Luis Chávez y sus Cuentos paranoides.
Por Gustavo Campos
En 2014, el muy famoso caricaturista de Diario Tiempo y ahora de El PulsoHN, Luis Chávez, publicó el
libro Cuentos paranoides, compuesto
por 9 textos de diferente temática, pero con un estilo limpio y tenso. El libro
comienzo con una canción de Black Sabbath. Este, junto a un par de cuentos más,
gravitan en una órbita parecida a la del libro de Dark Barahona publicado en
2015: Un Dios Underground. Desde el
inicio se decanta por lo que será su gusto musical, marcando, como quien dice,
su mapa. Metallica, Guns N' Roses, Megadeth y Judas Priest son algunas de las
referencias musicales en el recorrido de su primer cuento «Las canciones de mi
vida». Los demás textos que integran el libro son «Una pequeña sonrisa», «Un
corazón herido no duerme jamás», «Milagro en la casa loca», «Imágenes difusas»,
«Engañar al duende», «La rebelión», «Heaven» y «Sangre santa». De todos ellos,
son «Una pequeña sonrisa» y «La rebelión» los que más destacan. De Chavéz,
nacido en 1973 en San Pedro Sula, sabíamos que es uno de los caricaturistas de
mayor importancia e incidencia en la sociedad hondureña. Intrépido, de un agudo
sentido de percepción y refinado humor, no deja de sorprendernos al dar el
salto de sus cómics a la narrativa. Pero es que Chávez ha sido también un
devorador de libros y de arte. Formó parte de lo que se constituyó como un
fuerte grupo intelectual de la costa norte llamado UMBRALES, del que formaron
parte reconocidos sociólogos, historiadores, antropólogos, filósofos, literatos
y otros intelectuales y artistas. No es en vano que sus caricaturas estén
ligadas siempre a esa reinterpretación del lenguaje y modos de expresión del
hondureño y hondureña. Esto lo ha dotado de la capacidad de nombrar únicamente lo
que es, evitándose, así, ese farragoso y retórico primer tropiezo al que
cualquier despistado escritor en ciernes está propenso: querer nombrarlo todo. Su
oído permanece en constante indagación de los males y bondades de nuestra
sociedad. Baste leer la serie de episodios que los domingos publicaba en Diario
Tiempo: Nada personal, que no es
sino un puente como un primer ejercicio técnico narrativo: secuencia de imágenes
y diálogos.
Luis Chávez antes había publicado tres libros de
caricaturas en los cuales compilaba parte de sus publicaciones impresas en el
diario donde laboró por más de 20 años: Frutos verdes, camulianes y maduros, Llegamos al medio tiempo y El que con lobos anda.
Dice Horacio Castellanos Moya que «el escritor
de ficción trata de construir un mundo en que pueda ir más allá, en que pueda
contar los hechos de una manera nueva y basada en las motivaciones profundas
del ser humano. La literatura trabaja en buena medida con las emociones, con el
mundo invisible y secreto del ser humano.» Siguiendo esta pauta, la última
línea bien podría auxiliarnos para adentrarnos en «Una pequeña sonrisa».
Curioso es, además, que Cuentos
paranoides haya sido publicado en formato digital en Amazon y Aplee Store. Volviendo
al cuento antes citado, cuyo uno de los temas centrales es la ambición pedestre
por el reconocimiento social y la búsqueda de la aprobación por la opinión
pública que es uno de esos dos motivos bicéfalos que señala Beatriz Cortés en La estética del cinismo. En el mismo
capítulo explica que en los años ochenta la producción literaria se enfocaba en
los espacios rurales, pero que ahora con los desplazamientos masivos de la
población a la ciudad este se ha dirigido al espacio de la ciudad, para
satisfacer sus deseos más oscuros, pero donde también, pese a las multitudes,
el sujeto (a) se encuentra en mayor estado de soledad. Y «Una pequeña sonrisa» ejemplifica la
literatura contemporánea de posguerra, el cual reproduce un entretejido
peculiar de la otredad de nuestra cultura. Ha conseguido rasgar el velo bajo el
que castamente quiso Ester cubrir su felicidad. Vive en una sociedad de
máscaras, encuentros y desencuentros, al igual que en «Anita, la cazadora de
insectos» de Roberto Castillo, Chávez crea una atrevida e irónica y paranoica
trama de un desentendimiento conyugal en pos de la presunción de la aceptación
de la clase alta por medio de la adquisición de bienes y raíces de plusvalía
alta. Todo este excepcional conjunto narrativo lo crea en ramificaciones y
dudas. Lo que en la cultura occidental se considera como una especia de
intimidad, vista como uno de los medios para que una persona pueda establecer
lazos de unión con otros individuos. El mismo estudioso, Zavarzadech, propone
que «la intimidad no es más que un simulacro necesario para el proceso que
mantienen vigente el sistema capitalista y que la intimidad es únicamente una
construcción social en el que se crea el simulacro de que una persona es
accesiblemente a otra». En este cuento no existe el happy end forzoso y obligado, y sus personajes no son en absoluto
planos ni deshumanizados, todo lo contrario, precisamente, hace una penetración
entrañable en el individuo, en su contexto. Nos muestra la cotidianidad en la
que vivimos. Más de algún o alguna lectora sentirá conexión con el texto, esa
conexión de la ilusión perdida.
