domingo, 5 de marzo de 2017

Luis Chávez y sus Cuentos paranoides. Por Gustavo Campos




Luis Chávez y sus Cuentos paranoides.
Por Gustavo Campos 

En 2014, el muy famoso caricaturista de Diario Tiempo y ahora de El PulsoHN, Luis Chávez, publicó el libro Cuentos paranoides, compuesto por 9 textos de diferente temática, pero con un estilo limpio y tenso. El libro comienzo con una canción de Black Sabbath. Este, junto a un par de cuentos más, gravitan en una órbita parecida a la del libro de Dark Barahona publicado en 2015: Un Dios Underground. Desde el inicio se decanta por lo que será su gusto musical, marcando, como quien dice, su mapa. Metallica, Guns N' Roses, Megadeth y Judas Priest son algunas de las referencias musicales en el recorrido de su primer cuento «Las canciones de mi vida». Los demás textos que integran el libro son «Una pequeña sonrisa», «Un corazón herido no duerme jamás», «Milagro en la casa loca», «Imágenes difusas», «Engañar al duende», «La rebelión», «Heaven» y «Sangre santa». De todos ellos, son «Una pequeña sonrisa» y «La rebelión» los que más destacan. De Chavéz, nacido en 1973 en San Pedro Sula, sabíamos que es uno de los caricaturistas de mayor importancia e incidencia en la sociedad hondureña. Intrépido, de un agudo sentido de percepción y refinado humor, no deja de sorprendernos al dar el salto de sus cómics a la narrativa. Pero es que Chávez ha sido también un devorador de libros y de arte. Formó parte de lo que se constituyó como un fuerte grupo intelectual de la costa norte llamado UMBRALES, del que formaron parte reconocidos sociólogos, historiadores, antropólogos, filósofos, literatos y otros intelectuales y artistas. No es en vano que sus caricaturas estén ligadas siempre a esa reinterpretación del lenguaje y modos de expresión del hondureño y hondureña. Esto lo ha dotado de la capacidad de nombrar únicamente lo que es, evitándose, así, ese farragoso y retórico primer tropiezo al que cualquier despistado escritor en ciernes está propenso: querer nombrarlo todo. Su oído permanece en constante indagación de los males y bondades de nuestra sociedad. Baste leer la serie de episodios que los domingos publicaba en Diario Tiempo: Nada personal, que no es sino un puente como un primer ejercicio técnico narrativo: secuencia de imágenes y diálogos.

Luis Chávez antes había publicado tres libros de caricaturas en los cuales compilaba parte de sus publicaciones impresas en el diario donde laboró por más de 20 años: Frutos verdes, camulianes y maduros, Llegamos al medio tiempo y El que con lobos anda.

Dice Horacio Castellanos Moya que «el escritor de ficción trata de construir un mundo en que pueda ir más allá, en que pueda contar los hechos de una manera nueva y basada en las motivaciones profundas del ser humano. La literatura trabaja en buena medida con las emociones, con el mundo invisible y secreto del ser humano.» Siguiendo esta pauta, la última línea bien podría auxiliarnos para adentrarnos en «Una pequeña sonrisa». Curioso es, además, que Cuentos paranoides haya sido publicado en formato digital en Amazon y Aplee Store. Volviendo al cuento antes citado, cuyo uno de los temas centrales es la ambición pedestre por el reconocimiento social y la búsqueda de la aprobación por la opinión pública que es uno de esos dos motivos bicéfalos que señala Beatriz Cortés en La estética del cinismo. En el mismo capítulo explica que en los años ochenta la producción literaria se enfocaba en los espacios rurales, pero que ahora con los desplazamientos masivos de la población a la ciudad este se ha dirigido al espacio de la ciudad, para satisfacer sus deseos más oscuros, pero donde también, pese a las multitudes, el sujeto (a) se encuentra en mayor estado de soledad.  Y «Una pequeña sonrisa» ejemplifica la literatura contemporánea de posguerra, el cual reproduce un entretejido peculiar de la otredad de nuestra cultura. Ha conseguido rasgar el velo bajo el que castamente quiso Ester cubrir su felicidad. Vive en una sociedad de máscaras, encuentros y desencuentros, al igual que en «Anita, la cazadora de insectos» de Roberto Castillo, Chávez crea una atrevida e irónica y paranoica trama de un desentendimiento conyugal en pos de la presunción de la aceptación de la clase alta por medio de la adquisición de bienes y raíces de plusvalía alta. Todo este excepcional conjunto narrativo lo crea en ramificaciones y dudas. Lo que en la cultura occidental se considera como una especia de intimidad, vista como uno de los medios para que una persona pueda establecer lazos de unión con otros individuos. El mismo estudioso, Zavarzadech, propone que «la intimidad no es más que un simulacro necesario para el proceso que mantienen vigente el sistema capitalista y que la intimidad es únicamente una construcción social en el que se crea el simulacro de que una persona es accesiblemente a otra». En este cuento no existe el happy end forzoso y obligado, y sus personajes no son en absoluto planos ni deshumanizados, todo lo contrario, precisamente, hace una penetración entrañable en el individuo, en su contexto. Nos muestra la cotidianidad en la que vivimos. Más de algún o alguna lectora sentirá conexión con el texto, esa conexión de la ilusión perdida.   

