martes, 11 de mayo de 2010

Apuntes sobre "Habitaciones sordas". Por Sara Rolla.

Collage de Ricardo Tomé. 2004.

Sara Rolla

Lloro sombras a mi paso.
Gustavo Campos

Gustavo Campos es un poeta a tiempo completo. Odia, creo, los riesgos de la improvisación. Más allá de cualquier pose “postpoética” que pueda atribuírsele, parece practicar esa conducta de autoexigencia que nace con los clásicos (con el frío Horacio, principalmente). Claro que con la frialdad horaciana sólo tiene que ver en eso del perfeccionismo técnico. En el contenido, Campos es denodadamente anticlásico. La sustancia de su poesía es el “pathos”. Heredero, por temperamento y por interpósitas lecturas, del mal romántico, sigue la línea sombría –y, paradójicamente, iluminada- de los poetas malditos (Rimbaud, Artaud, Bukowski y Leopoldo María Panero son algunos de sus autores tutelares).

Un vistazo al léxico predominante en su opera prima nos prueba con claridad irrefutable ese aserto sobre la esencia infernal de su visión de mundo. Las imágenes recurrentes pueden organizarse en campos asociativos muy sugerentes. Encontramos, por ejemplo, un extenso vocabulario asociado con la idea de degradación de la materia (barro, estiércol, gusanos, légamos, troncos, mugre, polvo, hedor, pantano, plagas, cenizas). Otro campo léxico muy claro es el que denota oscuridad, encierro e incomunicación (sombra, noche, brumas, niebla; cárcel, caverna, tumba; piedra, silencio, vacío, nada). Abundan también las referencias a los estados límites de la conciencia (muerte, locura, demencia, agonía, miedo, pesadilla, crueldad) y a la idea de malestar físico (hambre, frío, asco, náusea, insomnio, escalofrío, ahogo, veneno, golpes). También hay recurrencia de vocablos que aluden a la idea de fuerza y violencia de los elementos (en una lectura simbólica, idea de violencia anímica): relámpagos, tormentas, rayos, viento. Es permanente, asimismo, el vocabulario relacionado con la idea de reivindicación del “mal”: orgullo, indiferencia, pecados; cuervos, bestia, serpiente. Hay un interesante juego de sentidos opuestos con referentes simbólicos animales. Así, a los anteriores se les oponen, eventualmente, los zorzales, ruiseñores, gaviotas y golondrinas. (Esto, claro, amerita un tratamiento aparte). Finalmente, mencionemos la referencia a las ideas nucleares de soledad, opresión y angustia: infierno, laberinto, derrumbe, abismo; sufrimiento, desdicha, dolor, soledad, angustia; lágrimas, rechazos.

La adjetivación tiende a reforzar esas líneas temáticas apuntadas. Hay una recurrencia muy sintomática del adjetivo “muerto”. Se aplica, por ejemplo, en sus variantes gramaticales, a los sustantivos corazón, agua, carne, movimiento, lugares, lengua y hojas.

Se registran también, abundantemente, los siguientes adjetivos que connotan ese universo oscuro e infernal patente en nuestro esquema de análisis (trasladamos todos al masculino singular): letal, desdichado, oculto, rígido, cansado, inútil, ebrio, frío, helado, sepultado, pestilente, abominable, maldito, sucio, dolido, atroz, frustrante, silencioso, desesperado, envenenado, insomne, enfermo, solo, solitario, marchito. Mención especial amerita el uso estupendo del sustantivo piedra con valor adjetival: “piedra vida”.

Interesante tema de estudio, aquí sólo propuesto, surge del uso de los adjetivos de color. Hay insistencia en el negro (“horizonte negro”, “lluvia negra”, “negros besos”), en el blanco (“lejanos cuerpos blancos”, “infierno blanco”) y en el azul (en el que se percibe cierta tendencia afirmativa): “árboles azules”, “azul regazo”. Ocasionalmente asoma, impregnado de su negatividad quizás intrínseca, el violeta: “violeta hambre”.

En relación con el clima sugerido por los vocablos recurrentes en Habitaciones sordas, agregaremos que hay algunos términos relacionados con imágenes o estados vivenciales que tradicionalmente se asocian con contenidos afirmativos, pero que aquí aparecen recargados, contextualmente, de negatividad. Enumeraremos algunos, acompañados del adjetivo o expresión que invierte su sentido tradicional: agua (“muerta”, “agua terriblemente muerta”); horizonte (“negro”); estrella (“estrellas ocultas”, “estrellas oscuras”, “caricaturesca estrella”); lluvia (“negra”); esperanza (“rígida”); dignidad (“oscura”); música (“fría”); amor (“avaro”, “maldito”, “sucio”); alba (“la sed de la sombra pudre el alba”); esperanzas (que “se acostumbran a llegar tarde”); días (“troncos a la puesta del sol”); sal (“ahogada”); rosa (“enferma”); bellezas y sueños (“Escribiré uno –un verso- que no admire bellezas y sueños”); primavera (“oculta”).

Por otro lado, palabras clásicamente asociadas con la idea de precariedad existencial aparecen recargadas de una negatividad extrema: años (“pestilentes” años ), destino (“destino helado de légamos y de angustia”), espejos (“contritos”).

En el plano formal, Campos maneja estos contenidos, como ya apuntamos, con mucha lucidez y un claro afán de depuración expresiva. El molde rítmico es, generalmente, el del poema-abanico, como me gusta llamar a la alternancia de versos largos –que resultan predominantes- y cortos, en adecuado vaivén.

Sintácticamente, se advierte una tendencia a estructurar racionalmente el discurso poético. No hay caos expresivo, sino una cierta diafanidad y una voluntad de concisión que contrasta con el contenido tormentoso que hemos reseñado.

He aquí un ejemplo de esas constantes rítmico-sintácticas que acabamos de indicar:

Las defino muertas.

Huellas que borran el légamo. Sobras.

Me buscan tumba bajo la tristeza de la hierba.

Excluyo el ahogo de amargas primaveras.

(“Las defino muertas”)

Véase el acertado manejo del ritmo en este fragmento, con la oportuna colocación de los adjetivos como en un juego de balanceo fónico:

Imagino la imprudente vida:

bellos rostros,

labios fríos,

lejanos cuerpos blancos,

novedosos fracasos,

mi corazón muerto, ahogándome.

(“La vida es un desperdicio de latidos”)

La pulcritud expresiva –en el sentido de un discurso racionalmente estructurado- no está reñida, como vemos, con el carácter intenso y sutilmente connotativo del texto. A ello contribuye el hábito de una metaforización discreta pero muy eficaz, en el orden de la “metáfora visionaria” estudiada por Bousoño. El siguiente verso ilustra esa cualidad de estilo:

Mi latitud de cieno evita rayos.

(“Para el amor no hay”)

Condensación y finura en la forma. Desgarramiento, sentido de orfandad absoluta en el fondo.

Negación explícita de cualquier apertura del espíritu y de toda trascendencia, aun la que se suele asignar al arte:

Que ningún pañuelo limpie este poema,

ni una miel lo corrompa, ni el amor lo ame,

ni que un memorable espejo lo contenga, lo refleje.

(“No podré salvarme”)

Esas son las líneas esenciales de la poética de Campos en su primer poemario. Podríamos buscar grietas en esa visión sombría y desacralizante; señalar, acaso, fisuras por las cuales asoman, muy esporádicamente, débiles rayos de sol. Pero, en definitiva, lo que prevalece es la desesperanza. Campos podría decir, como Vallejo: “Hoy sufro suceda lo que suceda. Hoy sufro solamente.”


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