lunes, 13 de mayo de 2013

María Eugenia Ramos y Mario Gallardo en "Puertos abiertos"



Buscando unos archivos en mi computadora me encontré con este texto que redacté hace un par de años con motivo de una entrevista que mi amigo Carlos Rodríguez nos hiciera a Julio Escoto, Mario Gallardo y a mí por nuestra inclusión en las antologías del F. C. E. , entrevista que provocó cierta polémica por las respuestas de Julio Escoto. En aquél entonces preferí no publicar el artículo porque estaba demasiado "caliente" el ambiente, y porque a mi amigo Carlos, simple "hacedor" de entrevistas, lo agredían injustificadamente por cumplir con su trabajo en La Prensa. Dos años después, habiendo hecho una que otra corrección, decido publicarlo. Seguro ya no tendrá ningún valor, pero aquí queda la constancia de lo que yo pensaba y sigo pensando en este momento. 




Hace dos años, en una entrevista que Carlos Rodríguez realizó a Julio Escoto con motivo de la antología de cuentos “Puertos abiertos” (Fondo de Cultura Económica de México, 2011), cuyo antólogo es el reconocido escritor nicaragüense Sergio Ramírez, Escoto expresó que “en el caso de Honduras ocurrió una sustitución de autores”, lo cual sugiere que de haber sido el antólogo habría incorporado, imagino, a escritores afines a su tendencia literaria (realismo mágico, realismo socialista), lo que corrobora el sesgo particular que habría implicado su selección, la cual no es difícil de imaginar: parcial y sin el distanciamiento necesario para exponer un amplio y representativo panorama literario del cuento hondureño. Es cierto que su inclusión en la antología es indispensable, a pesar de que las generaciones de escritores posteriores a la suya, la del 84, denominada “posvanguardia” (los nacidos entre en 1954 y 1983) y la de los nacidos después del 1984, no sintonicen y reconozcan en él un modelo de escritura, un escritor que los haya influido. Escoto fue uno de los renovadores –para bien o para mal- de la narrativa nacional, aunque para mí la renovación estilística vino a través de Eduardo Bähr, con su estilo sobrio, nítido, lacónico, con esa fuerza y estilo narrativo heredado de la literatura inglesa, piénsese en Hemingway, piénsese en Joyce. Quizás en uno que otro autor de la posvanguardia se encuentren huellas afines de las que abrevó Escoto. 

Su obra más importante, “El árbol de los pañuelos” (1972), basada en una novela de Ramón Amaya Amador, “Los brujos de Ilamatepeque”, y cuya estructura le debe una gran influencia a la novela de Juan Rulfo, “Pedro Páramo” (1955), le acreditó un lugar de ruptura en las letras hondureñas y un merecido lugar en las letras centroamericanas. La implementación de las nuevas técnicas narrativas de vanguardia en Latinoamérica y su obstinada búsqueda de la identidad nacional, “revoluciones culturales o políticas y un amplio apego a la superstición”, temas o motivos propios del realismo mágico, sumado a un lenguaje con reminiscencias barrocas (piénsese en Carpentier), le mereció su importancia en la historiografía nacional, en una época en donde el discurso latinoamericano comenzaba a indagar en conceptos sobre “identidad”, vía Levy Strauss y otros antropólogos y estudiosos centroamericanos que trataban de definir nuestra herencia, tradiciones y cultura, en aras de definir una identidad regional.

Suponiendo que Escoto era el responsable de la selección en Honduras y que, además, “no autorizó” lo publicado en la antología, habría sido nefasto para la muestra de la literatura hondureña que pretendía Sergio Ramírez y el Fondo de Cultura Económica de México:

Ésta es, por tanto, una antología del siglo XXI, y nos permite ver el cuento centroamericano lejos ya de sus viejas fronteras. En cada uno de los autores elegidos, una selección necesariamente rigurosa, hemos buscado, antes que nada, la excelencia de la individualidad creadora que se basa en los recursos del lenguaje y la imaginación; es decir, como en toda buena antología, la calidad de la expresión literaria. Y a través de la manifestación de todas estas individualidades, un conjunto en el que necesariamente dominan los escritores nacidos a partir de los años sesenta, podemos advertir los sustratos que nos ayudan a identificar la realidad social contemporánea de Centroamérica en su compleja diversidad. (El subrayado es mío).