En este cuento se alternan las ambiciones, traiciones, celos; ya no es el hombre el que las refleja y se angustia por encontrarlas, sino la mujer recién cumplida su aspiración de ascender a un nuevo estatus económico y social. Y esto lo vemos nuevamente dibujado, pero sin el toque humorístico y tenso, en «La rebelión», donde ocurre una irrupción inesperada casi al final de la obra, el que comienza con la siguiente frase: «Me vine a vivir aquí influenciado por mi esposa y, aunque al principio tenía mis reservas, debo reconocer que ha sido una excelente decisión».

En «La rebelión», antes que ocurra la irrupción fantástica e inesperada entre la idílica sociedad donde viven los personajes, padre e hija conviven en un paraíso donde los momentos de honda ternura filial sacan más de una sonrisa, y donde su final es inesperado, pero nada dogmatizante ni ideológico.

Un dato a destacar es el recibimiento cálido que recibe Ester en «Una pequeña sonrisa» al mudarse a su nuevo hogar:

«Arrancada de sus pensamientos se volvió hacia la entrada, llamada por el timbre melodioso que inundaba la casa sin llegar nunca a ser molesto; tras la trabajada puerta de caoba estaban dos sonrientes vecinas con un pastel en una bandeja blanca, se presentaron, Daisy y Diana, y dieron una efusiva bienvenida a la nueva amiga de la colonia “Paseo de Versalles”.»
Recibimiento que nos hace pensar en caricaturas animadas o en las más trilladas películas. Pero también abunda la ironía que se transforma en adjetivos reiterativos de asombros consecuentes de la opulencia en la que ahora vive ella:

«Ester estacionó su auto en el lujoso garaje de su casa, abierta y sin muros, y por un momento sintió que la satisfacción que aspiró podría apagar la sorda tristeza que llevaba cargando un tiempo. Ojalá que Rodolfo, su aventurero esposo, por fin entienda, cuando regrese de esas vacaciones repentinas con su hijo David, por qué había que sacrificarse tanto e inmolar la frágil tranquilidad del matrimonio en pos de algo tan grande y bueno como lo que ahora habitarían».
Y hay quien pueda reprochar o criticar el inventario de mujeres diabólicas que encarnan, en apariencia, caracteres femeninos criminales por virtuosos, el cual puede interpretarse desde dos puntos de vista, la vanidad achacada a la mujer durante siglos, o el sobrehumano esfuerzo de la incorporación de la mujer en espacios laborales que desplacen al hombre como jefe de hogar, intimidándolos:

«Algún alivio para su migraña crónica debió recibir Ester el día en que finalmente pudo mudarse a su nueva casa, dada la sonrisa que por primera vez en mucho tiempo esbozó cuando ingresaba y se reportaba en la resguardada vigilancia privada que controla los ingresos y salidas del moderno complejo habitacional.
Una meta largamente trabajada se cumplía ese día, después de tanto tiempo de espartanas limitaciones, de sobrehumanos esfuerzos para engrosar los ahorros y de una religiosa disciplina económica que finalmente terminaron por dar ese gran fruto: una linda casa en una colonia exclusiva de San Pedro Sula.
Visto desde fuera se elevaba un robusto cerco perimetral altamente tecnificado, o lo que es lo mismo, electrificado; un ágil y entrenado equipo de vigilancia, capaz de neutralizar amenazas de todo tipo, se movía con precisión militar; unos jardines babilónicos daban la bienvenida a quienes ingresaban a las ordenadas y limpias calles de la colonia que, con gracia arquitectónica, guiaban hacia el parque central, integrado por juegos infantiles, canchas multidisciplinarias y dos fuentes que refrescaban el ambiente y el alma».
No importa si ha habido o no injusticia, importa la cloaca y falsa moral con la que nos deleita en esta historia, donde se invierten los papeles: es la madre nuevamente abandonada, pero es su esposo quien se ha llevado a su hijo. Ester es la mujer que goza de sus derechos a ejercer su libertad y que a su vez rechazada fuertemente por mostrarse absoluta y plena. ¿Una especie de posmoderna Madame Bobary? Su final, inesperado, rechaza toda conciliación propuesta desde su inicio.