En este cuento se alternan las ambiciones, traiciones, celos; ya
no es el hombre el que las refleja y se angustia por encontrarlas, sino la
mujer recién cumplida su aspiración de ascender a un nuevo estatus económico y
social. Y esto lo vemos nuevamente dibujado, pero sin el toque humorístico y
tenso, en «La rebelión», donde ocurre una irrupción inesperada casi al final de
la obra, el que comienza con la siguiente frase: «Me vine a vivir aquí
influenciado por mi esposa y, aunque al principio tenía mis reservas, debo
reconocer que ha sido una excelente decisión».
En «La rebelión», antes que ocurra la irrupción
fantástica e inesperada entre la idílica sociedad donde viven los personajes,
padre e hija conviven en un paraíso donde los momentos de honda ternura filial
sacan más de una sonrisa, y donde su final es inesperado, pero nada dogmatizante
ni ideológico.
Un dato a destacar es el recibimiento cálido
que recibe Ester en «Una pequeña sonrisa» al mudarse a su nuevo hogar:
«Arrancada de sus pensamientos se volvió hacia
la entrada, llamada por el timbre melodioso que inundaba la casa sin llegar
nunca a ser molesto; tras la trabajada puerta de caoba estaban dos sonrientes
vecinas con un pastel en una bandeja blanca, se presentaron, Daisy y Diana, y
dieron una efusiva bienvenida a la nueva amiga de la colonia “Paseo de
Versalles”.»
Recibimiento que nos hace pensar en caricaturas
animadas o en las más trilladas películas. Pero también abunda la ironía que se
transforma en adjetivos reiterativos de asombros consecuentes de la opulencia
en la que ahora vive ella:
«Ester estacionó su auto en el lujoso garaje de su casa, abierta y sin
muros, y por un momento sintió que la satisfacción que aspiró podría apagar la
sorda tristeza que llevaba cargando un tiempo. Ojalá que Rodolfo, su aventurero
esposo, por fin entienda, cuando regrese de esas vacaciones repentinas con su
hijo David, por qué había que sacrificarse tanto e inmolar la frágil
tranquilidad del matrimonio en pos de algo tan grande y bueno como lo que ahora
habitarían».
Y hay quien pueda reprochar o criticar el
inventario de mujeres diabólicas que encarnan, en apariencia, caracteres
femeninos criminales por virtuosos, el cual puede interpretarse desde dos
puntos de vista, la vanidad achacada a la mujer durante siglos, o el
sobrehumano esfuerzo de la incorporación de la mujer en espacios laborales que
desplacen al hombre como jefe de hogar, intimidándolos:
«Algún alivio para su migraña crónica debió recibir Ester el día en que
finalmente pudo mudarse a su nueva casa, dada la sonrisa que por primera vez en
mucho tiempo esbozó cuando ingresaba y se reportaba en la resguardada
vigilancia privada que controla los ingresos y salidas del moderno complejo
habitacional.
Una meta largamente trabajada se cumplía ese día, después de tanto
tiempo de espartanas limitaciones, de sobrehumanos esfuerzos para engrosar los
ahorros y de una religiosa disciplina económica que finalmente terminaron por
dar ese gran fruto: una linda casa en una colonia exclusiva de San Pedro Sula.
Visto desde fuera se elevaba un robusto cerco perimetral altamente
tecnificado, o lo que es lo mismo, electrificado; un ágil y entrenado equipo de
vigilancia, capaz de neutralizar amenazas de todo tipo, se movía con precisión
militar; unos jardines babilónicos daban la bienvenida a quienes ingresaban a
las ordenadas y limpias calles de la colonia que, con gracia arquitectónica,
guiaban hacia el parque central, integrado por juegos infantiles, canchas
multidisciplinarias y dos fuentes que refrescaban el ambiente y el alma».
