martes, 5 de octubre de 2010

El oficio de vivir. Cesare Pavese.


24 de abril.


Hay que haber sentido el deseo desordenado de la autodestrucción. No hablo del suicidio: gente como nosotros, enamorada de la vida, de lo imprevisto, del placer de "contarla", no puede llegar al suicidio más que por imprudencia . Y, además, el suicidio se ve ya como uno de aquellos heroísmos míticos, de aquellas fabulosas afirmaciones de una dignidad humana ante el destino, que interesan por su solemnidad pero no tienen que ver con nosotros.


El autodestructor es un tipo a la vez desesperado y utilitario. El autodestructor se esfuerza en descubrir dentro de sí todos los vicios, todas las vilezas, y de orientar estas disposiciones hacia su propia supresión, observándolas, embriagándose con ellas, disfrutándolas. El autodestructor está en definitiva más seguro de sí mismo que todos los vencedores del pasado; sabe que el hilo del apego al mañana, a lo posible, al prodigioso futuro, es un cable más fuerte -cuando se trata del último estirón- que no sé qué fe o integridad.


El autodestructor es sobre todo un comediante y un dueño de sí mismo. No pierde ninguna oportunidad de sentirse y de ponerse a prueba. Es un optimista. Lo espera todo de la vida y se va afinando para dar bajo las manos del acaso futuro los sonidos más agudos y significativos.
El autodestructor no puede soportar la soledad.
Pero vive en un peligro continuo: que le sorprenda un frenesí de construcción, de arreglo, un imperativo moral. Entonces sufre sin remisión, y hasta podría matarse.

Hay que observar bien esto: en nuestros tiempos, el suicidio es un modo de desaparecer, se comete tímidamente, silenciosamente, anonadamente. No es un hacer, es un padecer.


Fragmento de El oficio de vivir. Cesare Pavese.







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