Rodríguez también pregunta a Mario Gallardo (1962), uno de los escritores y críticos literarios más notables de las últimas décadas en Honduras, también antologado, si considera que la recopilación es representativa, a lo que contesta que, además de serlo, “muestra un panorama amplio y representativo de la narrativa de corto aliento que se está escribiendo en la región”, y puntualiza lo que el mismo Sergio Ramírez aclara en el prólogo -y que cité anteriormente-: “tiende un puente entre propuestas que marcaron el paso durante el siglo XX y las que se encuentran en proceso aún de definirse en el siglo XXI.” Relectura importante si se piensa en función de que cada generación nueva ha sido alimentada por las mismas fuentes que su antecesora, pero que además posee otras herramientas de interpretación que le brindan los estudios actuales. Gallardo pertenece a una generación posterior a la de Escoto. El relato antologado por Sergio Ramírez es “Las virtudes de Onán”, del que Hernán Antonio Bermúdez opina lo siguiente:

Se trata de un libro refrescante donde proliferan los axiomas de la lujuria y el sexo es la única lingua franca. Intensamente erótico, en buena parte de Las virtudes de Onán se asiste a una especie de rapacidad sexual, narrada con desparpajo, como pocas veces se ha visto en la narrativa hondureña. La única comparación posible sería con la desinhibición lúbrica que ha solido desplegar en su obra Horacio Castellanos Moya. Fuera de éste, nuestros mejores narradores, Marcos Carías, Eduardo Bähr, Julio Escoto y el mismo Roberto Castillo, lucen recatados al lado de Mario Gallardo.
Y es que así labora la historia literaria: cada generación subsana los vacíos de sus antecesores (Gallardo es cinco años menor que Castellanos Moya y doce años menor que Roberto Castillo), cada generación –así como cada escritor individual- formula sus propias demandas a la literatura, y posee sus propios apremios expresivos. (…) “Las virtudes de Onán es un libro clave para entender las entrevisiones de una nueva generación literaria hondureña.”
(“Por fin, la noche sampedrana”; 2008.)