No importa si ha habido o no injusticia,
importa la cloaca y falsa moral con la que nos deleita en esta historia, donde
se invierten los papeles: es la madre nuevamente abandonada, pero es su esposo
quien se ha llevado a su hijo. Ester es la mujer que goza de sus derechos a
ejercer su libertad y que a su vez rechazada fuertemente por mostrarse absoluta
y plena. ¿Una especie de posmoderna Madame Bobary? Su final, inesperado,
rechaza toda conciliación propuesta desde su inicio.
Siempre he pensado que nos ha faltado un Balzac
entre nosotros. Un escritor que nos muestre esa otra cara de la sociedad en la
literatura. Esa condición aberrante de que el escritor debiera ser siempre
pobre e inclinarse siempre su punto de vista al de la miseria incompleta
nuestra narrativa. Salvando las distancias, es probable que Chávez se encamine
a ocupar un lugar parecido al monárquico Balzac en nuestra Honduras. A los
demás textos dentro de su libro, aún le falta el rigor del oficio, pero allí
están, esperando ser rescatados por la mano del creador para entregarlos una
vez más, ya en una versión impresa, dignos de corresponderse con los demás textos
que integran su libro y con otros libros de esta época actual.
Luis Chávez se conecta con tres escritores hondureños:
Roberto Castillo, Kalton Bruhl, Dark Barahona.
Sus artificios, la secuencia de imágenes de una
trama en apariencia fácil, los rituales actuales hacen de ese conjunto
narrativo una pieza excepcional para la narrativa contemporánea y ya podemos
agregar un narrador más a nuestra exigua lista de narradores hondureños. El
autor demuestra que es por naturaleza un artista. Y eso siempre abrillantará su
obra en momentos de desasosiego. He aquí su cuento más distintivo y revelador
hasta el momento.
Diario La tribuna. 5.3.2017
Una pequeña sonrisa
Algún alivio para su migraña crónica debió
recibir Ester el día en que finalmente pudo mudarse a su nueva casa, dada la
sonrisa que por primera vez en mucho tiempo esbozó cuando ingresaba y se
reportaba en la resguardada vigilancia privada que controla los ingresos y
salidas del moderno complejo habitacional.
Una meta largamente trabajada se cumplía ese
día, después de tanto tiempo de espartanas limitaciones, de sobrehumanos
esfuerzos para engrosar los ahorros y de una religiosa disciplina económica que
finalmente terminaron por dar ese gran fruto: una linda casa en una colonia
exclusiva de San Pedro Sula.
Visto desde fuera se elevaba un robusto cerco
perimetral altamente tecnificado, o lo que es lo mismo, electrificado; un ágil
y entrenado equipo de vigilancia, capaz de neutralizar amenazas de todo tipo,
se movía con precisión militar; unos jardines babilónicos daban la bienvenida a
quienes ingresaban a las ordenadas y limpias calles de la colonia que, con
gracia arquitectónica, guiaban hacia el parque central, integrado por juegos
infantiles, canchas multidisciplinarias y dos fuentes que refrescaban el ambiente
y el alma.
Todas las casas se habían construido con el
excelso gusto de los arquitectos recomendados por la urbanizadora y ninguna era
igual a otra. La sensación de exclusividad había sido una obsesión en los creadores
y promotores de esta maravilla urbana.
Ester estacionó su auto en el lujoso garaje de
su casa, abierta y sin muros, y por un momento sintió que la satisfacción que
aspiró podría apagar la sorda tristeza que llevaba cargando un tiempo. Ojalá
que Rodolfo, su aventurero esposo, por fin entienda, cuando regrese de esas vacaciones
repentinas con su hijo David, por qué había que sacrificarse tanto e inmolar la
frágil tranquilidad del matrimonio en pos de algo tan grande y bueno como lo
que ahora habitarían.
Desde que se fue, hace quince días, no se había
comunicado con ella, pero estaba decidida a acondicionar tan bien la casa que
toda duda se disiparía para siempre el día en que él regresara.
La mudanza había hecho un gran trabajo, pero
aún faltaba el toque personal de Ester, lo que le daría a la casa, frente a
propios y extraños, el carácter personalísimo de su ama y señora: el gusto por
la exquisitez.
Arrancada de sus pensamientos se volvió hacia
la entrada, llamada por el timbre melodioso que inundaba la casa sin llegar
nunca a ser molesto; tras la trabajada puerta de caoba estaban dos sonrientes
vecinas con un pastel en una bandeja blanca, se presentaron, Daisy y Diana, y
dieron una efusiva bienvenida a la nueva amiga de la colonia “Paseo de
Versalles”.
