener dudas,
no acerca del material o de mi enfoque, sino de la textura del estilo. Releí A sangre
fría y tuve la misma reacción: en muchas partes el estilo no era tan
bueno como debería ser, y no liberaba todo el potencial. Lentamente, con una
alarma que iba en aumento, volví a leer cada palabra publicada en mi vida, y
llegué a la conclusión de que nunca, ni una sola vez en mi carrera de escritor,
había explotado toda la energía ni toda la excitación estética contenidas en el
material. Me di cuenta de que, hasta en las mejores partes, trabajaba con la
mitad, e incluso un tercio, de las posibilidades que tenía. ¿Por qué?
La respuesta, que me fue revelada
después de meses de meditación, era sencilla pero no muy satisfactoria. No hizo
nada, por cierto, para disminuir mi depresión. Por el contrario, la empeoró. La
respuesta creaba un problema aparentemente insoluble y, si no podía
solucionarlo, mejor era dejar de escribir. El problema era el siguiente: ¿cómo
puede un escritor combinar con buen resultado dentro de una sola forma —digamos
el cuento— todo lo que sabe de todas las otras formas literarias? Pues a esto
se debía el que mi obra estuviera, a menudo, iluminada insuficientemente: el
voltaje existía, pero al restringirme a las técnicas de la forma en la que
escribía en ese momento, no utilizaba todo lo que sabía del arte de escribir,
todo lo que había aprendido de libretos, obras de teatro, reportajes, poesías,
cuentos,nouvelles, novelas. Un escritor debía tener a su
disposición, sobre su paleta, todos los colores, todas las habilidades para
poderlos combinar y, cuando fuera apropiado, aplicar simultáneamente. La
pregunta era: ¿cómo?
Retomé Answered Prayers. Descarté
un capítulo y volví a escribir otros dos. Mejor, decididamente, mucho mejor.
Pero la verdad era que debía volver al jardín de infantes. Allí estaba, otra
vez, frente a una mesa de juego, aunque excitado, pues me sentía iluminado por
un sol invisible. Aun así, mis primeros experimentos fueron torpes. Me veía
como a un niño con una caja de lápices de colores.
Desde el punto de vista técnico,
la mayor dificultad que tuve al escribir A sangre fría fue no
participar. Por lo general, el periodista tiene que entrar en la obra como
personaje, como observador testigo, si es que quiere mantener el libro dentro
del plano de lo verosímil. Yo sentía que era esencial, para el tono
aparentemente objetivo del libro, que el autor permaneciera ausente. En
realidad, en todos mis reportajes, siempre intenté mantenerme lo más invisible
que fuera posible.
Ahora, sin embargo, me coloqué en
el centro del escenario y empecé a reconstruir, de una manera severa y mínima,
conversaciones cotidianas con personas comunes: el encargado de mi edificio, un
masajista en el gimnasio, un viejo compañero de escuela, mi dentista. Después
de escribir cientos de páginas sencillas, llegué a conseguir un estilo. Había
descubierto un marco dentro del cual podía asimilar todo lo que sabía del arte
de escribir.
Más tarde, utilizando una versión
modificada de esta técnica, escribí una nouvelle verídica (Féretros
tallados a mano) y una cantidad de cuentos. El resultado es el
presente volumen, Música para camaleones.
¿Cómo ha afectado todo esto al
resto de mi obra en preparación, Answered Prayers? Considerablemente.
Mientras tanto, heme aquí solo, sumido en mi oscura locura, completamente solo
con mi mazo de naipes y, por supuesto, con el látigo que Dios me dio.