Retomando el juicio anterior, me hace volver a otra de las respuestas de Julio Escoto al sugerir que “‘Sombra’, de Arturo Martínez Galindo, debería encabezar toda recopilación de cuentos hondureños”, con lo que cada narrador hondureño estará de acuerdo con unanimidad. Pero ya ha sido esclarecido el criterio que primaba en la antología, que era sólo sobre escritores vivos: “Era una necesidad... Solo son autores vivos. Esto le da cierto límite, si no serían infinitas, y le da más peso a los jóvenes” (S. Ramírez, prólogo a “Puertos abiertos”). Si analizamos bien la respuesta de Escoto, de que Galindo debería encabezar cada antología de narradores, dice una gran verdad, pero también engendra una contradicción en su propio argumento: puesto que a consideración mía solo el relato de M. Gallardo puede equipararse a “Sombra” de M. Galindo. Si su apreciación no estuviera condicionada o prejuiciada –o tristemente desfasada- se daría cuenta que era necesario e indispensable que saliera “Las virtudes de Onán”, publicado casi con un siglo de diferencia, relato que, a mi ver, trascenderá su tiempo al igual que lo hizo “Sombra”. Podría percibir lo que un grupo de escritores y críticos han encontrado en su obra, entre ellos: H. A. Bermúdez, crítico y ensayista hondureño, Giovanni Rodríguez, escritor y ensayista hondureño, Helen Umaña, crítica hondureña, Rodolfo Pastor Fasquelle, historiador hondureño, y su servidor, Gustavo Campos. Leería en función de qué nuevos aportes técnicos y narrativos ofrece a la literatura nacional y de la región, el cambio de perspectiva con el cual retoma esporádicamente el contexto de la época de los desaparecidos y las militancias ideológicas, se me ocurre en este momento M. Kundera, tema ya tan manido y que ha sabido recrear y relegar esa necesidad de ubicar un texto contextualmente, y que para mí puede ser leído tanto como a comienzos del auge doctrinario de los movimientos sociales a mediados del siglo XIX como a principios del XX, así como en épocas de posguerra y guerras fría y en la época contemporánea, y es por la forma y el desprejuicio y desenfado con el que está narrado lo que lo nutre de intemporalidad, además de ese hálito de vida de los personajes que viven su cotidianidad fundada en los placeres y el pasar de la vida, ajenos a militancias ideológicas, y a su vez también es un texto por donde transitan interdiscursividad e intertextualidad cultural, signos posmodernos. El texto de Gallardo ha sabido cumplir con algunos postulados definidos por Derrida, en cuanto a obra se refiere, claro, tomado el concepto para nuestro pequeño mundo centroamericano: la obra vista como algo que permanece, que no es del todo traducible, que tiene un lugar, cierta consistencia: algo que se archiva, a lo que se puede volver y puede repetir en un contexto distinto; algo que todavía podría leerse en contextos en que las condiciones de lectura habrán cambiado, en otra palabras, supo borrar los contornos de su “contexto individual”. Su texto se suma a un hálito por el que pasan autores como Castellanos Moya, Rey Rosa, hay que puntuar que tardíamente, pues su único libro de relatos data del 2007; al grupo antes mencionado habría que sumarle el joven Maurice Echeverría. (Léase “Onán, un aventurero espiritual”, ensayo en donde expuse algunas ideas respecto al libro de Gallardo.)

Respecto a la escritora incluida en la antología y nacida tres años antes que Gallardo, María Eugenia Ramos, fue seleccionada por un grupo de editores y organizadores de la FIL como una de los “25 secretos mejor guardados de Latinoamérica”, su sola inclusión en este listado latinoamericano avala su aporte a las letras centroamericanas. Ya antes había sido incluida en Pequeñas resistencias 2, elaborada por Enrique Jaramillo Levi (Madrid, 2003); en Huellas ignotas, antología de cuentistas centroamericanas Vol. II, por Willy Muñoz (Costa Rica, 2009), entre otras.

“Cuando se llevaron la noche” es el cuento incluido de María Eugenia Ramos, un texto donde la tensión existencial y la angustia del personaje van configurando ese mundo que va entre el onirismo y lo fantástico, que nos recuerda cierta incapacidad de los personajes de Kafka de traducir experiencias inquietantes. Y en su libro Una cierta nostalgia (HN, 2000) casi todos sus cuentos están madejados por un profundo proceso de extrañamiento, algunos de ellos con elementos fantásticos, donde también aparecen ambientes de humor absurdo, a cierta manera de Stevenson o Chesterton. Según Helen Umaña es un “libro que contiene once cuentos de pulcra factura y de una fuerza expresiva que emana del aparente distanciamiento con que se cuentan las historias que, evitando la reiteración de patrones realistas, barajan las cartas de lo simbólico y alegórico”. En “Cuando se llevaron la noche” podrían rastrearse algunos simbolismos de origen irlandés: la casa o la habitación significa la actitud y la posición del hombre o mujer frente a las fuerza del otro mundo, o bien como apunta Bachelard, la casa significa el ser interior, pero también es símbolo femenino. La personaje manifiesta una honda angustia al entrar a la habitación con su amante, la cual se acrecienta al ir percibiendo poco a poco que lo que parece noche no es noche sino su ausencia, y que su mundo, su interior, ha quedado encerrado para siempre en la habitación, identificando y creando una fusión entre ambiente y su preocupación interior al verse impotente ante las fuerzas del mundo exterior. La tensión que se maneja en el cuento, los diálogos extraños, las distintas maneras de ver a través de una ventana, que funciona como receptor ya sea de conciencia, va entre lo metafísico, la percepción y lo indeterminado, hace que este texto se convierta realmente en una pieza extraña de un valor incalculable en la literatura nacional. Al igual que en el caso de Gallardo, este texto junto a “Para elegir la muerte”, pueden leerse en distintos contextos, archivarse, se podrá volver a ellos una y otra vez y encontrar nuevos significados.
También Sara Rolla se ha referido al libro de M. E. Ramos: “evidencia, en síntesis, una destreza en el oficio narrativo que enaltece no sólo a la autora, sino a la literatura hondureña en general, al constituirse en una de sus voces más frescas y estéticamente responsables.”
(“El oficio narrativo de María Eugenia Ramos”; 2001).