Con la esperanza de poblar su soledad, Ester
invitó a pasar a sus vecinas y se embarcó en una plática, sinceramente banal,
pero productiva para efectos sedantes del ánimo. Que ninguna debía su casa, que
los trabajos de los maridos eran muy lucrativos, que los colegios de los hijos
los más exclusivos, que las vacaciones las pasaban invariablemente en el
extranjero, que la ropa, los zapatos, el carro y toda la buena vida que se
puede vivir...
Se despidieron como viejas amigas. Mañana la
involucrarían en el grupo, conocería a la presidenta del patronato y se uniría a
la comunidad más alegre, correcta pero entusiasta de esta ciudad.
No se esperó Ester una recepción como la que le
dio el patronato. Todos eran tan amigables y la abrazaban a la vez que daban
sus nombres con tanto cariño y sinceridad que Ester se sintió casi por encima
del desasosiego que le producía el distanciamiento con Rodolfo. Toda la reunión
se desarrolló en torno a la nueva vecina y todo mundo parecía empeñado en agradarla.
Ya lo intuía, pero acababa de comprobar que la gente adinerada es más abierta,
sincera y amistosa que los pobres, tal vez presas de sus miserias, carencias y
reducidos espíritus, desde donde le tocó elevarse para llegar a este nuevo
lugar y experimentar la auténtica sensación de camaradería.
Todos los días Ester se involucró con las
vecinas y compartió con ellas compras sin cargos de conciencia, almuerzos
deliciosos, cafés relajantes, teatro, spas, salones de belleza, exposiciones y
reuniones en cualquiera de las espectaculares casas de la colonia.
Aunque no aparecía ningún e-mail de Rodolfo,
había poco tiempo para entristecerse o darles rienda suelta a los presagios más
grises, porque sus amigas le absorbían cada minuto con nuevas, agradables y
divertidas actividades sociales.
Una tarde de piscina, alegres como siempre,
Daisy llevó la relación de Ester con el grupo a un siguiente nivel: Diana,
Rosibel, Ileana, Carolina, Judith y Pamela rieron pícaras cuando salió a
relucir la posibilidad de alegrarse mucho más con un poco de hierba “como
cuando éramos libres”. Ester se sonrojó, pero podría haber estallado de alegría
cuando recordó el olor a limón y los afiches de Los Beatles en su apartamento
de soltera, en los días de universidad, fumando marihuana con sus compañeros y
tomando cervezas baratas para hacer rendir las exiguas entradas de sus trabajos
sin futuro.
Las vecinas de Paseo de Versalles fumaron,
bebieron, bailaron y rieron sin preocupaciones metidas en la piscina de Judith;
sus maridos regresarían hasta el lunes, todos andaban en la convención de
Caballeros Universales en Miami, proponiendo maneras de salvar a la humanidad,
menos Rodolfo, quien tenía tres semanas de haber pedido “darse un tiempo” y
haberse llevado a su hijo a recorrer los países andinos.
Ese recuerdo rebotó con fuerza, alimentado por
el combustible alucinógeno y encendió la chispa de la migraña. Ester se puso
sombría y ya presa del llanto les confesó a sus hermanas la tragedia doméstica
que veía avecinarse. Todas se abrazaron y besaron las manos de Ester, parecían
sufrir el mismo dolor y juraron apoyarla hasta lograr que su hogar fuera
restablecido como el de todos en Paseo de Versalles. Las últimas lágrimas de
Ester de esa noche fueron de alegría. Al día siguiente, como una señal de que
las cosas empezarían a mejorar, Ester recibió un e-mail de Rodolfo en donde
adjuntaba un par de fotografías con David y unas nevadas montañas a lo lejos,
con ellas unas cuantas palabras “Nos quedaremos tres semanas más”. Ester,
decidida a no quebrarse, respondió con tristeza contenida: “Muy bien, amor,
cuídense, los espero con los brazos abiertos. Besos”. Seguidamente contestó el
celular que ya había empezado a sonar; al otro lado, Diana preguntaba
preocupada si había visto a la gata de Judith, con quien estuvieron todas
jugueteando la noche anterior. Ester casi había olvidado a la elegante gata
blanca que descansaba en un delicado sillón de la suntuosa sala de estar. “No
tengo idea, ¿qué sucedió?”. “Nunca se había ausentado más que una hora y nadie
la ha encontrado; los guardias de seguridad la han buscado y nadie la ha visto.
Cualquier cosa te aviso”.