Siempre he pensado que nos ha faltado un Balzac entre nosotros. Un escritor que nos muestre esa otra cara de la sociedad en la literatura. Esa condición aberrante de que el escritor debiera ser siempre pobre e inclinarse siempre su punto de vista al de la miseria incompleta nuestra narrativa. Salvando las distancias, es probable que Chávez se encamine a ocupar un lugar parecido al monárquico Balzac en nuestra Honduras. A los demás textos dentro de su libro, aún le falta el rigor del oficio, pero allí están, esperando ser rescatados por la mano del creador para entregarlos una vez más, ya en una versión impresa, dignos de corresponderse con los demás textos que integran su libro y con otros libros de esta época actual.

Luis Chávez se conecta con tres escritores hondureños: Roberto Castillo, Kalton Bruhl, Dark Barahona.  

Sus artificios, la secuencia de imágenes de una trama en apariencia fácil, los rituales actuales hacen de ese conjunto narrativo una pieza excepcional para la narrativa contemporánea y ya podemos agregar un narrador más a nuestra exigua lista de narradores hondureños. El autor demuestra que es por naturaleza un artista. Y eso siempre abrillantará su obra en momentos de desasosiego. He aquí su cuento más distintivo y revelador hasta el momento.
Diario La tribuna. 5.3.2017


Una pequeña sonrisa

Algún alivio para su migraña crónica debió recibir Ester el día en que finalmente pudo mudarse a su nueva casa, dada la sonrisa que por primera vez en mucho tiempo esbozó cuando ingresaba y se reportaba en la resguardada vigilancia privada que controla los ingresos y salidas del moderno complejo habitacional.

Una meta largamente trabajada se cumplía ese día, después de tanto tiempo de espartanas limitaciones, de sobrehumanos esfuerzos para engrosar los ahorros y de una religiosa disciplina económica que finalmente terminaron por dar ese gran fruto: una linda casa en una colonia exclusiva de San Pedro Sula.

Visto desde fuera se elevaba un robusto cerco perimetral altamente tecnificado, o lo que es lo mismo, electrificado; un ágil y entrenado equipo de vigilancia, capaz de neutralizar amenazas de todo tipo, se movía con precisión militar; unos jardines babilónicos daban la bienvenida a quienes ingresaban a las ordenadas y limpias calles de la colonia que, con gracia arquitectónica, guiaban hacia el parque central, integrado por juegos infantiles, canchas multidisciplinarias y dos fuentes que refrescaban el ambiente y el alma.

Todas las casas se habían construido con el excelso gusto de los arquitectos recomendados por la urbanizadora y ninguna era igual a otra. La sensación de exclusividad había sido una obsesión en los creadores y promotores de esta maravilla urbana.

Ester estacionó su auto en el lujoso garaje de su casa, abierta y sin muros, y por un momento sintió que la satisfacción que aspiró podría apagar la sorda tristeza que llevaba cargando un tiempo. Ojalá que Rodolfo, su aventurero esposo, por fin entienda, cuando regrese de esas vacaciones repentinas con su hijo David, por qué había que sacrificarse tanto e inmolar la frágil tranquilidad del matrimonio en pos de algo tan grande y bueno como lo que ahora habitarían.

Desde que se fue, hace quince días, no se había comunicado con ella, pero estaba decidida a acondicionar tan bien la casa que toda duda se disiparía para siempre el día en que él regresara.
La mudanza había hecho un gran trabajo, pero aún faltaba el toque personal de Ester, lo que le daría a la casa, frente a propios y extraños, el carácter personalísimo de su ama y señora: el gusto por la exquisitez.
Arrancada de sus pensamientos se volvió hacia la entrada, llamada por el timbre melodioso que inundaba la casa sin llegar nunca a ser molesto; tras la trabajada puerta de caoba estaban dos sonrientes vecinas con un pastel en una bandeja blanca, se presentaron, Daisy y Diana, y dieron una efusiva bienvenida a la nueva amiga de la colonia “Paseo de Versalles”.

