sábado, 8 de mayo de 2010

De prólogos pilatos y experiencias lectoras


Por Gustavo Campos

Sabiduría y rebelión: dos venenos.

E. M. Cioran

Cuando publiqué Habitaciones sordas, mi primer libro de poemas, decidí no incluir comentarios elogiosos de algún oráculo del patio como respaldo -existen también los prólogos inocentes y lisonjeros-, a los que ya estamos acostumbrados en el medio. También me abstuve de pedirle a mis amigos tan deshonroso favor, la palmadita en la espalda a lo Pilatos podía obviarse. Sin embargo, las políticas editoriales en donde lo publiqué lo exigían, ello los obligó a elaborarlo. Como bien es sabido en el medio, un prólogo debe ser una invitación seductora, un anzuelo de lisonjas que pesque –time- al lector. De esto tenemos harto conocimiento los lectores.

Ahora, 3 años después, con mis principios manteniéndose firmes, decido incluir un comentario de mi amigo y compañero Poeta del Grado Cero: Yorch Martínez, de quien admiro su entusiasmo y jovialidad, quien siempre me ha parecido un auténtico juglar, creador de uno de los poemarios más trascendentes escritos en Honduras en la última década, Las Causas Perdidas, de futura publicación.

Estas líneas que me atrevo a escribir las considero forzosas para aclarar cómo ha sido y es mi relación con la literatura.

A continuación un breve paseo por Desde el hospicio, libro que espera hospedarlos: antes de la aparición de Habitaciones sordas tenía bosquejado básicamente todo el presente poemario, razón por la cual me desanimé tan pronto de mi debut literario, mismo que no quise publicar: mi ambición era mayor y mi autocrítica seguía elevándose cual Ícaro. Con Desde el hospicio creí tener ante mí un mundo de habitaciones, un sinfín de experiencias vividas intensamente, como intensas fueron mis lecturas. Un laberinto en donde desfilaban aquellos “espíritus agrietados”, como dijera Cioran acerca de los artistas sufrientes, y que, como escribió Stevenson, cargaban con un destino difícilmente sacudible de sus hombros.

Aún recuerdo los poetas que fueron importantes en su concepción. Artaud, Fijman, Hölderlin, Pound, Ginsberg y Thomas fueron algunos de los contribuyentes. Y así fue que comencé un “canto de la desesperación”, a manera de “arco de tiempo”, como la idea que a Pound siempre lo posesionó.

(Aprovecho la ocasión y el espacio para confesar mi admiración por la “torre trunca” de Edilberto Cardona Bulnes y ese “sabor a exilio” de Nelson Merren, ambos poetas hondureños.)

Curiosamente siempre me enternecieron los escritores sin “fórmula de salvación”, aquellos de una estirpe luciferina, transgresores, “acróbatas capaces de contorsionarse en el punto extremo de sí mismos, y que nos invitan a sus peligros (1)”; inventores de límites, y transgresores de ellos. Pienso en un Rimbaud y en un Bukowski. Admiración mía similar a la de Bolaño por su buen amigo Mario Santiago Papasquiaro o por Leopoldo María Panero. En ese entonces tendía a mitificarlos.

Una imagen o una obsesión eran constantes en mí obligándome a dedicarme a una vocación que hasta entonces la creía auténtica, y que sin duda lo fue en su tiempo: los tres árboles de Desnos multiplicándose y conformando un bosque. Cada árbol en lugar de hojas y frutos tenían rostros derruidos por el tiempo. Entre esos árboles aparecían muchos caminos y un tigre los iluminaba. “Tiger, tiger, burning bright”. Cada camino era una senda de Frost, y ésta una "idea superior del honor humano". La savia de los árboles era un río subterráneo que para ese entonces lo creía el Aqueronte. Esa imagen desde una perspectiva superior me remitía a una rosa, que al más leve parpadeo se convertía en laberinto, en el siguiente parpadeo en una rosa. Entre cada pliegue del alma de la rosa veía una habitación sorda, cada pétalo constituía un muro. Me dejaba llevar por la música del último acorde de una flauta…

Siempre consideré la escritura como una obligación, una condena, un castigo impuesto, por ratos desdeñable, por ratos respetable e interesante, albergue al fin y al cabo. Estos antinómicos aspectos rigieron mi vida, desesperándola.