Saltó nervioso el corazón de Ester pero se lo
atribuyó al e-mail recibido. Dos horas después estaba en el más exclusivo salón
de belleza de la ciudad con todas las amigas de anoche, menos Judith que hacía
un último esfuerzo con unos familiares militares para dar con el paradero de su
gata o la responsable de su ausencia. Todas evitaron el tema y se internaron en
el hermoso salón “La Perla de Labuán” en el club de moda de la gente bien. Allí
las amigas se emborracharon de nuevo, bailaron y rieron a más no poder e hicieron
nuevas confesiones que unieron más al grupo. Esto parecía el paraíso para
Ester, era una vida soñada, la migraña parecía lejana, incluso cuando tenía
resaca.
En las dos semanas siguientes, el ritmo de
felicidad no hizo sino acelerarse, las fiestas se amontonaban vertiginosamente:
bautizos, pool parties, cocteles,
kermeses, bodas, cumpleaños, sesiones, misas, confirmaciones, despedidas de
solteras, etc. Ester recordó la sensación de cuerpo alcoholizado que no sentía
desde sus tiempos de universitaria, se sentía joven otra vez. Podría haberse
acostumbrado a la idea de que Rodolfo no volviera si no hubiera sido por los
constantes consejos de todas las parejas de Paseo de Versalles, quienes,
poniéndose como ejemplo, no dudaban de las virtudes de un buen matrimonio.
Sólo unos oscuros pasajes habían amenazado la
perfecta vida en que se había embarcado Ester desde que llegó a su nuevo vecindario:
el collar de diamantes de Diana se perdió en el bautizo de Rafaela; la carísima
pintura del patriarca de la familia Márquez apareció rasgada después del
cumpleaños de Lorenzo, el esposo de Ileana; los tres periquitos australianos de
Mariana fueron hallados ahogados en el jacuzzi de la casa la mañana siguiente a
la despedida de soltera de Nigella; todos los casos aún sin resolver, todos los
casos dejaron sombras en el ánimo de todos y la duda razonable de que alguien
estaba actuando de forma impropia y delictiva. Pero Ester llegó a pensar que
esos incidentes debían ser moneda corriente en el vecindario ya que, fuera de
la lógica preocupación de los afectados, no se veían signos de alarma por el
daño a tan preciadas posesiones.
La mañana en que Rodolfo envió su segundo e-mail
en seis semanas, Ester había notado desde la enorme ventana de su habitación
una pequeña agitación en la terraza de la casa de enfrente, la casa de Diana;
inmediatamente olvidó a sus vecinas cuando leyó el breve y demoledor correo de
su aún esposo: “Supongo que estás cómoda con la idea de que no vuelva nunca más
y yo estoy en la disposición de complacerte. Adiós. R.”
Seguidamente aparecieron cuatro fotografías de
Ester entallada en un vestido azul oscuro bailando muy sensual y apretujada con
René, el sobrino de don Julián, el viejo ricachón dueño del club. El
desarrollado cuerpo del jovencito de 18 años abrazaba con pasión el delicado
cuerpo de Ester en una foto; en otra, Ester apartaba su cabeza y reía encantada;
en una tercera, se adivinaba un beso entre los bailarines en la imagen borrosa;
una más ilustraba el descarado agarrón de nalga del chico que parece mayor por
esa barba de dos semanas. El corazón de Ester latió furiosamente, sus
temblorosos dedos intentaron contestar el e-mail, pero fue imposible, no había
claridad en su cabeza, una ira desmedida la empezó a invadir y abandonó con
paso firme su casa.
Cruzó impetuosa la calle y alcanzó a varias de
sus amigas saliendo de la casa de Diana, y espetó, indignada: “¿Quién le envió
a mi marido fotos mías en La Perla de Labuán?” Las cinco mujeres la observaron
como quien mira a un extraño pidiendo una dirección en un idioma desconocido.
Daisy, Ileana, Judith y Pamela emprendieron
marcha por la acera, en camino a la casa vecina, mientras Diana se acercaba
sombría a Ester para advertirle: “Este no es un buen momento; más tarde
hablaremos contigo”. Esta última palabra la dijo afilando los labios, como una
amenaza.
Ester, parada en la calle, quedó ahora más perpleja,
con la incomodidad de no saber de qué sentimiento ocuparse, cada latido agitado
de su corazón se convertía en una pregunta angustiante. Cuando vio perderse a
la última mujer tras el portón de aquella mansión amarilla, arrastró sus pies
hasta su casa. Se tendió sobre el sofá de cuero, molesta, asustada, irritada,
estresada, triste, ansiosa, dubitativa y, con migraña otra vez.