Con la esperanza de poblar su soledad, Ester invitó a pasar a sus vecinas y se embarcó en una plática, sinceramente banal, pero productiva para efectos sedantes del ánimo. Que ninguna debía su casa, que los trabajos de los maridos eran muy lucrativos, que los colegios de los hijos los más exclusivos, que las vacaciones las pasaban invariablemente en el extranjero, que la ropa, los zapatos, el carro y toda la buena vida que se puede vivir...

Se despidieron como viejas amigas. Mañana la involucrarían en el grupo, conocería a la presidenta del patronato y se uniría a la comunidad más alegre, correcta pero entusiasta de esta ciudad.

No se esperó Ester una recepción como la que le dio el patronato. Todos eran tan amigables y la abrazaban a la vez que daban sus nombres con tanto cariño y sinceridad que Ester se sintió casi por encima del desasosiego que le producía el distanciamiento con Rodolfo. Toda la reunión se desarrolló en torno a la nueva vecina y todo mundo parecía empeñado en agradarla. Ya lo intuía, pero acababa de comprobar que la gente adinerada es más abierta, sincera y amistosa que los pobres, tal vez presas de sus miserias, carencias y reducidos espíritus, desde donde le tocó elevarse para llegar a este nuevo lugar y experimentar la auténtica sensación de camaradería.

Todos los días Ester se involucró con las vecinas y compartió con ellas compras sin cargos de conciencia, almuerzos deliciosos, cafés relajantes, teatro, spas, salones de belleza, exposiciones y reuniones en cualquiera de las espectaculares casas de la colonia.

Aunque no aparecía ningún e-mail de Rodolfo, había poco tiempo para entristecerse o darles rienda suelta a los presagios más grises, porque sus amigas le absorbían cada minuto con nuevas, agradables y divertidas actividades sociales.

Una tarde de piscina, alegres como siempre, Daisy llevó la relación de Ester con el grupo a un siguiente nivel: Diana, Rosibel, Ileana, Carolina, Judith y Pamela rieron pícaras cuando salió a relucir la posibilidad de alegrarse mucho más con un poco de hierba “como cuando éramos libres”. Ester se sonrojó, pero podría haber estallado de alegría cuando recordó el olor a limón y los afiches de Los Beatles en su apartamento de soltera, en los días de universidad, fumando marihuana con sus compañeros y tomando cervezas baratas para hacer rendir las exiguas entradas de sus trabajos sin futuro.

Las vecinas de Paseo de Versalles fumaron, bebieron, bailaron y rieron sin preocupaciones metidas en la piscina de Judith; sus maridos regresarían hasta el lunes, todos andaban en la convención de Caballeros Universales en Miami, proponiendo maneras de salvar a la humanidad, menos Rodolfo, quien tenía tres semanas de haber pedido “darse un tiempo” y haberse llevado a su hijo a recorrer los países andinos.

Ese recuerdo rebotó con fuerza, alimentado por el combustible alucinógeno y encendió la chispa de la migraña. Ester se puso sombría y ya presa del llanto les confesó a sus hermanas la tragedia doméstica que veía avecinarse. Todas se abrazaron y besaron las manos de Ester, parecían sufrir el mismo dolor y juraron apoyarla hasta lograr que su hogar fuera restablecido como el de todos en Paseo de Versalles. Las últimas lágrimas de Ester de esa noche fueron de alegría. Al día siguiente, como una señal de que las cosas empezarían a mejorar, Ester recibió un e-mail de Rodolfo en donde adjuntaba un par de fotografías con David y unas nevadas montañas a lo lejos, con ellas unas cuantas palabras “Nos quedaremos tres semanas más”. Ester, decidida a no quebrarse, respondió con tristeza contenida: “Muy bien, amor, cuídense, los espero con los brazos abiertos. Besos”. Seguidamente contestó el celular que ya había empezado a sonar; al otro lado, Diana preguntaba preocupada si había visto a la gata de Judith, con quien estuvieron todas jugueteando la noche anterior. Ester casi había olvidado a la elegante gata blanca que descansaba en un delicado sillón de la suntuosa sala de estar. “No tengo idea, ¿qué sucedió?”. “Nunca se había ausentado más que una hora y nadie la ha encontrado; los guardias de seguridad la han buscado y nadie la ha visto. Cualquier cosa te aviso”.

