¿NADA ES SAGRADO?
Salman Rushdie
Crecí besando los libros y el pan.
En casa, cada vez que a alguien se le caía un libro o dejaba caer un chapati o una «rebanada», que era la
palabra que utilizábamos para describir un triángulo de pan tostado con
mantequilla, el objeto no sólo debía ser recogido, sino también besado, a guisa
de disculpa ante un acto de irrespetuosa torpeza. Yo era tan descuidado y
manazas como cualquier crío; así pues, durante mis años infantiles, tuve que
besar un gran número de «rebanadas», así como una notable cantidad de libros.
Los hogares indios devotos contaban, y siguen contando, con personas
acostumbradas a besar libros sagrados. Pero nosotros lo besábamos todo.
Besábamos diccionarios y atlas. Besábamos las novelas de Enid Blyton y los
tebeos de Superman. Si alguna vez se me hubiese caído el listín telefónico, lo más
probable es que también me hubiera tocado besarlo. Todo esto sucedía antes de
haber podido besar a una chica. De hecho, casi podría afirmarse, pues
resultaría asaz creíble en un autor de ficción, que en cuanto me lancé a besar
chicas, mis actividades con respecto al pan y a los libros perdieron gran parte
de su capacidad estimulante. Pero nunca te olvidas de tus primeros amores. Pan
y libros: comida para el cuerpo y comida para el alma; ¿qué podía resultar más
merecedor de respeto e, incluso, de amor?
Siempre me ha sorprendido conocer a
gente para la que los libros, simplemente, carecen de la menor importancia, así
como a personas que se mofan directamente del acto de leer, por no hablar del
de escribir. Puede que siempre te resulte pasmoso descubrir que la mujer a la
que amas, a los demás no les parece tan atractiva como a ti. Mis libros más
queridos siempre han sido ficciones, y durante los últimos doce meses me he
visto obligado a reconocer que, para muchos millones de seres humanos, esos
libros carecen del más mínimo atractivo o valor. Hemos asistido a un ataque
hacia determinadas obras de ficción que lo es también contra la mera idea de la
forma novelística, un ataque de una ferocidad tan brutal que se ha hecho
necesario restaurar lo más valioso del arte literario: hay que responder al
ataque no con otro ataque, sino con una declaración de amor.
El amor puede conducir a la devoción,
pero la devoción del amante se distingue claramente de la del Auténtico
Creyente por no ser militante. Yo puedo sentirme sorprendido –e incluso
ofendido– al descubrir que tú no sientes lo mismo que yo ante determinado
libro, determinada obra de arte o, incluso, determinada persona; puede que
intente hacerte cambiar de opinión; pero al final aceptaré que tus gustos y tus
amores son cosa tuya, no mía. El Auténtico Creyente desconoce esos límites. El
Auténtico Creyente sabe, simplemente, que él tiene razón y tú no. Por eso
intentará convertirte, incluso a la fuerza, y si no lo consigue te despreciará
por tu descreimiento, por lo menos.
El amor no necesita ser ciego. La
fe, inevitablemente, debe equivaler a un salto en la oscuridad. El título de
esta conferencia es una pregunta que se plantea a menudo, en un tono
horrorizado, cuando algún personaje, concepto, valor o lugar apreciados por
quien pregunta es sometido a una dosis de iconoclastia. ¿Pelotas de cricket
blancas para un partido nocturno? ¿Mujeres sacerdotes? ¿La adquisición de Rolls
Royce por los japoneses? ¿Es que no hay
nada sagrado?
Hasta hace poco, sin embargo, se
trataba de una pregunta cuya respuesta yo creía conocer. Y la respuesta era No.