William Kentridge
En
2011 yo tenía 27 años y recién publicaba mi primer libro. Cuando
me acerqué a la oficina del departamento de la carrera de letras en
la universidad nacional en SPS para regalarle un ejemplar
de Partiendo
a la locura (Ñ
Editores, 2011) a una persona a la que dentro de mi ingenuidad yo
consideraba un amigo, él me dijo viendo la portada de mi libro y
luego poniéndole sus manos encima: «bien, ya hiciste el primero,
hacer otro es difícil», luego lo puso a un lado y siguió en lo
suyo, que quizá sería revisar exámenes de estudiantes o pasar
notas, o revisar el plan de estudios del periodo, qué sé yo, la
vida de un maestro de literatura en Honduras puede resultar ser
excitante.
De
ese primer libro jamás dije nada, y es que es tan malo, lleno de
errores ortográficos y muchas otras cosas que son producto de
la ingenuidad del momento y de cometer el error de la
autopublicación, muy poco puede resultar lo que en verdad hasta el
día de hoy tenga valor dentro de ese libro, sin embargo, es
a Partiendo... a
quien yo le agradezco haberme llevado por otros caminos, es decir,
que si no cometo ese error quizá seguiría escribiendo así o nunca
hubiese publicado y quizá abandonar la idea de escribir habría
terminado siendo la solución. No voy a decir que he mejorado, yo
quiero creer que es distinto, que mi proceso creativo y también mi
relación con la literatura ha «mutado». Antes de 2011 mi acceso a
libros era escaso, luego de ese año conocí personas que me ayudaron
a encontrar otras lecturas pero lo más importante es que en algunos
y algunas encontré una amistad profunda que no estaba sustentada en
la calidad de mi trabajo literario.
Es
difícil escuchar a un poeta decir sobre una compañera poeta que su
compañero también poeta le hacía los poemas, es decir, lo que este
primer poeta decía en una conversación es que la compañera poeta
no tenía forma alguna, ni herramientas intelectuales para escribir
por ella misma sus propios libros y que eran finalmente escritos por
el compañero de ella que también era escritor y que por ser hombre
sí era considerado una persona con la capacidad intelectual para
escribir por sí mismo y por terceros. La compañera a la que se
refería era Mayra Oyuela y quien hacía esta aseveración era Marco
Antonio Madrid, abalado por la risa de Mario Gallardo, maestros de la
carrera de literatura los dos.
En
el blog de mimalapabra Giovanni Rodríguez en una nota que titula
«Narrativa hondureña actual: una voluntad posmoderna» en su primer
párrafo se queja de las librerías o de que no existan éstas o de
que la gente no lea, no me queda claro, lo que sí está claro es
que Final
de invierno (Il
miglior fabbro, 2008) de Dennis Arita es un libro incomible, aburrido
de principio a fin y que no es el libro que dicen que es. Con Las
virtudes de Onán (Secretaría
de Cultura, Artes y Deportes, 2007) de Mario Gallardo pasa que no es
un libro malo, tiene ciertos destellos, pero no es la brutal
genialidad que Rodríguez dice que es, es decir, no es el santo grial
de la narrativa contemporánea hondureña.
Gustavo
Campos publicó en 2010 el libro Los
inacabados (Editorial
Nagg y Nell), que es el libro que yo considero nos terminó de dar un
empujón hacia dentro a los que quizá éramos un poco más distantes
de la órbita central de la literatura nacional actual, o del
escenario de la misma, es eso lo que quizá quiero decir. Aquí es
donde por primera vez veo la ciudad como elemento literario, como
personaje y como síntoma de la narración actual, una narración
marcada por la violencia, el alcohol, las drogas y el sexo, propios
de una sociedad urbanizada y moderna (tomando con pinzas estos
conceptos) algo que se vería más adelante con dos libros que yo los
considero emparentados en cuanto a discurso narrativo, Poff (La
hermandad de la uva, 2011) de Darío Cálix y Autobiografía
de un hombre sin importancia (Ñ
Editores, 2012) de Ludwing Varela, para mí es aquí donde estamos
hablando ya de un cuaje más concreto de lo que empezaría años
atrás, estos tres libros son realmente un cambio significativo en el
lenguaje a utilizar en la narrativa contemporánea del país.
Ahora,
¿qué pasa entonces con la tan trillada frase de Hernán Antonio
Bemúdez: «el eje de la narrativa hondureña parece haberse
desplazado a la Costa Norte», ¿a qué se refiere Bermúdez con
esto?, ¿acaso el eje de la narrativa hondureña tomó unas
vacaciones en las playas de Tela? Lo que sí queda bastante claro es
que la interpretación de esta frase por parte de algunos escritores
que se identificaron con ella de inmediato es que cuando Bermúdez
habla de «la Costa Norte» se refería a San Pedro Sula y que cuando
Bermúdez habla de «eje» se refiera a sus obras y que cuando
Bermúdez habla de «narrativa hondureña» habla de ellos.