Saltó nervioso el corazón de Ester pero se lo atribuyó al e-mail recibido. Dos horas después estaba en el más exclusivo salón de belleza de la ciudad con todas las amigas de anoche, menos Judith que hacía un último esfuerzo con unos familiares militares para dar con el paradero de su gata o la responsable de su ausencia. Todas evitaron el tema y se internaron en el hermoso salón “La Perla de Labuán” en el club de moda de la gente bien. Allí las amigas se emborracharon de nuevo, bailaron y rieron a más no poder e hicieron nuevas confesiones que unieron más al grupo. Esto parecía el paraíso para Ester, era una vida soñada, la migraña parecía lejana, incluso cuando tenía resaca.

En las dos semanas siguientes, el ritmo de felicidad no hizo sino acelerarse, las fiestas se amontonaban vertiginosamente: bautizos, pool parties, cocteles, kermeses, bodas, cumpleaños, sesiones, misas, confirmaciones, despedidas de solteras, etc. Ester recordó la sensación de cuerpo alcoholizado que no sentía desde sus tiempos de universitaria, se sentía joven otra vez. Podría haberse acostumbrado a la idea de que Rodolfo no volviera si no hubiera sido por los constantes consejos de todas las parejas de Paseo de Versalles, quienes, poniéndose como ejemplo, no dudaban de las virtudes de un buen matrimonio.

Sólo unos oscuros pasajes habían amenazado la perfecta vida en que se había embarcado Ester desde que llegó a su nuevo vecindario: el collar de diamantes de Diana se perdió en el bautizo de Rafaela; la carísima pintura del patriarca de la familia Márquez apareció rasgada después del cumpleaños de Lorenzo, el esposo de Ileana; los tres periquitos australianos de Mariana fueron hallados ahogados en el jacuzzi de la casa la mañana siguiente a la despedida de soltera de Nigella; todos los casos aún sin resolver, todos los casos dejaron sombras en el ánimo de todos y la duda razonable de que alguien estaba actuando de forma impropia y delictiva. Pero Ester llegó a pensar que esos incidentes debían ser moneda corriente en el vecindario ya que, fuera de la lógica preocupación de los afectados, no se veían signos de alarma por el daño a tan preciadas posesiones.

La mañana en que Rodolfo envió su segundo e-mail en seis semanas, Ester había notado desde la enorme ventana de su habitación una pequeña agitación en la terraza de la casa de enfrente, la casa de Diana; inmediatamente olvidó a sus vecinas cuando leyó el breve y demoledor correo de su aún esposo: “Supongo que estás cómoda con la idea de que no vuelva nunca más y yo estoy en la disposición de complacerte. Adiós. R.”

Seguidamente aparecieron cuatro fotografías de Ester entallada en un vestido azul oscuro bailando muy sensual y apretujada con René, el sobrino de don Julián, el viejo ricachón dueño del club. El desarrollado cuerpo del jovencito de 18 años abrazaba con pasión el delicado cuerpo de Ester en una foto; en otra, Ester apartaba su cabeza y reía encantada; en una tercera, se adivinaba un beso entre los bailarines en la imagen borrosa; una más ilustraba el descarado agarrón de nalga del chico que parece mayor por esa barba de dos semanas. El corazón de Ester latió furiosamente, sus temblorosos dedos intentaron contestar el e-mail, pero fue imposible, no había claridad en su cabeza, una ira desmedida la empezó a invadir y abandonó con paso firme su casa.

Cruzó impetuosa la calle y alcanzó a varias de sus amigas saliendo de la casa de Diana, y espetó, indignada: “¿Quién le envió a mi marido fotos mías en La Perla de Labuán?” Las cinco mujeres la observaron como quien mira a un extraño pidiendo una dirección en un idioma desconocido.

Daisy, Ileana, Judith y Pamela emprendieron marcha por la acera, en camino a la casa vecina, mientras Diana se acercaba sombría a Ester para advertirle: “Este no es un buen momento; más tarde hablaremos contigo”. Esta última palabra la dijo afilando los labios, como una amenaza.

Ester, parada en la calle, quedó ahora más perpleja, con la incomodidad de no saber de qué sentimiento ocuparse, cada latido agitado de su corazón se convertía en una pregunta angustiante. Cuando vio perderse a la última mujer tras el portón de aquella mansión amarilla, arrastró sus pies hasta su casa. Se tendió sobre el sofá de cuero, molesta, asustada, irritada, estresada, triste, ansiosa, dubitativa y, con migraña otra vez.