Pensó en Rodolfo de nuevo y armándose de cólera
intentó justificar sus fotografías, sobre todo porque su conciencia estaba tranquila,
y recordó las veces en que su marido fue sorprendido por ella en comportamientos
sospechosos con otras mujeres. “Que no joda con sus celos, si quiere que no
vuelva”, se dijo con una sinceridad que la sorprendió, pero luego pensó en
David y las enormes ganas de abrazar a su prepuberto hijo rebelde y la invadió
el miedo de que tampoco quisiera volver; se sentía muy frágil, más ahora que
sus amigas estaban actuando tan raro. Desde el pecho salió, golpeando la
garganta, un nudo de lágrimas que explotaron en sus ojos y casi la ahogaron.
Lloró desconsoladamente bajo la indiferente mirada de unos bellos venados en el
cuadro más grande de la sala, lloraba por su hijo, por sus viejos amigos,
lloraba por su madre anciana con quien casi no hablaba, lloraba por la
jovencita alegre que había sido antes de “ser rica”, lloraba por algo que tenía
guardado en su corazón y no había descifrado qué era, lloraba amargamente hasta
que finalmente cayó dormida.
Como una melodía de fondo, acompañando la
imagen de ella con su hijo cuando tenía dos años, ambos corriendo por una
pradera paradisíaco, se mezcló en el sueño el dulce sonido del timbre de su casa
hasta que la despertó. Aunque parecían haber pasado cinco minutos, el reloj de
péndulo indicaba que había dormido cinco horas. Se arrancó con pesadez del sofá
y camino a la puerta, con el timbre sonando, sintió despertarse al monstruo de
dolor que se había dormido con ella.
A Ester se le escapó, con alegría infantil, un
“Diana” que su vecina favorita no correspondió; ésta, sin inmutarse, preguntó
si podía pasar, Ester, humilde, le abrió paso.
Con las cejas arqueadas, sin detenerse, Diana
alzó un dispositivo USB y preguntó si podían ver algo en la computadora del
estudio. Ester asintió con ojos de perrito asustado.
Diana hizo clic en un archivo llamado “video
00126” y sin ver a Ester comentó imperiosa: “te tratamos como a una de las
nuestras y nos ha dolido mucho lo que averiguamos”. Ester abrió al extremo sus
ojos cuando vio la imagen de espaldas, tomada desde lo alto, de una mujer
cargando a la gata de Judith con un brazo y llevando un enorme cuchillo de
cocina en la otra mano, en apariencia camino al vivero de la casa de Judith. El
video no era muy claro, pero se notaba fácilmente que el peinado, el pantalón y
la blusa eran los mismos que Ester usó ese día del pool party...
“Encontraron el cuerpo de la gata en la
bodeguita del abono”, detalló Diana con la voz ahora entrecortada. Luego abrió
otro video en el que se veía una silueta en la semi penumbra ahogando a los
periquitos en el jacuzzi, no se podía distinguir a la mujer asesina pero cuando
ésta abrió la puerta del baño, brillaron claramente con la luz del pasillo los
azulísimos pendientes que no podían ser otros que los usados por Ester esa
noche.
Ester, temblorosa y confundida, apenas pudo defenderse
“pero ¿qué es esto?” Diana abrió el último video, mucho más claro que los
anteriores, en el que se veía supuestamente a Ester con el espléndido vestido
rojo de esa noche, de espaldas, asestando infames puñaladas en el cuadro de don
Gregorio Márquez.
“Ustedes saben que yo no hice esas cosas”
balcuceó Ester mientras retrocedía. Diana, con lágrimas en los ojos y
quitándose los lentes la vio a la cara y agregó: “no tenemos pruebas como éstas
del robo de mi collar, porque siempre me parecieron innecesarias las cámaras en
mi casa, pero mi sirvienta asegura que te vio entrar a mi cuarto en vez de ir
al baño de visitas.”
“No puedes estar hablando en serio, Diana, yo
soy incapaz. Esos videos deben ser una trampa”, se defendió Ester. “¿Una trampa
de quién, Ester?”, preguntó Diana mientras se levantaba de la silla. “¿De
quienes te entregamos nuestra amistad sin condiciones y abrimos nuestros
corazones sinceros?”