María Eugenia Ramos (1959) y Mario Gallardo (1962) son los que mejor representan nuestra literatura de los últimos años, sus libros Una cierta nostalgia (2000) y Las virtudes de Onán (2007), aparecidos en los últimos 12 años, han buscado renovar nuestra ya apagada y agotada literatura, refrescándola, explorando otras fuentes y otros lenguajes más cercanos a nuestro tiempo, dejando atrás ese arte prestidigitador y artificioso de lenguaje barroco, abrumante; más cercanos a Martínez Galindo, Óscar Acosta y Eduardo Bähr, Ramos y Gallardo han sabido elegir su herencia narrativa y cultural y comunicárnosla, cada quien desde su óptica, uno más relacionado a la vida y a la interacción y desmitificación de la sociedad y de mártires y desenmascaramiento de falsas virtudes e hipocresías morales, y la otra más arraigada a lo fantástico, a lo onírico, en defensa o en respuesta al cansancio que producían ese obligado “pacto testimonial” y esa “alianza de la literatura con los sectores populares” y la búsqueda de nuestra “identidad”, que como decía Campra en América Latina: la identidad y la máscara: solo el latinoamericano se obsesiona en buscarse o sentirse parte de una identidad inventada por la conquista, “es por eso que al acercarse a la literatura latinoamericana, suele dirigirse mas que a su literariedad, al mundo que la produce y la exige”.

No sabemos qué nombres son los “no autorizados” por Escoto; pero, previendo o imaginando cuáles han de ser, decidí aventarme a escribir este artículo, no en defensa de Ramos y Gallardo, pues su obra no necesita ser defendida, mucho menos ellos, sino por una razón específica: cumplir una de las labores que debe tener la crítica: guiar e intermediar entre obra y lector. También debido a la carencia de estudios sobre la producción literaria de los últimos años y para que los lectores menos avezados o prejuiciados se animen a leer a estos dos autores. 

Nota: Caso que amerita mención aparte es el caso de Dennis Arita (1969), escritor que se suma al dúo antes mencionado. Ha publicado dos libros de cuentos: el primero Final de invierno (2008) y el segundo Música del desierto (2011), en los cuales deja ver mundos más cercanos a Onetti, según H. A. Bermúdez, y en donde es reconocible su veta del relato anglosajón, en términos de lenguaje, en términos de historias sin concluir, elípticas, extrañas, pero que también es parte de esa actitud de experimentación y dar la espalda a ese “sueño” de escribir sobre nuestra “herencia” o tradiciones populares. Y agrego a Dennis porque considero que con él sucede algo curioso: por estar entre generaciones, pareciera que la mayoría de las veces suele escapársele a antólogos nacionales o extranjeros que definen bases de selección en razón de fechas específicas, según políticas editoriales, quedando relegado por no haber nacido unos 5 años antes o después de 1969 (año que se impregna de algún malditismo por sus últimos tres dígitos, según intuirá más de algún fanático religioso).

San Pedro Sula, 2011



Para leer la entrevista de Carlos Rodríguez a  Julio Escoto: La Prensa