Pensó en Rodolfo de nuevo y armándose de cólera intentó justificar sus fotografías, sobre todo porque su conciencia estaba tranquila, y recordó las veces en que su marido fue sorprendido por ella en comportamientos sospechosos con otras mujeres. “Que no joda con sus celos, si quiere que no vuelva”, se dijo con una sinceridad que la sorprendió, pero luego pensó en David y las enormes ganas de abrazar a su prepuberto hijo rebelde y la invadió el miedo de que tampoco quisiera volver; se sentía muy frágil, más ahora que sus amigas estaban actuando tan raro. Desde el pecho salió, golpeando la garganta, un nudo de lágrimas que explotaron en sus ojos y casi la ahogaron. Lloró desconsoladamente bajo la indiferente mirada de unos bellos venados en el cuadro más grande de la sala, lloraba por su hijo, por sus viejos amigos, lloraba por su madre anciana con quien casi no hablaba, lloraba por la jovencita alegre que había sido antes de “ser rica”, lloraba por algo que tenía guardado en su corazón y no había descifrado qué era, lloraba amargamente hasta que finalmente cayó dormida.
Como una melodía de fondo, acompañando la imagen de ella con su hijo cuando tenía dos años, ambos corriendo por una pradera paradisíaco, se mezcló en el sueño el dulce sonido del timbre de su casa hasta que la despertó. Aunque parecían haber pasado cinco minutos, el reloj de péndulo indicaba que había dormido cinco horas. Se arrancó con pesadez del sofá y camino a la puerta, con el timbre sonando, sintió despertarse al monstruo de dolor que se había dormido con ella.

A Ester se le escapó, con alegría infantil, un “Diana” que su vecina favorita no correspondió; ésta, sin inmutarse, preguntó si podía pasar, Ester, humilde, le abrió paso.

Con las cejas arqueadas, sin detenerse, Diana alzó un dispositivo USB y preguntó si podían ver algo en la computadora del estudio. Ester asintió con ojos de perrito asustado.

Diana hizo clic en un archivo llamado “video 00126” y sin ver a Ester comentó imperiosa: “te tratamos como a una de las nuestras y nos ha dolido mucho lo que averiguamos”. Ester abrió al extremo sus ojos cuando vio la imagen de espaldas, tomada desde lo alto, de una mujer cargando a la gata de Judith con un brazo y llevando un enorme cuchillo de cocina en la otra mano, en apariencia camino al vivero de la casa de Judith. El video no era muy claro, pero se notaba fácilmente que el peinado, el pantalón y la blusa eran los mismos que Ester usó ese día del pool party...

“Encontraron el cuerpo de la gata en la bodeguita del abono”, detalló Diana con la voz ahora entrecortada. Luego abrió otro video en el que se veía una silueta en la semi penumbra ahogando a los periquitos en el jacuzzi, no se podía distinguir a la mujer asesina pero cuando ésta abrió la puerta del baño, brillaron claramente con la luz del pasillo los azulísimos pendientes que no podían ser otros que los usados por Ester esa noche.
Ester, temblorosa y confundida, apenas pudo defenderse “pero ¿qué es esto?” Diana abrió el último video, mucho más claro que los anteriores, en el que se veía supuestamente a Ester con el espléndido vestido rojo de esa noche, de espaldas, asestando infames puñaladas en el cuadro de don Gregorio Márquez.
“Ustedes saben que yo no hice esas cosas” balcuceó Ester mientras retrocedía. Diana, con lágrimas en los ojos y quitándose los lentes la vio a la cara y agregó: “no tenemos pruebas como éstas del robo de mi collar, porque siempre me parecieron innecesarias las cámaras en mi casa, pero mi sirvienta asegura que te vio entrar a mi cuarto en vez de ir al baño de visitas.”

“No puedes estar hablando en serio, Diana, yo soy incapaz. Esos videos deben ser una trampa”, se defendió Ester. “¿Una trampa de quién, Ester?”, preguntó Diana mientras se levantaba de la silla. “¿De quienes te entregamos nuestra amistad sin condiciones y abrimos nuestros corazones sinceros?”