Ester bajó la cabeza, pensativa “Pero es que no
puede ser, algo está mal aquí y hay que llegar al fondo de todo esto. Ustedes
deben creerme”. “Por favor, Ester, un investigador nos llevó a todo esto y no
hay nada más que buscar. Espero que entiendas que nada podrá ser igual ahora”. Ester
trató de detener el avance de Diana: “Pero espera, alguien debe haberse hecho
pasar por mí”. “¿Con qué objeto, Ester?” gritó Diana, impaciente y con lágrimas
que se le caían de las mejillas.
“Tienen que darme la oportunidad de demostrar
mi inocencia”, rogó Ester, “dejame hablar con tu sirvienta”. Diana sonrió
sarcástica “Por favor, Ester, por favor…”.
“En serio, también quiero ver los cadáveres de
los animales”, agregó Ester moviéndose nerviosamente de un lado a otro.
“No lo puedo creer”, dijo Diana, levantando los
brazos y ya en camino a la puerta principal pero antes de llegar se detuvo, afiló
su dedo índice y le dijo “por la simpatía que te tuvimos dejaremos todo esto así,
pero debes saber que ya no estás incluida para nada en la comunidad de Paseo de
Versalles”. Salió y cerró.
Ester se quedó parada bajo el inmenso
candelabro que dominaba la estancia, todo su cuerpo temblaba imaginando las
habladurías y recordando “su imagen” en aquellos videos. Reaccionó corriendo a
su celular y le marcó a Judith. “¿Qué quieres?”, le contestó Judith deshecha en
llanto, “¿Cómo pudiste hacernos esto? Nosotros te amábamos…”. “Judith,
escúchame, por favor, voy a demostrarte que yo no hice nada de eso, todas mis
fuerzas las voy a concentrar para aclarar todo y encontrar a la culpable o los
culpables, te lo juro”, hubo un silencio por tres segundos y luego un grito de
dolor de Judith anticipó el fin abrupto de la llamada.
Ester volvió a marcar pero el consabido mensaje
de los celulares apagados le apareció una y otra vez. Le marcó a Diana y la grabación
apareció ahí también. Le marcó a Ileana, le marcó a Pamela, le marcó a Daisy,
les marcó a todas sus amigas de la colonia y ningún celular estaba encendido.
Ester corrió a bañarse y alistarse, estaba
decidida a aclarar todo este enredo lo más pronto posible. Colocándose los
pendientes estaba cuando oyó una agitación afuera de la casa y su corazón dio
un vuelco cuando sonaron unas sirenas. Vio por la ventana estacionarse dos
patrullas de la policía frente a su casa y salir de sus mansiones a muchos de sus
vecinos. Sintió terror por un segundo, pero luego pensó que éste sería el mejor
momento para empezar a aclarar todo. Respiró profundo y con aplomo fingido se dirigió
hacia afuera de la casa.
Al abrir la puerta se paró bajo el marco y
desde allí divisó a la multitud de conocidos que se había formado en segundos y
que rodeaba a los policías. Se secreteaban entre ellos, le lanzaban miradas
acusadoras y otros la señalaban abiertamente. Sintió una profunda tristeza,
pero se hizo de las fuerzas que le habían ayudado a superar cada obstáculo de
su vida y dio un paso al encuentro de quien parecía el jefe de los policías.
El murmullo entre la gente aumentó. El oficial,
aunque serio, sonó educado cuando le advirtió: “Señora, venimos a arrestarla,
hay fuertes indicios de su participación en crímenes horribles”. A intentar
explicar iba Ester cuando sintió las manos firmes de una mujer policía
juntándole los brazos hacia atrás para ponerle unas esposas.
Ester se revolvió entre asustada y molesta y
vio cómo dos policías hombres se abalanzaban sobre ella para contenerla; un
natural forcejeo empezó y de ahí Ester sintió perder el control: “¿Qué les
pasa? No soy una criminal, tienen que soltarme y escucharme”. El policía,
educado, habló más fuerte: “Señora, es peor si se resiste”. Ester forcejeaba:
“Suéltenme, desgraciados”.
De entre la multitud salió un grito, que como
chispa encendió un reguero de pólvora: “Asesina”. Todos empezaron a gritar
improperios, unos más infames que otros.
De la actitud desafiante, Ester pasó a suplicarles
piedad a sus amigas: “Diana, por favor, diles que me suelten, soy inocente”. La
respuesta brutal de Diana fue “Eso dicen todos los ladrones”. “Nooo, Diana, yo
no te robé nada. Judith, por Dios, tú sabes que yo no soy una delincuente”,
ignorándola, Judith se dirigió al oficial: “Recién me llamó para amenazarme,
tengo las grabaciones”. Ester había entrado en un estado de mareo, confusión,
terror. Se revolvió como fiera atrapada: “Noooooooo, malditas desgraciadas,
¿por qué me hacen esto? ¿Porque no soy una de ustedes? ¿Porque les conozco sus
secretos, drogadictas?”