«El
eje de la narrativa hondureña parece haberse desplazado a la Costa
Norte», sí, así comienza el prólogo a Ficción
hereje para lectores castos (Mimalapalabra,
2009) de Giovanni Rodríguez, una novela divertida, sin más, y es
que en una ocasión me preguntaron cuál era la diferencia entre
Cortázar y J. K. Rowling, yo contesté sin dudar que uno había
construido una obra más cercana al oficio de cualquier artesano,
como quien desmenuza el lenguaje para moldear una historia y que la
otra escribía con el objetivo de entretener, nada más, que leer a
ambos es tan válido como ver toda la saga de Rocky. En Ficcion
hereje para lectores castos Rodríguez
sí que nos muestra un lenguaje moderno, una historia que transcurre
en SPS, una historia que nos mantiene entretenidos, pero eso, una
historia que no nos lleva a ningún lado en especial.
En Infinito
cercano (Letra
Negra, 2010) de Jessica Sánchez vemos un lenguaje narrativo que nace
en el interior de la ser humana que lo escribe, ¿acaso no es ésa la
razón central por la que escribe quien escribe sino para salvarse de
las cosas más profundas? Este lenguaje narrativo que resulta ser la
intención de crear una realidad a la realidad misma (parafraseando a
Campos acerca del libro). Existe un pacto entre narradora y quien
lee, y es el de te contaré una historia, es ficción, puede que no
haya pasado puede que sí, te va a entretener... y es que quien lee
buscará siempre un libro que lo mantenga pendiente de lo que viene a
la vuelta de la página y no uno que se caiga de las manos. Jessica
Sánchez se convierte, en mi particular juicio, en una de las
lecturas obligadas para terminar de entender la narrativa actual en
Honduras, porque recupera a mi parecer la emoción de contar
historias, la dulce sensación de una historia contada como quien nos
acerca lo más que puede al pulso más profundo de un corazón vivo.
Entonces,
olvidémonos por un instante que el eje de la narrativa hondureña
está tomándose una cervecita y bronceándose en las playas de
Roatán y centrémonos en lo que motivó este post: «Las
contradicciones de misóginos y homofóbicos literatos de la costa
norte o las cosas por su nombre»,
publicado por Gustavo Campos en su blog ayer 23 de febrero de 2016,
en la que resume su accidentada amistad con el círculo de escritores
de la Costa Norte es decir con los escritores sampedranos.
A
mí lo que me sigue pareciendo completamente desagradable en el
asunto es que tras leer el post de Gustavo, yo sólo veo dolor, un
dolor de circunstancias personales de las que yo no tengo licencia
para opinar, pero sí la tengo para opinar sobre el actuar de autores
hondureños de quienes poco o nada de valor humano se puede contar,
de cómo el victimario se convierte en víctima de sus propios actos,
es esto último lo que finalmente terminará de poner la tapa al
asunto.
Quizá
una de las cosas más absurdas es tratar de dividir a la literatura
hondureña sin mayor criterio que el geográfico, los del norte que
son la mera pija y los de la capital que no son... bueno, que son de
la capital nada más... y así ahondar en un regionalismo que no
resulta ser más que el pensamiento subdesarrollado de un grupo de
escritores cuyos triunfos literarios no alcanzan para salir de las
fronteras de este paísito, eso o que la mierda en la que vivimos
cotidianamente y el calor de SPS les ha fundido sus cerebritos, luego
salen estupideces como la de andar por ahí diciendo que la poesía
ha muerto o queriéndoselas tirar de chistositos porque despotrican
contra gays y mujeres por igual en sus blogs y cuentas personales en
redes sociales, con ese ímpetu podrían dejar de escribir y venir a
hacer stand up a Coyote y 1/2.
El
punto es que todo esto seguirá ahí mientras sigamos dedicando
tiempo y energía al chismorreo de las redes sociales y no a
plantearlo por escrito pero sobre todo a despotricar contra los que
despotrican contra todo. Y no son sus obras siquiera de las que
hablamos sino de la tan reprochable actitud de desvirtuar todo lo que
se hace y la misoginia y la homofobia, que en una sociedad que se
presume adelantadita estas cosas son completamente intolerables.
Todo
este asunto en parte se debe a la ingenuidad con la que vemos las
cosas, si Giovanni Rodríguez se queja de las exiguas librerías y de
los lectores castos, podría preguntarse él hasta dónde la moral se
puede estirar sin romperse en cuanto a honestidad en el medio
literario y sobre todo la brutalidad con la que se abusa de los
estudiantes en la universidad en las clases de español.
Pero
sobre todo es lo condescendientes que somos, Fabricio Estrada por
ejemplo decía en su blog que «con Giovanni podemos entrarle a
los altos hornos para identificar la poesía en su nivel de fuego
blanco», bien, pero yo no veo cómo eso es posible cuando por otro
lado se forman criterios equivocados sobre las relaciones personales
pero sobre todo cuando se desvirtúa el trabajo de muchos autores por
su militancia política o por un posicionamiento ideológico u
orientación sexual o por el hecho de ser mujer, finalmente, lo que
no se puede es ir por la vida creyéndose el non plus ultra de las
cosas en una sociedad con una diversa manifestación literaria. Y es
por eso que me uno al llamado de atención que Gustavo Campos lanza,
para defender la literatura pero sobre todo para defender la
integridad de quienes nos dedicamos al oficio y reconocer que hay
cosas que no se pueden seguir tolerando.
Tomado del blog de Martín Cálix