Escribir fue mi forma de amar, mi única forma de amar. El sol del amor en esa época no brillaba para mí. Ciego me entregué por completo a no declinar de una vocación vital y compulsiva, nada más podía hacer, lo creí obcecado y resignado, como un desterrado de la vida ordinaria. Algo romántico me lancé y fui desvaneciéndome en letras. No me importaba nada más. Para crear, me decía, tenés que sacrificarte. No debe haber nada más que la literatura. Me tomé muy en serio, pero al final pude desvincularme de tal solemnidad. Y escribí sobre lo mismo, y reescribí. Me volví un explorador de mis angustias y obsesiones. Debía ser sólo un instrumento. Ser mi proyecto.

Habitaciones sordas fue mi primer escalón, mi primer imperfecto escalón del cual renegué en su presentación hace un par de años, pero que, a pesar de esta antipatía que me causa, reconozco en él la fuerza devastadora de quien ha regresado del “jardín de la muerte con algunas bellezas literarias”, pocas, pero necesarias para mi formación.

Hoy que publico Desde el hospicio, lo hago por una razón: creí en él cuando lo concebí y le pertenece a ese momento, no al actual, donde la literatura me aburre, donde toda pose “intelectualoide” me parece patética, y lo confieso aunque esto moleste a mis amigos y a uno que otro idílico autor serio.

Me pregunto, ¿para qué llenar de palabras este mundo? Escribir, escribir… “¡pura paja!” (2). Trato de encontrarle sentido a la escritura -en la lectura aún hay deleites-. Me he agotado. Ya coseché el huerto sombrío que me fue dado. La poesía ha sido derrocada. Me esfuerzo por encontrarle sentido al por qué de la creación. Las puertas se me cierran en cada verso. Cada verso es su pomo y su misma tapa. Me enamoré quizás de una imagen: simular ser creador. Desde pequeño hasta hoy mi personalidad fue conflictiva y por mi naturaleza rebelde y de cíclicos hartazgos incluso han llegado a tildarme de “poeta maldito”, que es una mentira. Es mi naturaleza estar siempre contra mí, no lo niego. Y al rato hasta poso pozo poco como…

Ortega y Gasset le dijo en una ocasión a Octavio Paz que dejara de escribir tonteras, que la literatura estaba muerta, que se dedicara al pensamiento. Esta idea puede ser complementada con ensayos de Gombrowicz, Emilio Pacheco, Sonofelet y Cioran.

Puedo jactarme –sonriendo-, al menos, que dejé mi vida en la escritura hasta deshacerme de mí. Hasta deshacerme de mi supuesta vocación. Y precipité mi lenguaje a su abismo, para que no quedara nada: ni intenciones futuras. Fui devastador. Escribí para dejar de escribir, por obsesión, por compulsión, no sabía hacer nada más. Renuncié a esta quimera a mis 23 años. Ha pasado un año –hoy tengo 24- y me niego a escribir algo más, a pesar de algunos reclamos de amigos y de la mendicidad de mi espíritu. Renuncié quizás por decepción más que por aburrimiento, me enamoré tanto del arte que esperaba más de él, o más de mí, creo que la segunda es la más acertada, y cuando me di cuenta que no lo conseguiría, decidí no seguir engañándome ni engañando a nadie más. Que otros se dediquen a hacerlo. Pero dejo a quien quiera leer Desde el hospicio. Le pertenece a esa etapa de creyente inveterado. Este libro junto con Bajo el árbol de Madeleine son mi último engaño.

San Pedro Sula, febrero de 2008.

Notas

1 E. M. Cioran, La tentación de existir.

2 Expresión frecuentísima de “chupe Tito” para desacreditar y desarmar cualquier farsa ya sea oral o escrita. Es hijo de mi buen amigo Mario y tiene 5 añitos de edad. A él le debo tal enseñanza.