Todas las mujeres soltaron una expresión de
sorpresa y desaprobación. “No se puede esperar menos de una chusma”, “Pobre
drogadicta”, “Con razón no la quiere el marido”.
En un movimiento brusco, Ester golpeó con el
codo el rostro de la mujer policía lo que obligó a los agentes a derribarla y
mostrar una lamentable imagen de una mujer que normalmente proyectaba una
seguridad y temple que daban envidia.
Fue levantada de golpe y llevada a la patrulla
mientras hacía los últimos y vanos esfuerzos por soltarse. Las caras de sus
vecinos parecían moverse agitadas frente a sus ojos llenos de lágrimas: “Soy
mejor que ustedes, malditas, soy mejor que ustedes”. Finalmente, Ester fue
introducida en una patrulla, rendida, temblando, desaliñada, volteó y la vida
pareció perder el sonido cuando a un lado descubrió a un policía dándole
explicaciones a un estupefacto Rodolfo, tras de quien se escondía asustado
David, que la miraba confundido.
Ester estalló en llanto, pero ya no se oía ni a
ella, sabía que todo había sido planeado por alguien para deshacerse de ella,
pero no podía adivinar por qué. Algo no les gustó en Paseo de Versalles: que su
matrimonio fuera un fracaso, que haya sido pobre, que no tuviera una familia de
abolengo, que no compartiera algunas ideas sobre la vida, a saber; era
imposible deducir las razones de gente tan complicada, pero estaba segura que
en los rostros de sus ahora ex amigas podría adivinarse que todo fue un complot,
quién sabe si incluido en él hasta Rodolfo.
Vio fijamente cada uno de los rostros de sus ex
vecinos, el de su marido, el de los policías; en alguno de ellos tendría que
asomarse en algún momento la sonrisa malvada de los responsables de esta injusticia.
Nada, todos tenían expresiones de
desaprobación, molestia, frustración y hasta tristeza, pero no había ninguna
sonrisa.
Rodolfo entró con David a la casa, los policías
se introdujeron a las patrullas y encendieron los motores. Ester siguió
buscando una sonrisa, tan sólo una pequeña sonrisa que le apaciguara el
torbellino de dudas de su corazón, no estaba loca, había sido víctima de un
plan muy bien urdido para echarla de esa maldita colonia. “Vamos, una sonrisa”.
La gente empezó a dispersarse cuando las
llantas de las patrullas empezaron lentamente a rodar. Sonaron las sirenas y Ester
doblaba todo lo que podía su cuello en busca de una sonrisa malévola. Se alejó
Judith, se alejó Pamela, Ileana, Lorenzo, Leónidas, Carlos Daniel, Daisy,
todos, uno a uno, con sus rostros severos, pero Diana se quedó parada, viendo a
Ester alejarse, como quien veía a una nube deformarse.
Ester aguzó la vista, inspeccionando en detalle
los labios de Diana y esperaba que antes de alejarse para siempre ésta se
delatara. En un segundo abrió sus ojos a toda su capacidad para comprobar que
las comisuras de los labios de Diana empezaban a alargarse, era el conato de
una sonrisa, “esa maldita había armado todo”, pero la confusión la atacó cuando
una gota cristalina cruzó esas comisuras, que bien podría haber sido sudor
saliendo de entre sus lentes. La boca de Diana se estiró un poco más.
Ahí estaba la sonrisa que esperaba, la sonrisa
de la culpable... ¿o era una mueca de llanto?
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Luis Chávez
(San Pedro Sula, 1973)
Nacido en San Pedro Sula hace 43 años, se ha
dedicado más de la mitad de su vida a hacer caricaturas políticas,
esencialmente en el desaparecido Diario Tiempo de San Pedro Sula, aunque sus
trabajos se han publicado en la prensa mundial gracias a que es miembro del
Sindicato de Caricaturistas del New York Times. También publica su obra en
medios digitales que al lanzarla al ciberespacio se viraliza con el impulso de
los internautas. Ha publicado tres libros de caricaturas Frutos verdes, camulianes y maduros, Llegamos al medio tiempo y El
que con lobos anda.
También es autor del libro de relatos Cuentos paranoides (formato digital) en
venta en Amazon y Apple Store. Escribe actualmente su novela Los últimos ladrones, cuya publicación
se estima para mediados de este año. Está casado y tiene tres hijos.