viernes, 23 de mayo de 2014

Planilandia. Edwin Abbott Abbott






4. Sobre las mujeres

Si ESOS TRIÁNGULOS nuestros tan puntiagudos de la clase militar son temibles,  fácilmente se  puede deducir que lo son mucho más nuestras  mujeres. Porque si un soldado es una cuña, una mujer es una aguja, ya que es, como si dijéramos, toda punta, por lo menos en las dos extremidades. Añádase a esto el poder de hacerse prácticamente invisible a voluntad, y comprenderéis que una mujer es, en Planilandia, una criatura con la que no se puede jugar.

Es posible, sin embargo, que algunos de mis lectores más jóvenes se pregunten cómo puede hacerse invisible una mujer en Planilandia. Esto debería resultar evidente para todos, creo  yo, sin  ninguna necesidad de explicación.  Añadiré, no obstante, unas palabras aclaratorias para los menos reflexivos.
Poned una aguja en una mesa. Luego, con la vista al nivel de la mesa, miradla de lado, y veréis toda su longitud; pero miradla por los extremos y no veréis más que un punto, se ha hecho prácticamente invisible. Lo mismo sucede con una de nuestras mujeres. Cuando tiene un lado vuelto hacia nosotros, la vemos como una línea recta; cuando el extremo contiene su ojo o boca (pues entre nosotros esos dos órganos son idénticos) esa es la parte que encuentra nuestra vista, con lo que no vemos nada más que un punto sumamente lustroso; pero cuando se nos ofrece a la vista la espalda, entonces (al ser sólo sublustrosa y casi tan mate, en realidad, como un objeto inanimado) su extremidad posterior le sirve como una especie de tope invisible.

Los peligros a los que estamos expuestos en Planilandia por causa de nuestras mujeres deben resultar ya evidentes hasta para el menos perspicaz. Si ni siquiera el ángulo de un respetable triángulo de clase media está libre de riesgos, si tropezar con un trabajador significa un corte profundo, si la colisión con un oficial de la clase militar produce necesariamente una herida grave, si el simple roce del vértice de un soldado raso entraña peligro de muerte... ¿Qué puede significar tropezar con una mujer, salvo destrucción absoluta e inmediata? Y cuando una mujer resulta invisible, o visible sólo como un punto mate sublustroso, ¡qué difícil es siempre, hasta para el más cauto, evitar la colisión!
Se han promulgado muchas leyes en diferentes épocas, en los diversos estados de Planilandia, con el fin de reducir al mínimo este peligro. Y en los climas meridionales y menos templados, donde la fuerza de la gravedad es mayor y los seres humanos, más proclives a movimientos casuales e involuntarios, las leyes relativas a las mujeres son, como es natural, mucho más estrictas. Pero el resumen siguiente permitirá hacerse una idea general del código:


  •  Las casas tienen que tener todas una entrada en el lado este para uso exclusivo de las mujeres; todas las mujeres han de entrar por ella «de una forma apropiada y respetuosa» y no por la puerta oeste o de los hombres.
  • Ninguna mujer entrará en un lugar público sin emitir de forma continua su «grito de paz» bajo pena de muerte.
  • Toda mujer de la que se certifique oficialmente que padece del baile de san Vito, de ataques, de catarro crónico acompañado de estornudos violentos, será inmediatamente destruida.

En algunos estados hay una ley suplementaria que prohíbe a las mujeres, bajo pena de muerte, andar o estar paradas en un lugar público sin mover la espalda constantemente de derecha a izquierda, para indicar su presencia a los que están detrás de ellas; en otros estados se obliga a las mujeres a que vayan seguidas, cuando viajan, de uno de sus hijos, o de algún criado, o de su marido; otros las confinan completamente a sus casas, salvo durante las festividades religiosas. Pero los más sabios de nuestros círculos, es decir, de nuestros estadistas, han descubierto que multiplicar las restricciones que se aplican a las mujeres no sólo lleva al debilitamiento y la disminución de la especie sino que incrementa también el número de asesinatos domésticos, hasta tal punto que el estado pierde más de lo que gana con un código demasiado represivo.

Pues siempre que se exasperan los ánimos de las mujeres de ese modo con el confinamiento en el hogar o con normas obstaculizadoras fuera de él, éstas tienden a desahogar su irritación con sus maridos e hijos; y en los climas menos templados ha resultado destruido a veces el total de la población masculina de una aldea en una o dos horas de estallido simultáneo de violencia femenina. Por eso las tres  leyes que hemos mencionado se consideran suficientes en los estados mejor regulados y pueden ser aceptadas como una ejemplificación aproximada de nuestro código femenino.
Después de todo, nuestra principal salvaguardia se halla, no en el legislativo, sino en los intereses de las propias mujeres. Pues, aunque puedan infligir la muerte instantánea con un movimiento retrógrado, si no pueden sacar enseguida su extremidad punzante del cuerpo forcejeante de su víctima en el que se ha clavado, pueden acabar destrozados también sus propios cuerpos.

Obra en favor nuestro así mismo el poder de la moda. Ya señalé que en algunos estados menos  civilizados no se permite que una mujer esté parada en un lugar público sin menear la espalda de derecha a izquierda. Esta práctica ha sido universal, entre damas con alguna pretensión de buena  crianza, en todos los estados bien gobernados, hasta donde alcanza el recuerdo de las figuras. Los estados consideran todos ellos una desgracia que tenga que imponerse por ley lo que debería ser, y es en toda mujer respetable, un instinto natural. La ondulación rítmica y bien armonizada, si se nos permite decirlo, de la parte de atrás de nuestras damas de rango circular la envidia e imita la esposa del vulgar equilátero, que únicamente puede conseguir un mero balanceo monótono, como el vaivén de un péndulo; y el tictac regular del equilátero es admirado e imitado en grado semejante por la esposa del isósceles progresista y con aspiraciones, en las mujeres de cuya familia ningún «movimiento trasero» de ningún género se ha convertido hasta ahora en una necesidad de la vida. Debido a ello el «movimiento trasero» está tan presente, en todas las familias que gozan de posición y consideración, como lo está el tiempo; y maridos e hijos gozan en esos hogares de inmunidad, al menos de ataques invisibles.

No hay que pensar, sin embargo, ni por un momento, que nuestras mujeres estén desprovistas de  afecto. Pero predomina, desgraciadamente, la pasión del momento en el sexo débil por encima de cualquier otra consideración. Se trata, claro, de una necesidad que surge de su desdichada conformación. Pues, como no tienen pretensión alguna de ángulo, siendo inferiores a este  respecto a los más bajos isósceles, se hallan totalmente desprovistas de capacidad cerebral, y no tienen ni reflexión ni juicio ni previsión y apenas si disponen de memoria. Por ello, en sus ataques de furia, no recuerdan ningún derecho ni aprecian ninguna diferenciación. Yo he conocido concretamente un caso en que una mujer exterminó a todos los habitantes de su hogar y, media hora después, cuando se había disipado su furia y se habían barrido los fragmentos, preguntó qué había sido de su marido y de sus hijos.

Es evidente, pues, que no se debe irritar a una mujer cuando se halle en una posición en la que pueda girarse. Cuando se encuentran en sus apartamentos (que están construidos con vistas a privarlas de ese poder) podéis decir y hacer lo que gustéis, pues allí les es completamente imposible efectuar tropelías, y no recordarán al cabo de unos minutos el incidente por el que pueden estar en ese momento amenazándoos con la muerte, ni las promesas que pueda haberos parecido necesario hacer para calmar su furia.


(fragmento del capítulo "Sobre las mujeres")