Ester bajó la cabeza, pensativa “Pero es que no puede ser, algo está mal aquí y hay que llegar al fondo de todo esto. Ustedes deben creerme”. “Por favor, Ester, un investigador nos llevó a todo esto y no hay nada más que buscar. Espero que entiendas que nada podrá ser igual ahora”. Ester trató de detener el avance de Diana: “Pero espera, alguien debe haberse hecho pasar por mí”. “¿Con qué objeto, Ester?” gritó Diana, impaciente y con lágrimas que se le caían de las mejillas.

“Tienen que darme la oportunidad de demostrar mi inocencia”, rogó Ester, “dejame hablar con tu sirvienta”. Diana sonrió sarcástica “Por favor, Ester, por favor…”.

“En serio, también quiero ver los cadáveres de los animales”, agregó Ester moviéndose nerviosamente de un lado a otro.

“No lo puedo creer”, dijo Diana, levantando los brazos y ya en camino a la puerta principal pero antes de llegar se detuvo, afiló su dedo índice y le dijo “por la simpatía que te tuvimos dejaremos todo esto así, pero debes saber que ya no estás incluida para nada en la comunidad de Paseo de Versalles”. Salió y cerró.
Ester se quedó parada bajo el inmenso candelabro que dominaba la estancia, todo su cuerpo temblaba imaginando las habladurías y recordando “su imagen” en aquellos videos. Reaccionó corriendo a su celular y le marcó a Judith. “¿Qué quieres?”, le contestó Judith deshecha en llanto, “¿Cómo pudiste hacernos esto? Nosotros te amábamos…”. “Judith, escúchame, por favor, voy a demostrarte que yo no hice nada de eso, todas mis fuerzas las voy a concentrar para aclarar todo y encontrar a la culpable o los culpables, te lo juro”, hubo un silencio por tres segundos y luego un grito de dolor de Judith anticipó el fin abrupto de la llamada.
Ester volvió a marcar pero el consabido mensaje de los celulares apagados le apareció una y otra vez. Le marcó a Diana y la grabación apareció ahí también. Le marcó a Ileana, le marcó a Pamela, le marcó a Daisy, les marcó a todas sus amigas de la colonia y ningún celular estaba encendido.

Ester corrió a bañarse y alistarse, estaba decidida a aclarar todo este enredo lo más pronto posible. Colocándose los pendientes estaba cuando oyó una agitación afuera de la casa y su corazón dio un vuelco cuando sonaron unas sirenas. Vio por la ventana estacionarse dos patrullas de la policía frente a su casa y salir de sus mansiones a muchos de sus vecinos. Sintió terror por un segundo, pero luego pensó que éste sería el mejor momento para empezar a aclarar todo. Respiró profundo y con aplomo fingido se dirigió hacia afuera de la casa.

Al abrir la puerta se paró bajo el marco y desde allí divisó a la multitud de conocidos que se había formado en segundos y que rodeaba a los policías. Se secreteaban entre ellos, le lanzaban miradas acusadoras y otros la señalaban abiertamente. Sintió una profunda tristeza, pero se hizo de las fuerzas que le habían ayudado a superar cada obstáculo de su vida y dio un paso al encuentro de quien parecía el jefe de los policías.

El murmullo entre la gente aumentó. El oficial, aunque serio, sonó educado cuando le advirtió: “Señora, venimos a arrestarla, hay fuertes indicios de su participación en crímenes horribles”. A intentar explicar iba Ester cuando sintió las manos firmes de una mujer policía juntándole los brazos hacia atrás para ponerle unas esposas.

Ester se revolvió entre asustada y molesta y vio cómo dos policías hombres se abalanzaban sobre ella para contenerla; un natural forcejeo empezó y de ahí Ester sintió perder el control: “¿Qué les pasa? No soy una criminal, tienen que soltarme y escucharme”. El policía, educado, habló más fuerte: “Señora, es peor si se resiste”. Ester forcejeaba: “Suéltenme, desgraciados”.

De entre la multitud salió un grito, que como chispa encendió un reguero de pólvora: “Asesina”. Todos empezaron a gritar improperios, unos más infames que otros.

De la actitud desafiante, Ester pasó a suplicarles piedad a sus amigas: “Diana, por favor, diles que me suelten, soy inocente”. La respuesta brutal de Diana fue “Eso dicen todos los ladrones”. “Nooo, Diana, yo no te robé nada. Judith, por Dios, tú sabes que yo no soy una delincuente”, ignorándola, Judith se dirigió al oficial: “Recién me llamó para amenazarme, tengo las grabaciones”. Ester había entrado en un estado de mareo, confusión, terror. Se revolvió como fiera atrapada: “Noooooooo, malditas desgraciadas, ¿por qué me hacen esto? ¿Porque no soy una de ustedes? ¿Porque les conozco sus secretos, drogadictas?”

