4. Sobre las mujeres
Si ESOS TRIÁNGULOS nuestros tan
puntiagudos de la clase militar son temibles,
fácilmente se puede deducir que
lo son mucho más nuestras mujeres.
Porque si un soldado es una cuña, una mujer es una aguja, ya que es, como si
dijéramos, toda punta, por lo menos en las dos extremidades. Añádase a esto el
poder de hacerse prácticamente invisible a voluntad, y comprenderéis que una
mujer es, en Planilandia, una criatura con la que no se puede jugar.
Es posible, sin embargo, que
algunos de mis lectores más jóvenes se pregunten cómo puede hacerse invisible
una mujer en Planilandia. Esto debería resultar evidente para todos, creo yo, sin
ninguna necesidad de explicación.
Añadiré, no obstante, unas palabras aclaratorias para los menos reflexivos.
Poned una aguja en una mesa.
Luego, con la vista al nivel de la mesa, miradla de lado, y veréis toda su
longitud; pero miradla por los extremos y no veréis más que un punto, se ha
hecho prácticamente invisible. Lo mismo sucede con una de nuestras mujeres.
Cuando tiene un lado vuelto hacia nosotros, la vemos como una línea recta;
cuando el extremo contiene su ojo o boca (pues entre nosotros esos dos órganos
son idénticos) esa es la parte que encuentra nuestra vista, con lo que no vemos
nada más que un punto sumamente lustroso; pero cuando se nos ofrece a la vista
la espalda, entonces (al ser sólo sublustrosa y casi tan mate, en realidad,
como un objeto inanimado) su extremidad posterior le sirve como una especie de
tope invisible.
Los peligros a los que estamos
expuestos en Planilandia por causa de nuestras mujeres deben resultar ya
evidentes hasta para el menos perspicaz. Si ni siquiera el ángulo de un
respetable triángulo de clase media está libre de riesgos, si tropezar con un
trabajador significa un corte profundo, si la colisión con un oficial de la
clase militar produce necesariamente una herida grave, si el simple roce del
vértice de un soldado raso entraña peligro de muerte... ¿Qué puede significar
tropezar con una mujer, salvo destrucción absoluta e inmediata? Y cuando una
mujer resulta invisible, o visible sólo como un punto mate sublustroso, ¡qué
difícil es siempre, hasta para el más cauto, evitar la colisión!
Se han promulgado muchas leyes en
diferentes épocas, en los diversos estados de Planilandia, con el fin de
reducir al mínimo este peligro. Y en los climas meridionales y menos templados,
donde la fuerza de la gravedad es mayor y los seres humanos, más proclives a
movimientos casuales e involuntarios, las leyes relativas a las mujeres son,
como es natural, mucho más estrictas. Pero el resumen siguiente permitirá
hacerse una idea general del código:
- Las
casas tienen que tener todas una entrada en el lado este para uso exclusivo de
las mujeres; todas las mujeres han de entrar por ella «de una forma apropiada y
respetuosa» y no por la puerta oeste o de los hombres.
- Ninguna
mujer entrará en un lugar público sin emitir de forma continua su «grito de
paz» bajo pena de muerte.
- Toda
mujer de la que se certifique oficialmente que padece del baile de san Vito, de
ataques, de catarro crónico acompañado de estornudos violentos, será
inmediatamente destruida.
En algunos estados hay una ley
suplementaria que prohíbe a las mujeres, bajo pena de muerte, andar o estar
paradas en un lugar público sin mover la espalda constantemente de derecha a
izquierda, para indicar su presencia a los que están detrás de ellas; en otros
estados se obliga a las mujeres a que vayan seguidas, cuando viajan, de uno de
sus hijos, o de algún criado, o de su marido; otros las confinan completamente
a sus casas, salvo durante las festividades religiosas. Pero los más sabios de
nuestros círculos, es decir, de nuestros estadistas, han descubierto que
multiplicar las restricciones que se aplican a las mujeres no sólo lleva al
debilitamiento y la disminución de la especie sino que incrementa también el
número de asesinatos domésticos, hasta tal punto que el estado pierde más de lo
que gana con un código demasiado represivo.
Pues siempre que se exasperan los
ánimos de las mujeres de ese modo con el confinamiento en el hogar o con normas
obstaculizadoras fuera de él, éstas tienden a desahogar su irritación con sus
maridos e hijos; y en los climas menos templados ha resultado destruido a veces
el total de la población masculina de una aldea en una o dos horas de estallido
simultáneo de violencia femenina. Por eso las tres leyes que hemos mencionado se consideran
suficientes en los estados mejor regulados y pueden ser aceptadas como una
ejemplificación aproximada de nuestro código femenino.
Después de todo, nuestra
principal salvaguardia se halla, no en el legislativo, sino en los intereses de
las propias mujeres. Pues, aunque puedan infligir la muerte instantánea con un
movimiento retrógrado, si no pueden sacar enseguida su extremidad punzante del
cuerpo forcejeante de su víctima en el que se ha clavado, pueden acabar
destrozados también sus propios cuerpos.
Obra en favor nuestro así mismo
el poder de la moda. Ya señalé que en algunos estados menos
civilizados no se permite que una mujer esté parada en un lugar público
sin menear la espalda de derecha a izquierda. Esta práctica ha sido universal,
entre damas con alguna pretensión de buena
crianza, en todos los estados bien gobernados, hasta donde alcanza el
recuerdo de las figuras. Los estados consideran todos ellos una desgracia que
tenga que imponerse por ley lo que debería ser, y es en toda mujer respetable,
un instinto natural. La ondulación rítmica y bien armonizada, si se nos permite
decirlo, de la parte de atrás de nuestras damas de rango circular la envidia e
imita la esposa del vulgar equilátero, que únicamente puede conseguir un mero
balanceo monótono, como el vaivén de un péndulo; y el tictac regular del
equilátero es admirado e imitado en grado semejante por la esposa del isósceles
progresista y con aspiraciones, en las mujeres de cuya familia ningún
«movimiento trasero» de ningún género se ha convertido hasta ahora en una
necesidad de la vida. Debido a ello el «movimiento trasero» está tan presente,
en todas las familias que gozan de posición y consideración, como lo está el
tiempo; y maridos e hijos gozan en esos hogares de inmunidad, al menos de
ataques invisibles.
No hay que pensar, sin embargo,
ni por un momento, que nuestras mujeres estén desprovistas de afecto. Pero predomina, desgraciadamente, la
pasión del momento en el sexo débil por encima de cualquier otra consideración.
Se trata, claro, de una necesidad que surge de su desdichada conformación.
Pues, como no tienen pretensión alguna de ángulo, siendo inferiores a este respecto a los más bajos isósceles, se hallan
totalmente desprovistas de capacidad cerebral, y no tienen ni reflexión ni
juicio ni previsión y apenas si disponen de memoria. Por ello, en sus ataques
de furia, no recuerdan ningún derecho ni aprecian ninguna diferenciación. Yo he
conocido concretamente un caso en que una mujer exterminó a todos los
habitantes de su hogar y, media hora después, cuando se había disipado su furia
y se habían barrido los fragmentos, preguntó qué había sido de su marido y de
sus hijos.
Es evidente, pues, que no se debe
irritar a una mujer cuando se halle en una posición en la que pueda girarse.
Cuando se encuentran en sus apartamentos (que están construidos con vistas a
privarlas de ese poder) podéis decir y hacer lo que gustéis, pues allí les es
completamente imposible efectuar tropelías, y no recordarán al cabo de unos
minutos el incidente por el que pueden estar en ese momento amenazándoos con la
muerte, ni las promesas que pueda haberos parecido necesario hacer para calmar
su furia.
(fragmento del capítulo "Sobre las mujeres")