Todas las mujeres soltaron una expresión de sorpresa y desaprobación. “No se puede esperar menos de una chusma”, “Pobre drogadicta”, “Con razón no la quiere el marido”.

En un movimiento brusco, Ester golpeó con el codo el rostro de la mujer policía lo que obligó a los agentes a derribarla y mostrar una lamentable imagen de una mujer que normalmente proyectaba una seguridad y temple que daban envidia.
Fue levantada de golpe y llevada a la patrulla mientras hacía los últimos y vanos esfuerzos por soltarse. Las caras de sus vecinos parecían moverse agitadas frente a sus ojos llenos de lágrimas: “Soy mejor que ustedes, malditas, soy mejor que ustedes”. Finalmente, Ester fue introducida en una patrulla, rendida, temblando, desaliñada, volteó y la vida pareció perder el sonido cuando a un lado descubrió a un policía dándole explicaciones a un estupefacto Rodolfo, tras de quien se escondía asustado David, que la miraba confundido.
Ester estalló en llanto, pero ya no se oía ni a ella, sabía que todo había sido planeado por alguien para deshacerse de ella, pero no podía adivinar por qué. Algo no les gustó en Paseo de Versalles: que su matrimonio fuera un fracaso, que haya sido pobre, que no tuviera una familia de abolengo, que no compartiera algunas ideas sobre la vida, a saber; era imposible deducir las razones de gente tan complicada, pero estaba segura que en los rostros de sus ahora ex amigas podría adivinarse que todo fue un complot, quién sabe si incluido en él hasta Rodolfo.

Vio fijamente cada uno de los rostros de sus ex vecinos, el de su marido, el de los policías; en alguno de ellos tendría que asomarse en algún momento la sonrisa malvada de los responsables de esta injusticia.
Nada, todos tenían expresiones de desaprobación, molestia, frustración y hasta tristeza, pero no había ninguna sonrisa.

Rodolfo entró con David a la casa, los policías se introdujeron a las patrullas y encendieron los motores. Ester siguió buscando una sonrisa, tan sólo una pequeña sonrisa que le apaciguara el torbellino de dudas de su corazón, no estaba loca, había sido víctima de un plan muy bien urdido para echarla de esa maldita colonia. “Vamos, una sonrisa”.

La gente empezó a dispersarse cuando las llantas de las patrullas empezaron lentamente a rodar. Sonaron las sirenas y Ester doblaba todo lo que podía su cuello en busca de una sonrisa malévola. Se alejó Judith, se alejó Pamela, Ileana, Lorenzo, Leónidas, Carlos Daniel, Daisy, todos, uno a uno, con sus rostros severos, pero Diana se quedó parada, viendo a Ester alejarse, como quien veía a una nube deformarse.
Ester aguzó la vista, inspeccionando en detalle los labios de Diana y esperaba que antes de alejarse para siempre ésta se delatara. En un segundo abrió sus ojos a toda su capacidad para comprobar que las comisuras de los labios de Diana empezaban a alargarse, era el conato de una sonrisa, “esa maldita había armado todo”, pero la confusión la atacó cuando una gota cristalina cruzó esas comisuras, que bien podría haber sido sudor saliendo de entre sus lentes. La boca de Diana se estiró un poco más.
Ahí estaba la sonrisa que esperaba, la sonrisa de la culpable... ¿o era una mueca de llanto?



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Luis Chávez
(San Pedro Sula, 1973)
Nacido en San Pedro Sula hace 43 años, se ha dedicado más de la mitad de su vida a hacer caricaturas políticas, esencialmente en el desaparecido Diario Tiempo de San Pedro Sula, aunque sus trabajos se han publicado en la prensa mundial gracias a que es miembro del Sindicato de Caricaturistas del New York Times. También publica su obra en medios digitales que al lanzarla al ciberespacio se viraliza con el impulso de los internautas. Ha publicado tres libros de caricaturas Frutos verdes, camulianes y maduros, Llegamos al medio tiempo y El que con lobos anda.

También es autor del libro de relatos Cuentos paranoides (formato digital) en venta en Amazon y Apple Store. Escribe actualmente su novela Los últimos ladrones, cuya publicación se estima para mediados de este año. Está casado y tiene tres hijos.